TEATRO › EDUARDO PAVLOVSKY PRESENTO POTESTAD EN LAS TRANSLATINAS
En el festival de teatro franco-ibérico, que este año está dedicado a la Argentina, el actor, dramaturgo y director habló con el público acerca de los represores. “No se han ido a dormir, están siempre entre nosotros, aseguró.
› Por Silvina Friera
Desde Bayona
Bayona es un sueño. O algo así. Es que no parece real esta ciudad del sudoeste de Francia, situada en la confluencia de los ríos Nive y Adur, cerca del Mar Cantábrico y de la frontera con España. “A las nueve y pico de la mañana no se ve a la gente como sucede en Buenos Aires. ¿Dónde están todos?, me pregunto ante las calles vacías.” Lo dijo Eduardo Pavlovsky apenas media hora antes de la medianoche en la Maison des Associations, una de las sedes del festival de teatro franco-ibérico y latinoamericano Las Translatinas, dedicado en esta edición al teatro argentino. En este marco, además de presentar Potestad junto a Susy Evans, Pavlovsky se prestó a dialogar con el público. Antes, durante la función a sala llena, más de doscientas personas pasaron de la carcajada que genera ese energúmeno machista, “un monstruo simpático”, con su soliloquio sobre la pasión y la vida en pareja, a la repulsión que merodea el asco, cuando se empieza a comprender que ese hombre desesperado por la pérdida de su hija se encargó de certificar la muerte de los padres biológicos de la niña, asesinados durante la última dictadura militar, y se llevó a la bebé como “botín de guerra”.
De la risa al silencio más sobrecogedor, casi místico, pasaron los espectadores, aguijoneados por una obra compleja y descarnada, de una belleza fulminante y superlativa, que desmonta deliberadamente el cliché sobre la supuesta monstruosidad de los represores. “La maravilla del teatro, según Umberto Eco, es la posibilidad de que los espectadores puedan ver distintas cosas en escena”, subrayó el actor, dramaturgo, director y médico psicoterapeuta. “El punto clave no resuelto de la obra es si los torturadores que actuaron durante la última dictadura militar argentina, los raptores de niños, eran seres anormales en su patología psiquiátrica o eran seres normales.”
Pavlovsky comentó que hay estudios científicos y testimonios de víctimas de Auschwitz que confirman que los represores eran personas comunes y corrientes. “Las fuerzas armadas les enseñaron a pensar de una manera en la que el enemigo debía ser abolido para mantener a la familia cristiana”, advirtió el autor de El señor Galíndez, Telarañas y El señor Laforgue. Cuando mencionó a Alfredo Astiz, varias personas que promediaban los cincuenta años se movieron de la silla sin necesidad de escuchar la traducción. Ese apellido, tristemente conocido en Francia, es sinónimo de muerte, de horror. “Astiz, criminal que mató a dos monjas francesas, es bastante normal; pero se lo educó para torturar, para violar, para matar. El podría estar acá, entre nosotros, y resultar muy simpático y hasta parecer divertido”, sugirió Pavlovsky. Algunas cabezas asentían; otras, estáticas, intentaban digerir más despacio, con ritmos propios, el meollo de una cuestión difícil de apresar. “Matar era matar por Dios”, continuó el actor, entusiasmado, explicando los vericuetos de una pieza que, estrenada en 1985 y representada en más de cincuenta festivales internacionales, ya es un clásico del teatro argentino. “La patología del torturador finalmente es una patología social: las fuerzas armadas lo educaron para matar.”
En Bayno, las palabras de Pavlovsky resonaban y eran como cuchillos que se hundían en una herida que no terminó de cicatrizar. “A mí se me critica esta obra desde la izquierda planteando que yo hago un ‘monstruo simpático’”, dice el actor y dramaturgo, e ironiza: “Eso implica considerar que todos los torturadores son antipáticos. En la obra soy un criminal porque robo a una niña de su familia original, le cambio su nombre y su identidad, y nunca le cuento la historia. Pero ahí termina la condena política y empieza el teatro. Desde el teatro se puede entender que haya gente aliada con la idea de que un hombre pueda tener una mujer estéril y quiera ‘regalarle’ un hijo sustraído del ‘infierno rojo’. Y también que crea que ese hijo es un ‘regalo del cielo’ porque va a educarlo cristianamente, en la buena fe”. Muchos de los jóvenes que lo escuchaban apuntaban en sus libretas y cuadernos lo que decía el autor de Potestad. Pavlovsky fue tajante al trazar una línea divisoria ineludible. El condena políticamente a los represores, pero teatralmente se interesa por desmontar cómo funciona la cabeza de esa gente entrenada por las fuerzas armadas para matar.
A la hora de buscar más ejemplos, se explayó sobre el caso de Marguerite Duras, la mejor escritora que leyó en su vida, dijo, “no sólo por su belleza literaria sino por su humanidad y su ética”. Atento a la sensibilidad de sus espectadores –aún hoy la palabra colaboracionismo pone la piel de gallina a más de un francés–, recordó lo que relata Duras en su libro El dolor. En los últimos días de la ocupación nazi, antes de la liberación de París (en agosto de 1944), a la escritora le contaron que habían apresado al colaboracionista que había denunciado a su marido por “comunista y judío de la resistencia”. Se enteró de que iban a interrogar al “soplón”. “Duras pidió presenciar las sesiones de tortura –precisó Pavlovsky–. ¿Cómo entender esta actitud de una escritora excepcional? La complejidad de la mente humana es el misterio de los misterios.”
Afuera de la sala de debate, el elenco de Tercer cuerpo, de Claudio Tolcachir, festejó la efusiva recepción del público francés en su primera función. Hasta dio la impresión de que llevaron “hinchada propia”. Lo percibió una de las actrices, Daniela Pal, que se metió en el bolsillo a los espectadores con su brillante interpretación de Moni, esa mujer desmesurada y torpe en su modo de inmiscuirse en la vida de los demás: “Tolcachir cumple”, bromeó a modo de consigna política adaptada a la realidad de Bayona. La orquesta Sueño Milonga destiló tangos como flechas que intentaban apuntalar los vestigios de una melancolía anestesiada por la fiesta teatral.
En la ciudad “del buen río”, las campanadas de la catedral de Santa María, declarada patrimonio de la humanidad por la Unesco, anunciaban la medianoche. Nadie se movía de su silla. Todos parecían atornillados por el carisma de Pavlovsky y de una puesta tan reveladora como “incómoda”, que no deja de horadar sobreentendidos de cabotaje acerca de la subjetividad de los apropiadores de menores. Ni siquiera la tentadora “sopa de la cultura” que servían en el restaurante “itinerante” montado en la Maison des Associations, ni el resto del menú, lograron eclipsar el impacto que generó el actor y dramaturgo argentino. “El fenómeno de la represión es complejísimo”, aseguró. Los represores no se han ido a dormir; están siempre entre nosotros.”
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