Lunes, 23 de marzo de 2009 | Hoy
TEATRO › ENTREVISTA A MARIANO MORO, QUE ESCRIBIó Y DIRIGE DE HOMBRE A HOMBRE
El autor y director, también licenciado en Psicología, propone en esta pieza teatral premiada en España un sugestivo diálogo entre un profesor y un alumno. Se trata, también, de un irónico contrapunto que mezcla rebeldías, humoradas e inquisiciones.
Por Hilda Cabrera
Un diálogo que deviene en irónico contrapunto, en ejercicio mental y afectivo de dos personajes que se deslumbran, se constituye en eje de una premiada obra del marplatense Mariano Moro. El título es De hombre a hombre y se estrena el próximo viernes en el Teatro Del Nudo, luego de presentarse en Mar del Plata y Madrid. La acción se inicia en un aula, y el diálogo al que se hace alusión se da entre un profesor y un alumno, que en esta puesta del mismo Moro se ubica en la platea, convirtiendo así al público en alumnado y testigo. El hecho de que se incluyan fragmentos de poemas no es casual, tampoco que se mencione a Silvina Ocampo con un libro de “apologético humor” sobre la escuela (Canto escolar). Es parte de la búsqueda del autor por hallar los textos acordes con los personajes, y porque la poesía es acción cuando retrata la metamorfosis de los sentimientos. Moro estima que la poesía es la base, el modelo de todas las artes: “No por nada se intenta que cualquier obra de arte sea poética”, sostiene este autor y director, licenciado en Psicología y apasionado por la literatura. Inclinación que le permite mostrar a sus personajes interiorizados en cuestiones esenciales. “Les atribuyo poemas míos y fragmentos de poesías de Walt Whitman y Federico García Lorca” –apunta–, y en expresiones que asocia “de manera natural” a la situación y a los personajes; “natural, en el sentido de lo que uno imagina que puede estar sucediendo en la cabeza del protagonista y cuál sería su respuesta. El fragmento de García Lorca corresponde a su Oda a Walt Whitman, extraída de Poeta en Nueva York”.
–¿Sería ésta una forma de conservar un hilo conductor en un diálogo que mezcla rebeldías, humoradas e inquisiciones?
–Mantengo una estética; lo que se modifica es la intensidad de los afectos entre el profesor y el alumno. Esta es una historia de amor entre dos hombres desarrollada en un diálogo con códigos. Admito que el lenguaje pueda parecer algo rebuscado, pero es orgánico a la historia que se cuenta. Lo asocio al homenaje que quise tributar al teleteatro de Alberto Migré, que veía siendo un chico. Entonces los actores y actrices se expresaban de una manera más artificial que la que hoy estamos acostumbrados. Ahora se busca el naturalismo raso y se cuida bien de que no haya palabras “raras” en el texto. El imperativo es “usemos diez palabras, porque por ahí la número once nadie la conoce”.
–¿Opina que se busca no inquietar con expresiones desconocidas?
–Sí, y eso va en contra de la tradición del teatro. Pensemos que el público que asistía al teatro en la Antigua Grecia no manejaba el vocabulario de las obras. La gente era analfabeta, y los actores también, salvo excepciones. Prácticamente, sólo el dramaturgo sabía escribir. El era quien repetía la letra a los actores hasta que la aprendían. Y si de ahí pegamos un gran salto y llegamos al Siglo de Oro español vemos que los autores “se arrancaban” con sonetos y otras formas poéticas, aun cuando sabían que la gente que se agolpaba en los teatros llamados “corrales” era analfabeta, tosca y escandalosa. Sin embargo, ese público admiraba las formas poéticas y acababa imitándolas.
–¿El imperativo de utilizar un vocabulario básico supone tildar de tonto al público?
–Es una manera de menospreciarlo. Me he preguntado muchas veces por qué se acepta aquello de que el público es incapaz de disfrutar de un lenguaje elaborado, que –es cierto– no se utiliza diariamente, pero ofrece aperturas muy gratas al oído y a la imaginación.
–Una posibilidad que no dejó escapar en su obra Quien lo probó lo sabe, sobre la figura de Lope de Vega...
