Sábado, 9 de octubre de 2010 | Hoy
TEATRO › MARíA ESTHER FERNáNDEZ Y SU PUESTA DE MIRANDO PASAR LOS TRENES, EN EL BúHO
Para la directora, actriz y docente, la pieza de Daniel Dimeco, protagonizada por una fotógrafa ciega, refleja aquello de “ver lo que se quiere ver y ser ciego para el resto”. Y plantea una necesidad: “Lograr apoyo oficial para los independientes”.
Por Hilda Cabrera
“No hay nada que hacer en este pueblo, sólo disparar contra el vecino.” Quien lo dice es el personaje en torno del cual gira la tensa y reveladora situación que retrata Mirando pasar los trenes, obra premiada del narrador, director y autor teatral argentino Daniel Dimeco (La desesperación silenciosa, Al sexto día, Ojos de sal, ¿Son los días felices?, El ángel azul, La sonrisa de los alcaravanes) que la directora María Esther Fernández presenta en el Espacio Cultural Teatro El Búho. Ese personaje es una ciega convertida en fotógrafa de éxito, rareza que enmascara una ferocidad sin freno. Su triunfo mayor ha sido transformar a su hija en lazarillo: la muchacha es quien la coloca delante del agonizante y guía su pulso. En esta historia, la ciega (que interpreta Cristina Dramisino) llega al pueblo del cual partió siendo muy joven, porque allí “no había qué hacer”. Pero en este presente algo ha cambiado, y la favorece: reinan el despotismo, el hambre y el asesinato. “La guerra convirtió a este pueblo en un sitio interesante. Vamos a hacer unas fotos magníficas con el horror de esta gente”, confiesa la mujer a su hija Anna Harper (Julieta Fernández) y Rodrigo Jiménez, el muchacho a cargo de un bar despoblado de gente, alimentos y bebidas, que compone Miguel Angel Villar. El texto de Dimeco atrapa, como sedujo antes a Fernández, cuando la directora decidió incluir esta obra en la programación del espacio de Tacuarí 215, que codirige con Nathan Cusnir.
Dispuesta a obtener lo que desea dentro del ámbito teatral independiente, Fernández –también actriz y docente– no titubea cuando se trata de participar en convocatorias al diálogo. Asistió últimamente al debate abierto sobre “la construcción de una Ley Nacional de Cultura” que presidió el diputado socialista Roy Cortina. Circunstancia en la que se refirió, entre otros temas, “a la necesidad de lograr apoyo oficial a la difusión del trabajo de los independientes entre universitarios y obreros de todo el país”.
–¿Cómo se captan esos sectores?
–Con ganas y organización. Trabajé durante años en el Interior, y sufría cada vez que llevaba a un artista con nombre y trayectoria. Me veía obligada a regatear, incluso cuando presentaba a Alfredo Alcón, que hacía su trabajo sin pedir nada. Eso no me parecía justo. El ha sido siempre una persona generosa, pero estaba mal que no se lo reconociera. Ahora sucede lo mismo con otros artistas. Pasaron los años y todo sigue igual. Parece que alguna gente vive clonándose.
–¿Conocía esta obra de Dimeco?
–Todos los años, desde la apertura de El Búho, realizamos un concurso de obras de autores argentinos o extranjeros residentes en el país. Soy parte del jurado, junto a las autoras Beatriz Mosquera y Alicia Muñoz. El primer premio es la puesta en escena, y para las menciones (dos) se hace el semimontado. Mirando... fue primer premio en 2009. Dimeco se fue del país a los 20 años. Desde 2002 vive en España. Es licenciado en Ciencias Políticas (UBA) y obtuvo un master en Gestión Cultural, en el Instituto Universitario de Investigaciones Ortega y Gasset, de Madrid. Trabajó en las embajadas de Argentina en la Unesco, en Copenhague, Madrid y otras ciudades europeas. Esta obra quedó finalista en un concurso internacional realizado en Barcelona, y para nosotras fue un descubrimiento.
