Martes, 17 de marzo de 2009 | Hoy
TEATRO › ALFREDO RAMOS, AUTOR Y DIRECTOR DE LOS DESóRDENES DE LA CARNE
El teatrista, que trabajó durante años junto a Ricardo Bartís, define su nuevo espectáculo como un “dramón de amor”, que transita la cuerda del folletín. Se trata de un retrato –no exento de humor– de la alta sociedad porteña en los años ’50.
Por Cecilia Hopkins
Actor, director y dramaturgo, Alfredo Ramos revistó en el elenco de dos obras fundamentales para la historia del Sportivo Teatral que fundó Ricardo Bartís: El corte y El pecado que no se puede nombrar, premiado espectáculo sobre textos de Roberto Arlt. Pero Ramos, quien trabajaba con Bartís ya desde 1983, dejó la actuación una vez concluida la experiencia con El pecado... para escribir su propia dramaturgia y abocarse a la dirección. No obstante, recién en 2002 funda un grupo propio, el Teatro Berreta de Cámara. Algunas temporadas después de la exitosa Un amor de Chajarí, Ramos acaba de estrenar Los desórdenes de la carne, en el Teatro del Abasto (Humahuaca 3549). Si en el primero de los casos se trató de un “grotesco rural”, el nuevo trabajo se define como un “dramón de amor”. “Cambié 180 grados –admite Ramos en la entrevista con Página/12–; del ambiente rural pasé a interesarme en retratar una clase acomodada.” No hay una sola historia en Los desórdenes... sino un ciclo de peripecias, que se cruzan unas con otras. Dos hermanos de la alta sociedad porteña deben aceptar que, fallecida su madre, el tío vuelva de Europa para encauzar el rumbo de sus vidas (a la niña hay que casarla y al hermano, cortarle las alas). Pero en la casa se instalan, además, la inefable Mafalda y el rumboso Padre Julio Luis, para reasegurar los vínculos de la familia con la parroquia. La intervención resulta un verdadero desastre y baste decir que en el desarrollo de la cuestión no faltan delirio ni violencia. Una historia como de película o novelón ambientado en los años ’50, en un palacete construido para la ocasión por el escenógrafo Félix Padrón e iluminado por Jorge Pastorino. Decir que los 12 personajes –todos destacables– actúan en la cuerda del folletín puede sonar a trazo grueso pero no es así: “Estos personajes tienen un filo muy complicado de actuación –advierte Ramos–, porque si se sobreactúa mucho se puede caer en el estereotipo del dibujo animado o el teatro infantil”. En un año y medio de trabajo, el director fue armando la obra, escribiendo e improvisando con los actores. Tuvo dos puntos de partida bien disímiles: los tangos de Osvaldo Fresedo y Viridiana de Luis Buñuel. Junto a Eugenio Soto y Karina Frau interpretan Renata Aiello, Sol Alba, María Colloca, Gonzalo Dutria, Gabriel Feldman, Mara Ferrari, Carolina Ferrer, Mariano González, Gabriel Nicola y Fernando Ramos.
–¿Por qué llama a su grupo “teatro berreta”?
–Es porque nosotros como grupo no tenemos obras de repertorio de grandes autores, sino que sólo hacemos las obras que yo escribo. Decimos que son berretas por la forma en que están encarados la temática o los conflictos: puede parecer que se los mire desde un costado superficial, tal vez porque siempre están ligados al humor. Pero los núcleos de conflicto que plantean mis obras son muy pesados. Lo de berreta tiene que ver con un tono menor que buscamos darle a la obra, como si no estuviésemos a la altura del teatro culto. También con formas antiguas de actuación. Los desórdenes... tiene que ver con las películas argentinas de las década del ‘40, las comedias dramáticas de teléfono blanco.
–Hay muchas diferencias entre su obra anterior y ésta...
–Después de Un amor en Chajarí quise cambiar el ambiente rural por un mundo burgués y aristocrático, no precisamente en decadencia. Los personajes son gente acomodada que sufren los embates de la calle. En principio quise pintar ese mundo con los tangos de Fresedo, un músico que no era de extracción popular como Troilo o Pugliese, que tenía un estilo elegantísimo y fue un aristócrata del tango. Pero también pensaba en Buñuel, en Viridiana: tenía en la cabeza la escena de una chica que juntaba mendigos por la calle. De allí quedaron en la obra los crotos que en un palacete de la avenida Alvear toman té con scons y son catequizados.
–¿Le interesa retratar tiempos pasados?
–Yo me siento muy distanciado del teatro contemporáneo, creo que el nuestro es otro relato. Todo lo que hago tiene que ver con el tiempo pasado, nunca puedo situar una obra en la actualidad. Esta obra transcurre en el año ’54. Hay referencias directas a la quema de las iglesias que ocurrió hacia el final del gobierno de Perón, a Juan Duarte y, en general, a un tiempo oscuro y a un orden que debe ser recuperado, desde el punto de vista de los personajes aristocráticos.
–¿Por qué sintió necesidad de hablar del peronismo?
–En realidad, el tema del peronismo llegó con Fresedo porque él tuvo su momento de auge en esos años y yo quería reflejar su mundo. Luego uno empieza a desarrollar la historia y aparecen otras cosas. Creo que aquí hay una crítica feroz a todos los personajes, a los que representan a la clase dominante, pero a los pobres también. Para mí ésta es una historia muy argentina, porque habla de la hipocresía del poder, incluso del poder religioso.
–¿Cuáles son esos rasgos de argentinidad? El poder está en todas partes.
–Pero la obra habla de nuestras taras, de nuestras conductas idiotas. Es muy argentino que venga alguien de afuera a poner orden. Que haya necesidad de que alguien de afuera sea el rector de la transformación de las cosas. Nosotros siempre estamos buscando que alguien nos indique el camino. Y siempre hay algo que desencadena una tragedia. Tal vez porque tengo pocas esperanzas de un futuro feliz voy siempre hacia lo que no vislumbra demasiadas esperanzas y busco posibles soluciones para algo que termina siendo siniestro. Los finales nunca pueden ser intrascendentes.
–Llama la atención la monumental escenografía, especialmente por tratarse de una obra no comercial...
–A mí me fascina la escenografía. Yo no puedo engancharme con una obra donde hay solamente una mesa y un sofá. Necesito esa cosa antigua de la escenografía, para completar el relato visual. En Un amor de Chajarí Félix Padrón hizo un rancho con un pozo de petróleo adentro y acá hizo un petit hotel, sostenido por atrás con una estructura de andamios.
–¿Por qué no va al teatro?
–Me aburre mucho el teatro que vemos salvo algunos casos, como lo que hacen Bartís o Kartum. Me gusta esa reverberancia argentina de sus textos. Aunque voy con la mejor intención no me llevo bien con los lenguajes modernos, con los textos inconexos, con las manifestaciones histéricas de actuación. Se ve mucha experimentación y me parece que desde hace muchos años se viene experimentando lo mismo. Siempre digo que cuando la gente se avive de esto no va a ir más al teatro.
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