–Ahí puse al espectador en dificultades, pero a veces lo que cuesta vale. Ese lenguaje es musical, creativo, y para mí conforma un capital del que no me quiero privar como persona de teatro. Me motiva, me permite redescubrir formas y probarme ante el público, cuyo juicio me interesa muchísimo. En esto copio a Shakespeare y Molière; y si estos genios se imponían gustar, ¿por qué no vamos a hacerlo nosotros? Despreciar ese esfuerzo es tener “mente subsidiada”, hacer sin importar si llega o no al público. Para esa mente subsidiada lo que interesa es recibir el dinero porque “hace cultura” más allá de si su trabajo fastidia o resulta indiferente al público.
–Un asunto que aborda especialmente en la obra es el de la adolescencia...
–Agradezco haber conocido al actor Emiliano Dionisi (quien fue también alumno en otra obra, El señor Martín, de Gastón Cerana). Escribí De hombre a hombre pensando en él y en el actor Mariano Mazzei, quien fue protagonista en Quien lo probó.... Abstrayéndome de esa cuestión práctica que es descubrir a los actores ideales para una obra, pienso que la adolescencia es una etapa conmovedora y muy estimulante. En esa etapa la inteligencia es más rápida y la mente florece, las capacidades intelectuales están más alertas y los afectos son intensos y descontrolados. Detrás de las caretas que se pone el adolescente hay un mundo caótico, expectante. En la adolescencia creemos que podemos hacer cualquier cosa. Después, la vida nos va amputando. En la adolescencia salimos de nuestras cárceles o las reconocemos.
–Un período que en general el adulto olvida pronto.
–Yo lo tengo presente, porque soy muy neurótico, y también por mi trabajo de dramaturgo. Parece un disparate lo que voy a decir, pero me acuerdo de cuando pasé de dormir en una cuna a una cama y situaciones familiares siendo muy niño. Imagino que si no tuviera un registro tan intenso de lo propio me encontraría en desventaja: no podría, por ejemplo, recrear otra adolescencia o adosar al personaje de un alumno de dieciséis años aquellas cosas que me hubiera gustado tener o hacer.
–¿Se lamenta por eso?
–No, aunque tuve una adolescencia acomplejada y difícil. Fue la etapa más infeliz de mi vida. Después, uno sale de eso y piensa en cuestiones sociales. Hice la escuela secundaria durante la dictadura militar, y aunque no tuve demasiada conciencia, sentía la opresión. En mi casa había miedo y tuvimos una familia política que debió exiliarse. Soy de los que vivieron la apertura democrática del ’83 como una fiesta. Los adolescentes tienen hoy gran libertad, pero en medio de un gran deterioro a nivel educativo. En mi época la escuela pública era todavía la mejor opción. Los chicos que iban a la privada eran los que habían reprobado en la pública. Por lo menos en mi ciudad, Mar del Plata, las privadas eran para los peores alumnos.
–¿Cómo fue la experiencia con esta obra en España?
–Soy hijo de españoles y tengo familia en varias ciudades españolas. Cuando terminé de escribir esta obra, unos amigos me enviaron las bases de un concurso temático organizado por la Sociedad General de Autores Españoles. El tema era la homosexualidad. Cuando leí las bases, pensé que andaban buscando una obra apologética. De hombre a hombre no lo es, pero como la tenía lista, la envié. Recibí un premio, la publicaron, me dieron un dinero y me invitaron a hacer funciones en Madrid, en un teatro independiente del barrio de Lavapiés. Estuve cinco meses en España, y con tres obras. Hasta en el pueblo más chico encontré a argentinos haciendo teatro.
–En su caso, ¿cómo surgió el interés por el teatro?
–Por mi temperamento dramático, creo. Me gustaban los teleteatros de Alberto Migré. Además, por esa época, leí el texto de Doña Rosita la soltera, de García Lorca, y me apasionó. En realidad, nací en una familia instalada en el drama, y parece que me hice cargo. Mi madre nació cuando se desató la Guerra Civil; fusilaron a su padre, y su madre y su abuela lo pasaron mal. Con la familia de mi padre pasó otro tanto. Recibí una familia agobiada de dramas, y eso me hizo ser más sensible.
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