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Domingo, 20 de junio de 2010

TEATRO › EL DRAMATURGO Y DIRECTOR CARLOS GOROSTIZA, A LOS 90 AÑOS

“Siempre habrá alguien que lucha y otro que reprime”

El autor de El puente celebró su cumpleaños en su casa, rodeado de artistas y personalidades de la cultura y de la política. Está colaborando en la selección de los elencos para sus dos nuevas obras y habla de “crear anticuerpos para contrarrestar el escepticismo”.

 Por Hilda Cabrera

Confesar que se han vivido 90 activos años es un privilegio y celebrarlo en familia y con amigos, un disfrute que se dan pocos. Así fue el festejo que se armó en la casa del dramaturgo Carlos Gorostiza, actor en sus comienzos, director de varias de sus obras –que hoy suman más de cuarenta–, autor de novelas y cuentos, piezas para títeres y un libro de memorias, El merodeador enmascarado. En el encuentro, organizado por su esposa, Teresa Escalante, en su departamento del piso 14º con vista al Botánico, no faltaron artistas, como su hermana, la actriz Analía Gadé, quien reside en España, ni personalidades de la política y la cultura de diferente color político y social. Otra demostración de la libertad de pensamiento de este autor que estuvo presente en el reciente lanzamiento del libro Saulo Benavente. Obra escenográfica, de Cora Roca (y coautores), y hoy colabora en la selección de los elencos para sus dos nuevas obras a estrenar en el Complejo Teatral de Buenos Aires (temporada 2011) y en un teatro del circuito privado. En diálogo con Página/12, en el salón de su casa desde el cual se divisa el río, Gorostiza recuerda al amigo Saulo, escenógrafo de su obra Marta Ferrari, estrenada en 1954 en el Teatro Lasalle, donde –cuenta– aquel artista había ideado un escenario giratorio para lucimiento de los diecinueve cuadros que reflejaban la vida de ese personaje. “Saulo inició también los trabajos para El pan de la locura, en 1958, pero viajaba mucho y decidió dejar la escenografía a Federico Padilla. Antes, colaboró en la puesta de la antibelicista Enterrar a los muertos, de Irving Shaw, que dirigí. Las autoridades nos pidieron el libro, porque entonces había censura previa. Cuando nos prohibieron la obra, pedí que vinieran a verla, y así fue, pero no convencimos: dijeron que había muchos militares en el escenario.”

–¿Eso fue durante el primer gobierno peronista?

–En 1953; también entonces pasaban esas cosas. ¿Acaso no nos habían prohibido Crimen y castigo porque Dostoievski era ruso? En esa puesta actué junto a Alejandra Boero. Es cierto que después logramos que nos dejaran hacer las funciones. Sé que cuando cuento estos hechos no caigo bien a algunos, como si no supieran que entre ser ultraperonista y ser gorila hay una franja enorme. Y somos muchos los que estamos en esa franja intermedia.

–¿Por eso previno a sus invitados pegando un cartel en el ascensor?

–A través de los años conocí a muchas personas, unas acordaban con mis ideas y otras no, pero en general nos respetábamos. La familia de mi mujer me regaló un libro precioso de 1858: saben que me interesa la vida social y política del país. Y esto me recuerda a Bonifacio del Carril, abogado, escritor, diplomático, una personalidad de derecha que conocí y con la que se podía hablar con total libertad. Me decía abiertamente qué le gustaba de lo que yo escribía y qué no.

–¿Escasea la apertura mental?

–En épocas de grandes diferencias y poca libertad de pensamiento se producen hechos dolorosos, aquí y en otros países: se acaban los amigos, las familias se dividen. .. ocurrió en España entre franquistas y antifranquistas y aquí entre peronistas y antiperonistas. Por eso en el ascensor pusimos ese cartel que dice: “Reunión ecuménica y apolítica. Habrá izquierdistas, centristas, derechistas y abajistas, pero ningún arribista”. Un amigo bien kirchnerista lo entendió y me dijo: “Todos los que están acá tuvieron algo que ver con el país”. Y era cierto. Con mi mujer logramos no dividir a los amigos.

–A usted se lo relaciona con el radicalismo, fue secretario de Cultura del gobierno de Raúl Alfonsín (entre 1984 y 1986), sin embargo, una de las invitadas era la cantante Nelly Omar.

–En chiste le dije “No vayas a cantar ‘La Descamisada’”. Ella tiene un humor bárbaro, y me contestó: “Eso lo canto siempre; cuando todos se vayan, lo canto”. Se quedó sentadita en un sillón, y pensé que no cantaría. ¡Nelly tiene una personalidad deliciosa! De pronto me dijo: “Carlos, quiero cantar”. Le pedí que esperara a que mi nieto Facundo, que tiene un conjunto con un amigo, trajera la guitarra. Armaron algo muy lindo. Nelly es increíble, maravillosa. Ese clima que se vivió acá, tan personal, fue el que se disfrutó a nivel masivo en los festejos del Bicentenario. Había allí gente que estaba políticamente a favor y otra en contra del Gobierno, pero “estaba”, y armoniosamente. Pienso que en forma inconsciente quizás, los argentinos han expresado la necesidad que tenemos de una patria unida.

–¿Ayuda el arte?