–La ceguera de Ofelia Takeda provoca. ¿Qué quiso destacar en su puesta?
–Esta es una metáfora sobre aspectos propios del humano: ver lo que se quiere ver y ser ciego para el resto. El autor ironiza sobre la ceguera de Ofelia. Podemos pensar incluso que no es real cuando coloca esta situación en el campo del absurdo. Ella retrata a un pájaro o a un hombre que agoniza y pregunta a la hija si está enfocando bien. Sabe que esas imágenes son codiciadas, y mucho más si provienen de alguien que se encuentra o vive en un país en guerra. Por eso regresa a su pueblo.
–¿La afirmación “veo lo que quiero” es una impostura socialmente aceptada?
–Lo es cuando da dinero y prestigio, como a Ofelia, que mantiene esa actitud hasta que su hija descubre el engaño y la enfrenta. Mi intención es mostrarla como un personaje trágico. Por eso, en algún momento, se desespera y no soporta el amor de su hija porque ella es incapaz de transmitir amor. La imaginaba semejante a las malvadas que componía María Rosa Gallo.
–¿Trabajó con María Rosa?
–Cuando salí del Conservatorio, debuté con ella y con Alfredo Alcón en Orfeo desciende, de Tenne-ssee Williams. Dirigía Osvaldo Bonet. Después integré el elenco de Rashomon, que dirigió Carlos Gorostiza, en el Teatro San Telmo (Chacabuco y Estados Unidos). Era un elenco importante, con Jorge Rivera López, Pepe Soriano... Organicé espectáculos, también al aire libre, en el Parque Rivadavia, con escenografía de Saulo Benavente. Actué en Amoretta, de Osvaldo Dragún, protagonizada por María Rosa y dirigida por Ernesto Bianco. Tengo muchos recuerdos de Norman Briski, Susana Rinaldi, Bonet y su padre, Carmelo, y de la española María Casares, que actuó en el país. Recuerdos muy lindos.
–¿Pensó escribir sobre esa época?
–No, pero estoy agradecida por haber conocido a gente como Casares, Margarita Xirgu –que realizó una hermosa puesta de Yerma, de Federico García Lorca, donde actué–; a Milagros de la Vega y Alejandra Boero, con quien conversábamos mucho. Conocí a Antonio Cunill Cabanellas (actor, maestro y director catalán), aunque no fui su alumna, porque cuando llegué a cuarto año del Conservatorio, él se retiró. Fui una especie de “alumna de conversaciones”. Otra persona querida es Dora Corti, profesora de psicología. Cuando ella entró al Conservatorio ya se había recibido en la UBA con medalla de oro. En aquellos años se estudiaba caracterología y psicología aplicada al teatro. Dora había estudiado cuatro años con Cunill para poder dar clases en el Conservatorio.
–¿Cuál fue su experiencia como docente?
–Me fui tres veces del Conservatorio, porque los estudios no eran ni la sombra de lo que yo pensaba que debían ser. Cuando señalé qué cosas debían cambiarse, me contestaron que no se podía. No es bueno que haya profesores eternizados y no exista un programa pensado para la realidad del país. Sin posibilidad de contratar nuevos profesores y acercar nuevas ideas, los estudios son letra muerta. Tuve la suerte de viajar y visitar escuelas de Londres. Los estudios eran rigurosos y muy completos. Aquí se ha juntado todo y mal, ni el edificio del IUNA (Instituto Universitario Nacional de las Artes) está en condiciones.
–¿Continúa con los talleres en El Búho?
–Los alumnos me han dado mucha felicidad: damos clases a gente joven y adultos que en algún momento dejaron la actuación o quieren respirar otro aire. En el teatro también da clases la actriz y cantante Miriam Martino, con quien presentamos varios espectáculos: Mujeres del Bicentenario, y Chabuca, Eladia y Violeta (las últimas funciones serán el sábado 9 y 16, a las 19); El mundo de María Elena, que se presentó en el Teatro La Comedia; Pasión y Coraje, Ciudad y Tango, y El Tango y su gente.
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