TEATRO › HUGO ARANA, PROTAGONISTA DE “FILOMENA MARTURANO”
“A través de la actuación, toda mi vida he intentado indagar qué soy”, dice el actor, que se ha movido con comodidad en el terreno de la comedia y el drama y rescata al teatro como herramienta para repensarse. Desde Mar del Plata, donde presenta la obra Filomena Marturano, Arana abre el juego.
Hay una intimidad más profunda que la que persiguen los paparazzi. Es el espacio personal donde cada hombre guarda las conclusiones que sacó por sí mismo a lo largo de su vida. “¿Qué es esto?”, dice el entrevistado a poco de llegar, señalándose a sí mismo, a su cuerpo, a su cara de buen tipo. “¿Qué soy?”, se repregunta pensando mientras habla. “Eso es lo que toda mi vida he intentado indagar a través de la actuación”, se responde.
Comediante, actor dramático, famoso desconocido, Hugo Arana muestra los matices de un artista que tuvo el cuidado de dejar abiertas las puertas a la experiencia, sin que en ese trajín se le escapara la alegría. Desde uno de los sillones del teatro Corrientes viene su voz inesperadamente cavernosa, que atraviesa las últimas luces de una calurosa tarde de enero. Y dice: “Tengo momentos felices, aunque a veces, no estoy todo lo atento que debería. Yo creo que ser feliz es lograr estados de armonía; instantes en los que lo interno y lo externo se dan la mano en paz. Tendría que ser un deber de todos buscar esas pequeñas cosas. Cuando trabajo en escena, hay algunos segundos en que me digo ‘ahí, ahí está eso tan huidizo que busco’. En el mismo acto en que uno reconoció esa fugacidad, ya la perdió, porque uno deja de estar en ella y se pone a contemplarla. Todos los días hay al menos, un momento así, un instante en que uno dice ‘ahora mismo todo está bien’. La causa no tiene por qué ser una imagen poética, puede ser cualquier cosa: un pájaro que pasó volando, lo que sea. Son momentos mágicos en los que uno estuvo a tono con el mundo”.
–¿En qué momento nació el Arana cómico y en qué momento el actor dramático?
–(Sonríe.) Son gemelos. La primera y la segunda obra que hice eran dramáticas. De hecho, en el cine hice sólo tres o cuatro comedias y el resto son dramas, a veces, muy duros. Esa dualidad es paralela a lo que pasa en la vida, donde está todo mezclado. Hay humor en los velatorios y uno se deprime en una fiesta. Pareciera, por otra parte, que el humor es una manera de exorcizar el hecho de que en definitiva uno es trágico y el humor permite no quebrarse. Nacieron conmigo el humor y el drama, porque eso es la vida.
–¿Qué rol cumple el humor para usted?
–El humor es una herramienta extraordinaria para transitar la realidad. A veces penetra en lugares en los que otros géneros no pueden acceder. Porque el humor relaja y, por lo tanto, lo vuelve permeable a uno, le permite ser más perceptivo. Da la posibilidad de ver, porque significa tomar distancia del fenómeno, y lo mejor es que permite tomar distancia del fenómeno a veces ridículo que es uno mismo. Alguien dijo “si uno se toma en serio está perdido”. El fascismo, por ejemplo, es el resultado de alguien que se tomó todo en serio.
–¿Cree que en este momento del país el actor tiene algo que no debería dejar de hacer?
–Seguir pensando. No creo que el teatro deba acomodarse a los tiempos. Pensaría que es exactamente lo contrario, que el arte jamás debería acomodarse a la circunstancia. Hay una reflexión primaria que tiene que ver con el hoy, pero por encima de la circunstancia está la condición humana. Creo que sería un grave riesgo decir que el teatro que conviene hoy es éste o aquél. Eso lleva a las fórmulas, a reducciones. Lo que está pasando hoy pasó siempre: es la muerte, el poder, el no poder, y uno tiene que seguir sobre esos temas.
–¿Cómo debe ser la formación de un actor?
–Yo creo en algunas cosas técnicas, pero no me parece imposible que alguien aprenda sin hacer ningún curso. Me va a costar convencerme, pero puede pasar. Además es muy difícil decir lo que cada uno busca, eso lo sabe solamente el que está buscando, él es el único, si es que lo sabe.
–¿Y usted qué busca en la actuación?
–Arana se detiene a pensar. En silencio, lidia unos momentos con una especie de resfrío que lo persigue cada tanto (“se me va cuando entro al escenario”, aclarará después). Y cavila, con una expresión que se mantiene en el punto equidistante entre la risa y la melancolía. “Mi fantasía es que algún día pueda decir ‘estoy al borde de conocerme’. Eso busco”, dice al fin. “Sé que no voy a poder llegar a ese momento, pero el arte es ese intento de ir hacia uno mismo. ¿Qué es esto que está hablando ahora, esto que dice ‘yo’ ahora y que escucho?”, reflexiona. “Para esas preguntas en el teatro hay una herramienta y un mundo de posibilidades. Y como soy un ser humano puedo compartir lo que encuentre. Y tal vez, mientras busco por ahí alguien ve algo en lo que hago, y encuentra, a su vez, algo para él”.