–Tengo una teoría que a veces despliego por ahí. Cuando la ética se descompone –como en las divisiones fraternas– se está atacando de muerte lo más valioso. Por eso, cuando la ética es lesionada aparece la estética, ocupa su lugar; va en su socorro. Esta es una reacción histórica en nuestro país. Lo vimos en los últimos años y en épocas anteriores. No quiero dejar de mencionar el origen de Teatro Abierto 1981 en tiempos de la dictadura militar. Los creadores se unieron por necesidad y cuando salieron a la calle encontraron a la gente que, sin duda, los estaba esperando.

–¿Relaciona sus dos nuevas obras con ese deseo de crecimiento?

–En julio del año pasado, terminé El aire del río, donde tomo tres períodos de nuestra historia social. Se la mandé a Kive (Staiff), quien la incluyó en la temporada 2011 del San Martín. Esta la va a dirigir Manuel Iedvabni. Después, escribí otra, Viaje a Capistrano, en referencia a San Juan de Capistrano, un lugar al sur de Estados Unidos, en California. Allí, en una iglesia, anidan las golondrinas que con la llegada del frío migran a la Argentina y se refugian en Goya (Corrientes), donde se les levantó un monumento en la plaza San Martín. Esas bandadas llegan hasta Caleta Olivia (Santa Cruz), y en el invierno regresan a Capistrano. La historia es fascinante, pero no es el nudo de la obra. De esta puesta se va a ocupar Agustín Alezzo y el estreno será en una sala del circuito privado.

–¿Por qué eligió como fechas 1800, 1900 y 2000 para El aire del río?

–Es una técnica; quería mostrar el proceso político-dramático de nuestro país. Esa es también la diferencia que tiene con Vuelo a Capistrano, donde el desarrollo dramático no está referido sólo a nuestro país sino al mundo en general y a través de la experiencia de un pintor, cuyo deseo más profundo no es pintar a esas golondrinas sino volar, porque se siente asqueado de la violencia humana. Los personajes de El aire... son tres, un número que se mantiene, tanto en el primer período, el de la colonia, como en el segundo, de fuerte inmigración, y el tercero que es nuestra época. Hay una continuidad en la acción y en todos algo sucede afuera, algo violento. Uno de los problemas con los que tropecé era el lenguaje a utilizar. Para el período de la colonia, recordé El amor de la estanciera, obra escrita entre 1780 y 1792. El exterior a esos tres personajes es siempre inquietante, y está marcado, según las épocas, por los sonidos que produce el paso de una partida militar a caballo, el insistente ruido de un motor y el aullido de la sirena de un móvil policial. Así ha sido gran parte de nuestra vida personal y política.

–¿Quiere decir que, en lo sustancial, la sociedad no ha cambiado?

–Siempre habrá alguien que lucha y otro que reprime.

–¿Qué trae “el aire del río”?

–Un cambio, calor... En esa obra el personaje femenino se abanica y dice algo que se reitera al final. No sé cómo recibirá el público estas obras. El teatro es tan misterioso. Hay un texto de Federico García Lorca que yo digo que me plagió, porque es exactamente lo que pienso sobre nuestra tarea. Federico escribe: “El teatro que no recoge el latido social, el latido histórico, el drama de sus gentes y el color genuino de su paisaje y de su espíritu no tiene derecho a llamarse teatro, sino sala de juego o sitio para hacer esa horrible cosa que se llama ‘matar el tiempo’”.

–¿Qué hay en este presente de su necesidad de “crear anticuerpos para contrarrestar el escepticismo”?

–Estoy disconforme y con rabia, pero no soy un escéptico. No se ha hecho lo suficiente y a muchos no les interesa que las cosas cambien para mejorar la situación de los necesitados. Si viviera en España, tal vez diría lo mismo. Sé que así no va. Es probable que yo no vea ese cambio. Quisiera que la sociedad retome una conducta altruista.

–¿Para contrarrestar la crispación?

–Que es total, aunque sabemos que quien va a la búsqueda de verdades no grita. La crispación y el insulto son formas de expresión de los que no tienen algo valioso para sostener.

–¿Proyecta alguna novela?

–Por ahora, no. Participo del armado de los elencos y me recupero de las emociones del cumpleaños, que fue lindísimo. Los colegas de Argentores decidieron ponerme al frente de una comisión de ética, que agradecí. Ese lugar de hacedor del bien y el mal es excesivo, pero lo acepto, porque sé que quieren que esté con ellos. He recibido regalos hermosos de la familia y los amigos y libros que iré leyendo, como el de Federico Fellini y sus sueños, otro con grafodramas del humorista gráfico Luis J. Medrano y de pintura y filosofía. Estoy leyendo un libro precioso del filósofo esloveno Mladen Dólar referido a la voz “como un objeto que es motor del pensamiento”. Se llama Una voz y nada más. Parece el título de un bolero que “cantó” antes el griego Plutarco. Lo digo por el comentario sobre Plutarco que cuenta la historia de un hombre hambriento que despluma a un ruiseñor para comerlo y que, al abrirlo, encuentra que hay muy poco para comer. Ahí se da cuenta de que el ruiseñor era “una voz y nada más”.

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“Cuando la ética es lesionada aparece la estética”, señala Gorostiza, autor de más de cuarenta obras.
Imagen: Pablo Piovano
 
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