TEATRO › MALENA MARECHAL Y RUEDA ADáN EN BUENOSAYRES CON SUS AZULES TAPAS
La directora y dramaturga, hija de Leopoldo, montó una versión teatral del clásico Adán Buenosayres. Hasta se animó a agregarle un personaje, Tyché, mujer inventada por la autora para crearle un alter ego femenino al héroe de la epopeya.
› Por Cristian Vitale
“Mediocre... jamás.” Malena Marechal alza la mirada y sus ojos claros, algo grandes, se clavan en el techo. Por el ventanal del departamento de Congreso entra un solazo, de esos que calman la angustia, y quiebra sus rayos dorados en libros de Esopo, Platón y Saramago. Ella hace silencio, toma un mate, prende un cigarro, vuelve los ojos y sentencia: “Yo crecí con ese mandato”. Tenía casi 20 años cuando le dijo a su padre, el imprescindible Leopoldo, que iba a ingresar en la Escuela Nacional de Arte Dramático y esa fue la devolución paterna: “Mediocre... jamás”. “También me regaló un libro con las obras de Chéjov, impreso en Moscú pero escrito en castellano. Por un lado apoyó y por otro me puso un límite férreo”, evoca.
–Mensaje contradictorio, como para empezar...
–Totalmente. Cuando me recibí, en 1971, mi idea fue dirigir y no trabajar solo como actriz. Digamos que empecé una batalla que perdí.
La batalla que perdió Malena (abreviación de María Magdalena) fue la de querer ser ella y no su padre con polleras, o algo así. Pareció ganarla cuando en ese agitado 1971 montó Blanco-espacio-humano, una versión libre de El estado de sitio, de Albert Camus. También cuando, siete años después, ideó y expuso Principio de incertidumbre, obra propia que Wladslawa Jaworska comparó con las experiencias de Tadeusz Kantor. Pero el triunfo fue parcial. “Cuando empecé como dramaturga, ni se me ocurría tomar una obra de mi padre, jamás. Me ponía muy mal cuando inevitablemente me comparaban con él, pero a 14 años de dirigir me di cuenta de que, en principio, era la hija y que jamás iba a lograr aquello que yo quería”, reflexiona. Y entonces tomó el sainete La batalla de José Luna y lo adaptó. Lo mismo hizo con la maravillosamente criolla Antígona Vélez y, más acá en el tiempo, con Autobiografía de un sátiro, el cuento marechaliano, cuyo título Malena resumió como Sátiro y estrenó en 1995 en el Centro Cultural San Martín. “No me preocupé más. Si me mencionan como lo que soy yo o como ‘hija de’ será toda la vida así”, despeja. Y se relaja.
En ese marco de identidad personal histórica hay que inscribir la nueva idea de Malena Marechal, despojada ya del peso de ser hija de un grande: tomar nada menos que el Adán Buenosayres, primera y seminal novela del “poeta depuesto”, y versionarla libremente. “De las novelas de mi padre es la que más me gusta”, se posiciona ella. Rueda Adán en Buenosayres con sus azules tapas –así se llama la obra– dura 70 minutos y ocurre cada domingo a las 20 en el teatro Corrientes Azul (Corrientes 5965). Con Miguel Paludi, encarnando a Adán, y Marisa Wiedmer, a Tyché, mujer “inventada” por Malena para crearle un alter ego femenino al héroe de la epopeya. Empieza por la muerte de Adán, contemplando su propio entierro, y prosigue con pasajes reconocibles para quien se haya sumergido en los misterios del libro: el desengaño amoroso con una de las hermanas Amundsen, el mágico encuentro con Rosas, la historia del niño Walter y su caballo Hipogrifo, que pica en la punta del Obelisco, y el mismo Adán profetizando sobre esta ciudad de hermanos y de hombres inicuos, luminosa y oscura. Realismo mágico + teatro físico, en suma. “Tomé esta obra porque la adoro, pero en realidad es mucho más teatral El banquete de Severo Arcángelo. Sería interesante hacerla alguna vez, porque la sola idea de armar un gran banquete e ir metiendo los personajes es un hermoso desafío. Esa grandilocuencia grotesca, esa diversión...”, se entusiasma.
–Pero tomó Adán... porque la adora. ¿Cuál es el nudo? ¿Qué es lo que quiere contar, centralmente?