–¿Por qué tantas personas lo asocian con personajes buenos?
–Porque no me conocen... (risas). Habría que preguntárselo a ellos. Lo que sí sé es que nunca he querido explotar personajes hasta el hartazgo. Hay que mantenerse por arriba de los personajes “buenos” y “malos”; uno no puede permitir que un ser teatral o televisivo lo lleve de la nariz. Trato de trampear lo menos posible en ese sentido. Y no es un deber ético ni nada, sino que es lo que corresponde a alguien que trabaja. Por otra parte, soy jodido, envidioso, tengo malos pensamientos: casi una persona.
–¿Qué cosas cambiaron en el mundo del espectáculo desde que usted empezó?
–No sé si mucho. Yo en el ’67 o ’68 repartía por los cuatro canales un pequeño currículum reseñando el poco teatro que había hecho, más una foto. Al mes y medio iba y decía “yo soy el que vino hace un mes y medio”. Y a los tres meses me cuestionaba: “¿y ahora qué hago? ¿Le digo que soy el que vino hace tres meses después de un mes y medio?”. Había que esperar, y mientras, hacer teatro y tomar clases, aprender el oficio. Esto es un trabajo. Mejor si tenés intuición. Pero es trabajo. Yo veo a algunos chicos de la tele, que aprenden todo en base a la efectividad para un par de escenas, y me convenzo de que eso es un nivel muy superficial de la actuación. La actuación es investigación, posibilidad de equivocarse y corregir. La televisión no da esas treguas.
–¿Qué otros trabajos le hubiera gustado hacer?
–Fui de oyente a la Facultad de Arquitectura, siguiendo a Carlos Herrera, mi amigo de toda la vida. Mi último trabajo antes de vivir del trabajo de actor, fue de constructor. Era albañil, peón, electricista, un poco de todo. Y carpintero también me hubiera gustado ser, me gusta el olor y la textura de la madera. Debe tener que ver con que me crié en el campo. Jugador de fútbol también hubiera estado bueno, yo jugué en Lanús.
–¿Qué conserva de su infancia?
–El gusto por los buñuelos y los panqueques, una vieja lona y mi relación con los animales. Cuando hice –junto con Leo Sbaraglia– Buena pata (se refiere al unitario que produjo Telefé hace unos años), todo el mundo se asombraba de mí. Mi papel era el de un veterinario, y en cada programa tenía un animal distinto. Una vez, por ejemplo, tenía que sacarle un vendaje a un puma. El bicho me puso la “manito” encima... tiene unas garras así... Y fue muy natural, simplemente le dije “vaaamooos” y se quedó manso. Nadie se podía explicar mi cancha con los bichos, y menos Leo, que era un aparato... desopilante (risas). Esas cosas naturales me quedaron.
–¿Qué cree usted que puede aportar el teatro a la educación?
–La posibilidad de repensarse que permite el teatro es extraordinaria. Están en juego y van de la mano el cuerpo y el pensamiento. Está también la memoria percibida de lo que ha vivido y lo que vive ese cuerpo que está actuando. Por otra parte, el chico es el más grande actor que existe. La capacidad que tiene para volver a crear la realidad es extraordinaria: si él te dice que la escoba es un caballo, para él es un caballo. Y por último, ha habido, desde Shakespeare para acá, un pensamiento luminoso alrededor del hombre hecho desde el teatro. Y uno se pregunta por qué no se le presta atención a eso, por qué no permiten que el chico recree lo que sabe hacer, que es jugar. Sin duda sería riesgoso, desestabilizaría el orden tal como está concebido. Eso explica la ausencia de teatro en las escuelas.
–¿Y a los adultos qué les puede aportar?
–Si vos agarrás diez personas, vas a ver que a nueve les hubiera gustado actuar. Entonces yo pregunto: ¿Por qué ponen al intérprete en un lugar mágico, de sublimación tan fuerte? ¿Qué están proyectando todas esas personas que admiran a las “estrellas”? Yo voy a comprar papas y Casancrem al mercado y me dicen ‘¿qué hace usted acá?’. No hago nada, compro papas, como cualquier persona. El teatro en las escuelas bajaría esos aires de elegidos con los que envisten a los artistas. Ese considerarlos sobrehumanos es parte del poder, porque si son solamente algunos los que tienen “un don”, entonces, es más fácil convencer al resto de que se queden callados y laburen.
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