TEATRO › DECIMO FESTIVAL IBEROAMERICANO DE BOGOTA
Comparsas y desfiles le dieron brillo a la inauguración de uno de los festivales más importantes de Latinoamérica.
Desde Bogota
Las comparsas se preparaban para la gran fiesta, a pesar de la amenaza de lluvia. La X edición del Festival Iberoamericano de Teatro de Bogotá daba comienzo con la ciudad entera lanzada a las calles. Una marea humana amontonada para ver el desfile: los cánticos regionales, los colores de la zona caribeña colombiana, los muñecos gigantes de Barranquilla, el baile de los cuchillos y los trajes folklóricos del Viejo Caldas –región a la que pertenece Medellín–, las plumas, los trajes multicolores y la danza de negros y mulatos. “¿Y quiénes son esos carapintadas, vestidos de militares?”, preguntaba una turista inexperta. “Es la policía, que este año ha pedido disfrazarse y se ha pintado el rostro de blanco y negro”, contestaba una colombiana.
Si la inauguración combinaba melodías y leyendas populares en un espectáculo callejero lleno de color –una fiesta colectiva que reafirma la cultura y la memoria social–, no muy lejos de allí los grupos teatrales locales hacían lo propio en salas cerradas, con el fin de mostrarle al mundo que el teatro en Colombia es más que un mero entretenimiento, cruza sus fronteras específicas y se mezcla con la vida, tocando sus temas, problemáticas y conflictos. “Tenemos la necesidad de darle una respuesta a nivel poético a una realidad agobiante”, explica Fernando Montes, director del grupo Varasanta, que presenta Kilele en el marco del festival. Entre velas, santuarios y cánticos, en un intento por recuperar el carácter sagrado del teatro, Kilele les da la palabra a los muertos, recupera sus cuerpos y pone en cuestión su destino trágico. “El hecho fundante de la obra –explica el director– es una masacre que sucedió en el pueblo de Bella Vista, sobre el río Atrato. Empezó un combate entre la guerrilla y los paramilitares. La única construcción de cemento era la iglesia y la mayoría del pueblo se refugió allí. Los paramilitares también se ubicaron junto a ésta para protegerse. La guerrilla disparó unas pipetas de gas –una bomba casera de gas propano inventada acá– y éstas cayeron en la iglesia donde estaban refugiadas unas 200 personas; 129 de ellas murieron. Tanto guerrilla como paramilitares han usado siempre a la población civil como escudo. Pero este hecho en particular fue muy impresionante; en un país tan católico como el nuestro, atacar una iglesia es un símbolo muy fuerte del alcance del horror.”
Kilele recupera no sólo la anécdota trágica de Bella Vista sucedida en 2002, sino también toda una cultura, la de una región “hecha a un lado por el Estado”: la zona de la costa pacífica del país conocida como El Chocón, muy pobre, con población mayoritariamente negra, azotada por la fiebre amarilla y la malaria en medio de un paraíso tropical. “Desde hace veinte años se ha vuelto una zona estratégica –sigue Montes–; la guerrilla la ha tomado como lugar de descanso, luego los paramilitares comenzaron a combatir la guerrilla y por intereses económicos y políticos comenzó una guerra que intenta desplazar a la población civil. Intereses de la tierra, de la cual se extrae aceite de palmas para hacer combustible. U otro tipo de intereses, porque esta zona se ha vuelto un lugar de paso por donde se saca la cocaína.”
Preocupado por estos temas, aunque principalmente consternado por la situación de la sociedad civil en estas regiones colombianas, el grupo Varasanta no es el único ni el primer colectivo teatral que cruza la ficción con la realidad. Colombia tiene una tradición teatral que desde la década del ’70 busca generar hechos poéticos que propicien la reflexión, la opinión o la catarsis de la sociedad con respecto a determinados asuntos comunitarios y políticos. La Candelaria y El Teatro Experimental de Cali –que presentó tres funciones de La huella en el comienzo del festival– son dos de los principales exponentes del teatro colombiano, volcados hacia la producción artística con fuerte contenido social y político. “Una clase necesita una historia y eso es lo que nosotros podemos darle al pueblo: un sentido de su historia”, decía Enrique Buenaventura, fundador del TEC fallecido en 2003. También el Mapa Teatro –que podrá verse durante la segunda mitad del FITB– busca reconstruir la memoria colectiva y va un paso más allá: mediante instalaciones performáticas llevadas a cabo en lugares reales (no en salas o construcciones escénicas), el grupo genera acciones en tiempo real con protagonistas reales, suplantando la representación por la cruda presentación. Así, el Mapa Teatro ha desarrollado experiencias junto a los presidiarios de la Penitenciaría Central de Colombia La Picota, los habitantes del barrio carenciado de Santa Inés y todo tipo de grupos marginales, indigentes, reclusos y excluidos sociales.
“Casi todos los grupos de teatro que han trascendido en Latinoamérica han estado ligados a lo político, como el Galpón, Cuatro Tablas, el Matacandelas; todos han sido importantes porque han abordado la situación de conflicto social”, dice Felipe Vergara. “Nosotros hicimos una función dentro de la iglesia en que sucedió la masacre. Había algunos sobrevivientes, fue algo muy fuerte y muy bonito. Como sucede en todos los casos en que hay desaparecidos, en que se entierra a los muertos en fosas comunes, la familia no puede pasar por el proceso de duelo porque no hay un cuerpo sobre el cual llorar. Nosotros, como dice nuestro canto, intentamos brindar un espacio para llorar a nuestros muertos. Si uno hace algo positivo con el dolor, se genera algo, una vibración, que de alguna manera ayuda”. Y Fernando Montes concluye: “Mientras esta realidad siga siendo así de fuerte y violenta, y los medios sigan siendo tan brutos y tan obtusos, le queda al arte este campo tan importante de resguardar”. Y así se va la comparsa. Y así termina la función. Y así queda el público, igual pero diferente, con la certeza de que, no importa cuánto el cielo amenace, siempre habrá un lugar en donde purgar las penas y empezar a ser optimistas, un lugar al que la lluvia nunca alcanza.
Informe: Alina Mazzaferro.
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