Jueves, 24 de junio de 2010 | Hoy
TEATRO › EDUARDO “TATO” PAVLOVSKY Y UN HOMENAJE A SU CARRERA QUE RESCATA PIEZAS PERDIDAS
El dramaturgo y actor señala que, aunque no estuvo involucrado en la preparación de los actos en el C. C. de la Cooperación y Calibán, “esto tiene una gran repercusión emocional en mí”. Y trata de descifrar las claves de la vigencia de sus textos.
Por Hilda Cabrera
El homenaje a Eduardo “Tato” Pavlovsky, que comenzará hoy en el C. C. de la Cooperación (ver aparte), toma como punto de partida La espera trágica, escrita a comienzos de los ’60. Una pieza que en algunos aspectos se completó de manera curiosa, y esto lo cuenta el autor, quien yendo a pedir una receta a Julio Tahier, pediatra de su hija Carolina, descubre en éste a un admirador: “Me preguntó si conocía al Pavlovsky que hacía teatro. ‘Soy yo, le dije’, y me miró como si estuviera ante Robert Redford. Le gustaba el teatro y quería meterse en el ambiente. Le pregunté si tenía alguna idea de escenografía, y me respondió con tanto entusiasmo que le ofrecí ocuparse de la escenografía de La espera trágica y El aniversario, de Anton Chéjov. Hizo un trabajo lindísimo en cartulina con tinta negra. Julio era muy riguroso. Se incorporó a nuestro grupo Yenesí y tomamos clases con Alejandra Boero, Pedro Asquini y Conrado Ramonet, de Nuevo Teatro”.
–¿Diría que La espera trágica es una pieza del absurdo?
–Teníamos una inclinación un poco girada hacia la vanguardia, hacia el teatro de Samuel Becket, Eugène Ionesco, Sean O’Casey, Arthur Adamov... Tahier –que también dirigió La espera...– puso obras de Fernando Arrabal, Griselda Gambaro... Se fue acercando mucha gente al grupo, que él aceptaba con la condición de que estudiaran: no quería hacer “teatro de muchachos y muchachas bien”.
–¿Se refería a jóvenes de clase alta?
–Estaba Julita von Grolman, que era preciosa, y había otras chicas... En el ambiente nos respetaban, porque encarábamos el trabajo con seriedad. Conocí bien a Asquini; le interesaba el teatro político. No le importaba que alguien no fuera de izquierda; podía ser un autor como el poeta Paul Claudel, de derecha, pero debía definirse, expresarse tal cual era. No soportaba el teatro de la banalidad. Era buena persona. Sufrió un cimbrón sentimental, pero no dejó que lo ayudáramos. “Estas cosas hay que vivirlas”, decía.
–¿Opina lo mismo sobre las crisis amorosas?
–Lo entendí mucho después, viendo cómo se sobrevaloraba la ayuda psicoanalítica. Sin duda, el psicoanálisis ha sido valioso como estudio de la subjetividad, pero –y sobre todo entre nosotros– se analiza por causas que a veces pueden solucionarse de una manera más fácil. De los pacientes que tengo en grupo, ninguno tiene un registro menor de quince años.
–¿Puede que esa concurrencia pase por el deseo de sociabilidad?
–Ellos conocen mi formación psicoanalítica, pero igual les hago el chiste diciéndoles que soy organizador de un espectáculo. Nunca he cuestionado el análisis, aunque comprendo que en algunos casos es demasiado largo en relación con la problemática que la persona trae. Si fuera por hablar, uno no dejaría de hacerlo hasta su muerte, y pasa que hay momentos importantes y otros que no lo son.
–¿Ocurre algo similar con la creación teatral?
–Acabo de terminar una obra, y por momentos pienso que es muy buena y en otros, que no la podré estrenar en lugares “formales”, que debo buscar un lugar escondido, porque es demasiado fuerte, algo escatológica: la relación amorosa de una madre con su hijo, que a su vez se muestra agradecido. Ella le enseña todo sobre la sexualidad para que no lo aprenda con una puta. El lenguaje es pornográfico, y eso produce malestar.
–Aunque distinto, el malestar no es nuevo en sus obras: lo generó Sólo brumas y, a su manera, Potestad, incluida en esta programación.
–Descubrí que hay mucha gente joven que se siente atraída por Potestad y mi estética ideológica. Creo que en lo mío ha habido coherencia desde el comienzo de mi trabajo; coherencia que, en cine, encuentro en las películas de Fernando “Pino” Solanas, desde La hora de los hornos hasta los últimos documentales. Potestad sigue gustando; recorrió países, la llevamos a festivales, tuve experiencias extraordinarias con estudiantes, y ahora, en julio, iremos a La Plata. Ahí la estética pasa por saber qué piensa y siente un raptor de niños, porque decir “éste es un raptor y ésta, una mujer a la que le han sacado la nena” no es suficiente en el teatro. Uno debe colocarse en el lugar del raptor, como en El señor Galíndez, en el papel del torturador (obra que estrenó Jaime Kogan en 1973). Ese hombre quiere sacar a la nena del “mundo rojo”, llevarla a un buen colegio... Es infernal, pero puede ser un buen padre; y no todos los hijos quieren apartarse de un padre como ése. Una cuestión es condenar el hecho criminal y otra –como en Potestad– intentar descubrir qué siente ese raptor por la nena. Una discusión muy común es la que pone el acento en que alguien así no puede sentir nada afectivo porque está disociado. Yo creo que esa apreciación es demasiado simple, que la banalidad del mal –el hecho de eludir la responsabilidad directa– es compleja, cercana y amplia.