–Quiero contar la historia de una duda remitida a cierto anecdotario con el cual Marechal expone la inquietud del poeta, la del ser como existencia perdurable, metafísica y política, porque Adán no deja nunca de manifestar sus ideas sobre nuestra identidad. Marechal tiene algo interesantísimo: proyecta las ideas sobre nuestra identidad al ámbito universal, y es ahí donde deja de ser prosaico y cobra una dimensión más grande, más amplia. A mí me interesó contar eso, el conflicto interno que tiene ese Adán que contempla el mundo con ojos que no tienen memoria, con mirada de pájaro, ‘gorrionesca’ como decía mi padre, que nos involucra en su viaje externo y en su viaje espiritual. Entiendo que fue muy difícil poner en escena su presente, su pasado y su futuro hipotético, porque hay un ensamble de tiempos, pero fui en esa dirección.
–Su física y su metafísica...
–Tal cual, o sea que fue un riesgo poner en escena una obra en la que los tránsitos son innumerables, por lo tanto los espacios tienen que ser mutables y es aquí donde, según lo que a mí me interesa del teatro –el realismo y hasta el híper realismo, pero no el naturalismo–, me pregunté: ¿cómo se hace? Me interesó como desafío y fue un interrogante grande. La pregunta estuvo en mí durante mucho tiempo, hasta que empezaron a aparecer elementos que no eran descriptivos, sino significantes. Una luz que circunscriba y vaya trasmitiendo los momentos internos de Adán como paisaje, sumados a una proyección que también sugiera los estados externos e internos del personaje, mucho más allá de lo anecdótico.
–Hubiese sido menos complejo abordar esa cosa tan popular y cotidiana que también tiene el Adán, ese personaje entrañable que recorre los barrios porteños buscando su ser, con su barra de amigos. En la cosa metafísica que le aporta Marechal está precisamente su complejidad...
–La barra, sí, esa pandilla ruidosa, muy contestaria, muy precedente en la ciudad, pero bueno, al ser otro el aspecto tomado, hubo que resolverlo muy de a poco con el equipo maravilloso que me ayudó: la escenografía y la música, que para mí es tan importante en el teatro como en la vida. Es tan sugeridora de lo que uno quiere transmitir, que siempre pensé que este Adán Buenosayres debía sonar musicalmente en varias partes de su transcurrir.
–El aporte, la licencia que usted se tomó, fue crearle al héroe un personaje femenino, que no está en la novela de su padre. ¿Cuál es su funcionalidad?
–Es un personaje simbólico que encarna el destino de Adán que, como tal, se aproxima, se aleja, le pega, lo consuela. Es un personaje puesto para dar luz a la versión teatral, es el necesario contrapunto femenino que tuve en cuenta porque la mujer era símbolo nodal para Marechal.
Malena no se crió con su padre. Cuando murió su madre (María Zoraida Barreiro) ella y su hermana María de los Angeles fueron llevadas a una escuela como pupilas, donde permanecieron mientras el escritor conocía a Elbia, su segunda compañera. María de los Angeles (hoy al frente de la Fundación Marechal) quedó allí, hasta que se recibió de maestra, y Malena se fue a vivir con su abuela materna cuando tenía 12 años. “Después, cuando cumplí 18, le golpeé la puerta a mi padre y le dije ‘soy yo, vengo a vivir con vos’ y me instalé”, recuerda. La convivencia no duró más de tres meses. “Viví un tiempo con Marechal y con Elbia, pero nunca pude tener un diálogo a solas con él, porque siempre estaba ella a su lado. A mi corta edad, y en ese momento de nuestra historia como sociedad, nunca se me ocurrió decirle ‘che, papá, por qué no vamos a tomar algo juntos’. Nunca tuve esa intimidad que tienen en general los hijos con los padres, ese diálogo profundo. Nunca lo pude tener, pero tuve una suerte a cambio: puedo leer su obra desvinculándome del hecho de que fue mi padre. Sería terrible estar leyendo y pensando ‘esto lo escribió mi papá’. Digamos que lo he conocido más leyendo su obra que personalmente.”
–¿Cómo era él?
