Viernes, 5 de septiembre de 2008 | Hoy
CINE › LA COMEDIA DE LA VIDA, DIRIGIDA POR ROY ANDERSSON
En una película hecha de escenas aisladas que diluyen los personajes, el realizador sueco hace una fría disección de la humanidad, en la que no hay lugar para las emociones felices, ofreciendo un fresco desolado, grotesco, absurdo o risible.
Por Horacio Bernades
LA COMEDIA DE LA VIDA
Du Levande, Suecia/Francia, 2007.
Dirección y guión: Roy Andersson.
Intérpretes: Jessika Lundberg, Elisabeth Helander, Björn Englund, Leif Larsson y Olle Olson.
Un señor toca la tuba en medio del living. En un momento su esposa se asoma al fondo, hace un gesto de rechazo y cierra la puerta, de un golpe. Consecuencia del portazo, unos segundos más tarde (los segundos que se requieren para aumentar la eficacia del gag), de una pared que está a la izquierda se desprende un cuadrito y cae sobre una pecera apoyada sobre una mesa, justo debajo del cuadro. La escena (aunque sería más apropiado referirse a ellas como “cuadros”) es típica de La comedia de la vida, una película que tal vez conste sólo de escenas típicas.
Con un título original que podría traducirse como “Tú, que vives”, La comedia de la vida (el mismo título que setenta y pico de años atrás alguien le puso aquí a Twentieth Century, de Howard Hawks) es una de esas películas en las que el dispositivo visual, dramático y narrativo está bien a la vista, dado el grado de sistematización y diferenciación con respecto al cine “normal”. El dispositivo adoptado por el realizador sueco Roy Andersson (nacido en 1943 y largamente dedicado a los comerciales de televisión, ésta es su cuarta película) es muy sencillo, y absolutamente férreo. Si hubiera que considerarlo un Dogma, como en el caso de sus primos daneses, en lugar de decálogo el sistema Andersson tal vez podría reducirse al siguiente hexálogo: 1) todo se filmará con cámara fija, planos sostenidos largamente y a considerable distancia; 2) para redoblar el efecto de fijeza, las escenas contarán con la menor cantidad de movimiento interno posible; 3) pase lo que pase, los “actores” (las comillas se imponen) deberán permanecer impertérritos; 4) los cuadros se fotografiarán con luz difusa y pareja, eventualmente brumosa, en tonos empalidecidos y bajo contraste; 5) los cuadros oscilarán entre lo cómico y lo patético, procurando fusionar ambas cosas; 6) no habrá otra conexión entre los “personajes” de un cuadro y otro que no sea el de su pertenencia común a la especie humana.
El mayor problema de Du Levande (tal el título en sueco, tomado de una cita de Goethe que hace referencia a lo efímero de la felicidad y la inevitable proximidad de la muerte) es justamente que, según todo lo hace suponer, el “personaje” de la película es la especie humana. Así, en bloque. Con una única excepción posible, la de una chica fascinada con un guitar player, la película de Roy Andersson (tal como sucedía en la anterior Songs from the Second Floor, que ocho años atrás le dio a su realizador gran repercusión internacional) no cuenta con personajes dramáticos en sentido tradicional, en tanto los actores están en cuadro durante apenas minutos, segundos incluso. La sencilla razón de reaparecer en varios cuadros es lo que le da a la chica la posibilidad de ser percibida como personaje. Como el espectador de cine está habituado a conectar lo que pasa en un cuadro con el anterior y el siguiente, y la única conexión que parecería existir entre los distintos personajes que miran a cámara impávidos, o lloran, o miran a lo lejos, o discuten (difícilmente se rían, se besen, celebren, se asesinen o se amen) es que todos pertenecen a la misma especie. Por si hubiera alguna duda, el propio realizador ha confirmado literalmente, en entrevistas, que de lo que se propuso hablar en La comedia de la vida fue... de la ¿comedia? de la vida.
Comedia, si por tal se entiende alguna torpeza, un gag visual, una breve situación cómica o la posibilidad de reírse de una gorda que abandona a su pareja despechada, pero cuando se entera de que hay comida en el horno anuncia que en una de ésas vuelve. O de otra gorda que, desnuda, con casco puesto y montada sobre un partenaire sexual, goza mientras su esquelético compañero se preocupa con cuentas que no le cierran. Como suele suceder en esta clase de películas que observan a la humanidad en conjunto y a la distancia, lo que el realizador consigue nunca es otra cosa que desolado, grotesco, absurdo o risible. Cuando a un personaje le sucede algo triste, como la mujer y su marido que lloran, en dos cuadros sucesivos, después de una pelea matrimonial, a la tristeza habrá que agregarle el abandono, porque la película se despide de ellos en ese estado. Cuando algún otro tiene un sueño (la chica con su guitarrista, un hombre que arruina una comilona nazi, un tipo solitario que se sueña volando libre), el sueño parece estar allí para permitirle que, al despertar, compruebe que la vida no es ninguna comedia.
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