–En ese nivel de comprensión, ¿qué estrategia utiliza el actor ante el personaje?
–Uno tiene que querer al monstruo, encontrar alguna afinidad para creerle, porque ese hombre que lleva a la nena en brazos está convencido de que la está salvando del infierno. Potestad nació como un monólogo para presentar junto a Telarañas, que se estrenó en el Payró, dirigida por Alberto Ure. Lo escribí después de ver cómo lloraba un hombre al que le habían sacado la hija.
–¿Es de los que encuentran en casi todo materia para dramatizar?
–El teatro es una de mis grandes pasiones, aunque en los últimos tiempos me está resultando complicado. Estrenar Sólo brumas, viajar con la obra, llevar la escenografía... Será que a veces me canso..., pero tengo gente que me ayuda. Y me convocan, también. Ahora filmé durante tres días, dirigido por Luis Ortega. No podría decir si la película (No le mientas al diablo) es una conspiración o un delirio. Trabaja Julieta Ortega, Joaquín Furriel, Alejandro Urdapilleta... Me gusta el cine, pero seguiré haciendo teatro y moriré en el escenario, como esos viejos laterales del circuito del off.
–¿Por qué prefirió mantener distancia de la organización de esta celebración?
–El hecho de que no haya querido intervenir en la cosa burocrática no significa que no tenga repercusión emocional en mí. Fueron años intensos, lleno de gratificaciones por la solidaridad que encontré, por esa especie de locura que tiene la gente de teatro cuando ensaya y está a punto de estrenar, por los extraordinarios fenómenos grupales que se producen... El teatro me enseñó cosas que no entendía.
–¿Lo ayudó tanto como la formación psicoanalítica?
–En un momento, el psicoanálisis me volvió loco, porque atendía a cuatro industriales que me podían mantener durante diez años. Me sentía perdido como psicoanalista, pero tuve suerte. Un amigo me pidió que lo acompañara a un hospital a ver a unos chicos y armar grupos. En ese trabajo se producían todas las relaciones que había estudiado: las que generan los celos, la rivalidad, el rechazo al recién llegado.... Pero eso tampoco bastaba. Lo interesante fue descubrir la creatividad de cada chico y entender que el juego elaborado con su fantasía era terapéutico. Me metí por ese lado sin abandonar el análisis. Lo que sí dejé atrás fueron los tratamientos individuales. Algunos analistas amigos me decían “estás loco, qué hacés, te vas a quedar solo”. Nunca estuve tan bien. Trabajé con gente muy valiosa, como Carlos Martínez, Fidel Moccio. María Rosa Glasserman, Rojas Bermúdez... En 1963 fundamos la Asociación Argentina de Psicodrama.
–Al mismo tiempo, escribía...
–Pensé que algunas obras se habían perdido, como Hombres, imágenes y muñecos, Camellos sin anteojos y Circus-loquio, que escribí con Elena Antonietto. De esos años es La cacería (1969), mi primer cambio al teatro sociopolítico. Los personajes eran un comunista, un burgués y un cura, papel que hizo Víctor Laplace.
–¿Qué siente ante tantos minuciosos estudios sobre su trabajo?
–Se publican libros en Alemania, Francia, Checoslovaquia, Italia... Son estudios académicos que me halagan. Ahora me entero de que se va a presentar La mueca, en Checoslovaquia, y me conmociono. ¿Por qué les interesa? Cuando vi a Jean-Louis Trintignant estrenar Potestad, en Los Angeles, dirigido por Paul Verdier, y que la televisión francesa nos sacaba al aire a él y a mí, me repetía a mí mismo “esto es el sueño del pibe”. Pero lo más lindo del teatro no es para mí ser autor, sino ser actor. No he podido superar el placer corporal de estar sobre un escenario. ¡Es un fenómeno hormonal! En Variaciones Meyerhold, por ejemplo, no empiezo la obra por lo que he escrito sino por lo que me inspira el personaje. Empiezo como si fuera el papa polaco Karol Wojtyla, marcando su rostro y su forma de expresarse. Detrás de esa “máscara” se esconde el Meyerhold que voy creando. En esa obra, este director ruso –que fue detenido en 1939, sufrió tortura y fue fusilado en 1940– habla de Mólotov, canciller de Stalin, y debo construir otra situación física. Ensayaba en el teatro y en casa. En un momento de mi obra, a Meyerhold se le aparece Mólotov queriendo meterle la cabeza bajo el agua, ahogarlo. Por eso en los ensayos pedí a Eduardo Misch, que es actor, director y asistente, que utilizáramos la pileta de natación de mi casa. Misch se disfrazaba de Mólotov y hacía como que me ahogaba. En otro ensayo me ayudaba Susy Evans. Ella se confesaba y en una escena que –pienso– tiene algo de las pinturas de Francis Bacon, hablaba de sexualidad. Todo esto que parece un mundo de locos ha sido grabado y filmado por Misch.
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