–Era un personaje, caramba... andaba con la cabeza siempre en otro lado. Trabajaba mucho. Se levantaba tarde, tipo dos, y se encerraba en el estudio, que era sagrado. Estaba ahí escribiendo y escuchando música hasta las nueve de la noche. Tenía un misal muy grande que no sé en qué lengua estaba escrito y, según el pensamiento que lo ocupara en ese momento, ponía ciertas partes de la Biblia, del Nuevo o del Antiguo Testamento. A la noche se reintegraba, cenaba y se enchufaba con la televisión, que se había comprado de grande. La miraba hasta la madrugada.
–Un hombre casero.
–Absolutamente. Sobre todo cuando yo viví con él, estaba jubilado y su filiación política lo había recluido, o hizo que él se recluyera en su departamento de la calle Rivadavia. Lo visitaba poca gente, pocos amigos. No se hablaba mucho de él hasta que se editó El Banquete de Severo Arcángelo, en 1968. Solo Dios sabe por qué fue best seller.
–El redescubrimiento del “poeta depuesto”.
–Claro. Gente que decía “vaya, ¿vive todavía?”. Es algo que él contó cuando fue jurado en la Casa de las Américas, en Cuba. Aterrizó en el Hotel Nacional con otros colegas y muchos lo miraban como diciendo “caramba, yo pensaba que no vivía más...” Eso por el silencio que se generó a su alrededor.
–De ese viaje a Cuba él sacó un artículo muy interesante, La isla de Fidel, cuyo alegato sobre la tolerancia religiosa que se vivía en Cuba, y que era negada por muchos, coincide con parte del ideario del cristianismo revolucionario de la época.
–Sí, lo tengo entre mis escritos más queridos.
–Cuando usted se va a vivir con él, seguramente estaba escribiendo Megafón o la guerra, su tercera novela, en la que muestra un gran acercamiento con los jóvenes. Pese a sus casi 70 años toma referencias de Los Beatles, los hippies, los happenings. ¿Cómo le tocaba a usted esta situación, siendo una joven de 20 años?
–Pasa que, como todo artista en el verdadero sentido de la palabra, Marechal tenía algo de visionario. Interpretaba la realidad desde un universo muy amplio y creo que esa amplitud le permitía no sólo comprender sino a la vez nutrirse de lo que estaba ocurriendo. Como dije, yo viví un tiempo con él y no pude tener un diálogo a solas, pero era muy visitado por los jóvenes, e incluso más por ellos que por gente contemporánea a él. Esa proximidad le dio un entendimiento muy grande de lo que estaba pasando con los pibes, sumado a sus propias características individuales, claro. Era un hombre con una gran curiosidad.
–Y un tacto inclusivo, que ya mostraba en el Adán, donde, siendo él un cristiano confeso, trata con mucha ternura al sociólogo ateo, al astrólogo, al criollista o al que no cree en la existencia del alma. Es una clave para entenderlo...
–Sus ironías tiernas, sí. Es extraordinario cuando dice “yo puedo encontrar a Dios delante de un tótem o debajo de un árbol”. Lo que pasa es que él era cristiano, no católico, y fue un gran lector de los clásicos, de los místicos. El mismo Cristo está en cada uno, no era necesario construir iglesias...
–Su padre fue casi el único intelectual de primera línea que adhirió al movimiento peronista en su origen. Es una marca, un icono muy fuerte que, se intuye, usted debe llevar en su mochila espiritual e ideológica.
–Es muy fuerte que haya tenido el carnet número 46 de afiliado al peronismo. Siempre cuenta que el 17 de octubre de 1945 salió a la calle y, cuando vio a la gente, adhirió totalmente. El siempre hablaba del caso de su abuelo paterno, que había muerto muy joven por la falta de leyes sociales. Era obrero de una fábrica, tuvo una gripe, lo obligaron a integrarse al trabajo antes de estar curado y murió de una neumonía. Siempre hablaba de esas cosas que fueron forjando su filiación política.
–¿Y usted?
–Fui peronista durante mucho tiempo, hasta Menem, pero no puedo, hasta el día de hoy, dejar de conmoverme cuando aparece Evita en algún lugar. Es un ser que me mueve y conmueve profundamente. Y volví a adherir ahora. Hay una resignificación. A veces me pregunto qué hubiese pasado si mi padre hubiese estado vivo. Creo que hubiese estado firme, como siempre, pero con una postura fuertemente crítica hacia expresiones que desnaturalizaron al movimiento. Ahora, ¿quién se puede negar a la justicia social y a la soberanía nacional? Yo no puedo.
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