Domingo, 3 de enero de 2010 | Hoy
TEATRO › ENRIQUE PINTI HABLA DE SU NUEVO ESPECTáCULO EN EL MAIPO
En Antes de que me olvide, el actor presenta una comedia que, en tono zumbón, marca hechos y personajes de la historia de la Argentina que se encamina al Bicentenario, y en la que deberá lidiar con personajes que incita todo el tiempo al olvido.
Por Hilda Cabrera
Es un inconformista que no transgrede. No rompe códigos, pero critica y logra que el público ría sin desconfiar. Pone en su lugar a cualquier personaje de la historia y la política señalando errores y absurdos. El actor Enrique Pinti es así único e inclasificable. Está a punto de estrenar un nuevo espectáculo en el Teatro Maipo, cuyo texto le pertenece. Será este miércoles 6 de enero, junto a Gustavo Monje, quien compone a un personaje que –por placer o enfermedad, eso se verá– le resta importancia a la memoria del protagonista, alter ego de Pinti. El título elegido es Antes de que me olvide, comedia que en tono zumbón marca hechos y personajes de la historia pasada y presente de la Argentina que se encamina al Bicentenario de la Revolución de Mayo. En un ruidoso bar de la calle Esmeralda, el actor dialoga sobre este último trabajo sin aventurar discursos sobre el incierto destino del país y de los argentinos. La entrevista no pudo ser en el Maipo, a metros del bar, porque alumnos de la escuela del bailarín Julio Bocca estaban preparando sus muestras.
–¿Qué busca el público en sus espectáculos?
–Sensatez, creo. Hay gente que está obnubilada, que padece una crisis de orientación entre tanto torbellino y al encontrar una voz sensata, escucha. Esa ha sido mi experiencia de años atrás con María Elena Walsh: cuando ella hablaba, sentía que me volvía la paz al cuerpo y algunas cosas eran todavía posibles. La gente siente alivio cuando escucha algo sensato, aunque después, metida en el quilombo de todos los días, le parezca que el sentido común o el buen sentido se fue al diablo.
–¿Con el espectador así relajado se comunica mejor?
–En el teatro tuve suerte, porque sigo haciendo lo que quiero desde hace cincuenta años. De chico, mis padres pudieron mantenerme y después me fue bien. Nunca tuve que trabajar en una oficina, que para mí hubiera sido terrible. En Antes de que me olvide repaso nuestra historia, algo que la gente no hace todos los días porque está desesperada o tiene deudas o perdió el empleo... quizás no tenga quién le diga de manera frontal “mirá que no hay escuelas, que se cierran fábricas... y que eso es también política”. Ya tenemos una generación que no sabe qué es la escuela ni la fábrica, y otra generación hija de aquélla, que tampoco lo sabe. Puede que a algunos les den un Plan Trabajar, negociado con los punteros, y nada más. El clientelismo no es nuevo. Los gobiernos lo vienen practicando desde hace tiempo.
–¿Por qué el público ríe de lo negativo?
–Ríe de lo absurdo y grotesco. Lo mío es en ese sentido informativo. Por eso muchos dicen que mi trabajo no es artístico sino didáctico. Yo no opino lo mismo, soy actor y me formé como actor. Pienso que hay que tener arte para decir lo que nos pasa desde un escenario. Algunos modernos y cool no opinan igual, y lo acepto. Creo que el público no me toma a mal porque no invento. Cuento cosas que pasaron y pasan. En una sociedad en la que nos mienten todo el tiempo, esto es una gran virtud. ¿Acaso no mintieron al decir que ganábamos en Malvinas o que ingresaríamos al Primer Mundo?
–¿Y usted qué teme olvidar?
–Hasta ahora mi cabeza no corre peligro, pero hay ciertas cosas, detalles, que olvido. Sin embargo, recuerdo perfectamente lo que vi cuando era chico. Las salidas al cine..., una película en el Ambassador, en 1949, La taberna del camino, con Ida Lupino y Cornell Wilde. Recuerdo que mi hermano estaba en el Liceo Militar y salía los sábados. Entonces íbamos con él y mis padres al cine. El espectáculo que ahora estrenamos se llama así porque quiero decir lo que pienso antes de que sea tarde. Aclaro que no es porque crea tener la solución para los problemas de los argentinos, sino para recordar y relacionar algunos hechos que me parecen importantes. La cercanía del Bicentenario es una buena excusa.
–En todo caso, el gusto por repasar la historia no es nuevo en usted...
–No, el carrusel histórico estaba en Salsa criolla pero no en El infierno de Pinti, donde me refería a cuestiones del momento como si cada una fuese un círculo del infierno: las carencias en los hospitales, los programas de la televisión, los baches... En pericon.com.ar me interesó el fin del siglo XX y hablé de la Argentina y el resto del mundo. ¡Una mezcla! Candombe, Pingo argentino y ahora Antes de que me olvide conforman una trilogía argentina. La última es el resumen de un señor de setenta años que puede volverse loco o perder la memoria. En este sentido, la obra es divertida pero agónica. Refleja la agonía de una persona que se empecina en no olvidar y enfrenta a otra que tiene Alzheimer. Ese es el papel de Gustavo Monje, un señor que baila muy ágilmente pero jode a la gente con el olvido.
–O sea que no es un padecimiento sino una pelea...
–Con un coro mutante que a veces está de parte de uno y por momentos de otro.
–¿Qué es básicamente lo que quiere recordar?
–Los pedidos de paz y justicia que se vinieron sucediendo desde los festejos del Centenario, precedidos por hechos violentos como la masacre del 1º de mayo de 1909 en la plaza Lorea y el asesinato del coronel y jefe de policía Ramón Falcón.
–¿Siempre en el formato del musical?
–En pericon.com.ar usé la técnica del music-hall. Trabajaban María Rojí, Laura Fidalgo, Sandy Brandauer y Lucila Gandolfo, mujeres hermosísimas. En Antes de que me olvide los actores y actrices son también cantantes y bailarines. Tenemos dos generaciones de artistas muy preparados. Este desarrollo se produjo a partir de las creaciones de Pepito Cibrián y Ricky Pashkus. Ellos hicieron escuela y la gente aprendió. Recuerdo cuando hicimos Chicago, en los ’70, con Eber Lobato y Ambar La Fox. Había que hacer una excursión para encontrar gente que supiera actuar, bailar y cantar. Hoy se baila mucho mejor; antes el coro era fatal y las vedettes se defendían.
–¿Ese entorno glamoroso le permite otras libertades?
–La libertad de decir cosas muy duras servidas en un estuche atractivo. Es una forma de no agregar oscuridad a una situación complicada. Algunos prefieren los espectáculos dark, y está bien. Pero yo tuve siempre este gusto por la comedia musical y la revista, que van bien con el humor y la sala del Maipo, concebida para ser una cajita de bombones. Además, introdujimos cambios. A Lino Patalano se le ocurrió proyectar dibujos animados que dialoguen conmigo. Yo lo tenía resuelto de otra manera, pero me parece fantástico lo que se decidió. Alfredo Sabat, hijo de Hermenegildo, se ocupó del animé. Esto exige mucho trabajo al equipo y al ingeniero de sonido, Gastón Briski.
–¿Cómo organiza los textos?
–¡Es tan rara la mente! Me basta con observar lo que ocurre para que los temas salgan. Una experiencia en un cine de Los Angeles, por ejemplo, se convirtió en una nota periodística. Había ido a ver una comedia y al entrar me encontré con cochecitos para nenes, un lugar para cambiar los pañales y chicos de cuatro y cinco años que corrían por la sala. Esa no era una película para niños, pero estaban ahí. Después supe que se trataba de una función para madres. De ese hecho insólito para mí, intrascendente, pelotudo y de otro país, hice una nota. Y así con otros lugares que conocí en mis viajes, como la ciudad de Berlín, convertida en monumento a la memoria. Cuando uno ve lo que se ha hecho en esa ciudad entiende todavía menos a las personas que dicen que no hay que seguir con las cosas del pasado. Tener memoria no significa retroceder sino ir para adelante. Todas estas impresiones las escribo en un cuaderno, también los textos de los espectáculos, que después de memorizarlos abren más ventanitas en mi cabeza. Presto atención a lo que pasa en la calle, me interesa qué y cómo procesa la gente.
–¿Es cierto que se resiste a usar computadora?
–Cada uno queda instalado en la época en que se sintió mejor o joven. Hay gente que incorpora lo nuevo, pero a mí me gustan las antigüedades. Recuerdo los jarrones chinos que tenía mi abuela, me gusta el taxi de Londres... Resisto a la tecnología pero no a los viajes, que aprovecho para ver a gente amiga y mucho teatro. Me relaciono bien con los lugares donde viven mis amigos: Barcelona, París, Madrid, Nueva York y Los Angeles. Hago un viaje anual de un mes y medio para recorrer lo que se considera el mundo occidental, al que hemos magnificado como perfecto y maravilloso. Cuando uno viaja se da cuenta de que afuera no es todo maravilloso, que esas ciudades y países tienen problemas parecidos a los nuestros, pero los resuelven de distinta manera. Uno se entera, por ejemplo, y no solamente por la prensa, de que la mayor cantidad de niños asesinos se da en Inglaterra. Cuando pasé por San Diego –una ciudad deliciosa, la más rica de California– vi carpas de gente que había quedado en la calle después de la crisis. Brasil va para adelante pero no ha podido erradicar dramas básicos como la drogadicción, el narcotráfico y la pobreza extrema. Me hace bien viajar, descanso y aprendo sin intermediarios.
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