TEATRO › CUATRO CLASICOS DEL TEATRO GRIEGO EN LA CARTELERA PORTEÑA
Tan universales como actuales, hoy son objeto, no obstante, de reescrituras que se alejan de los textos originales. Nuevos personajes, estéticas contemporáneas, abandono del coro y diálogos más compatibles con el mundo moderno forman parte del combo clásico.
› Por Paula Sabatés
Nunca falta en los circuitos teatrales una puesta que retome una obra clásica. Es que son universales y actuales, dicen los directores que las eligen para poner en escena. Como prueba de eso, la cartelera porteña ofrece cuatro de las más emblemáticas historias de la tragedia griega (la antigua, no la actual). Sin embargo, pese a su supuesta universalidad, cada vez son más comunes las reescrituras de esas obras, en desmedro del respeto fiel por los textos originales. Nuevos ejes y personajes, incluso nuevos temas, estéticas actualizadas, abandono del coro y diálogos “más acordes” al mundo moderno (occidental). Todo eso confluye en Ropa Sucia, Yocasta, Hécuba o el gineceo canino y Antígona Furiosa, versiones libres, muy libres, de Electra, Edipo Rey, Hécuba y Antígona. Aquí, sus autores y directores explican la ¿contradicción? de elegir una obra por sus valores y luego cambiarlos para hacerla más legible a su época.
La Antígona que retoma la dupla de directoras Sandra Torlucci y Teresa Sarrail en Antígona Furiosa (de Griselda Gambaro) no es una heroína como la de Sófocles, sino una mujer normal –mejor dicho, tres mujeres normales, porque en la puesta el personaje está triplicado–, aunque con protagonismo y participación política. “Una Antígona que te podés encontrar hoy”, dicen las directoras. “Una nueva Antígona fuera del tiempo pero desde la experiencia actual”. Así, en la puesta hay voces en off de Estela de Carlotto, Andrea Romero Rendón (Fundación María de los Angeles por la lucha contra la trata de personas) e Isabel Vázquez (Asociación Madres contra el paco y por la vida). Mujeres que, según las directoras, se parecen más a su(s) protagonista(s) que la mismísima Antígona original.
El texto introduce nuevos personajes y parlamentos, y traza un paralelismo entre la Grecia antigua y la Buenos Aires actual. También le agrega humor a tanta desgracia. La puesta es definidamente postmoderna (predomina el uso poético de videos y proyecciones), muy distante de los rituales religiosos que recién se empezaban a considerar como la primerísima manifestación de todo teatro en Occidente.
Ropa Sucia, de la compañía Las palabras por las que vivo, es una versión libre de Electra que sólo toma de ella literalmente los personajes, sus nombres y sus vínculos, “porque no quería que el espectador perdiera de vista por completo su filiación con los textos clásicos, ya que mantener este lazo enriquece la obra y es altamente estimulante para el espectador que conoce la historia”, según cuenta su autora, Silvia De Alejandro. Con dirección de María Seghini, la pieza invierte algunos conflictos de la obra original e introduce otros totalmente nuevos: Electra denuncia en los medios que su padre no se suicidó como todos dicen, sino que fue asesinado, dejando entrever que los culpables son su madre y su amante. Pero, al revés de la pieza original, es ella quien busca en su hermano Orestes un aliado para vengar a su padre. Además, en Ropa Sucia no hay alusión a lo divino, como en la Electra de Esquilo. En esta versión las pasiones y motivaciones de los personajes son exclusivamente humanas, cosa que no podía darse en la antigua Grecia, dado que el teatro se origina en el culto religioso, en el rito, en lo sagrado.
Yocasta, con libreto y dirección de Héctor Levy-Daniel, retoma el mito de Edipo Rey, de Sófocles, pero desde la óptica femenina de su esposa/madre que, según el director, “tenía mucho que decir y solamente había que dejarla hablar porque después de todo es la principal damnificada de toda esta tragedia”. Pero, aunque su nombre indique lo contrario, la inversión en el sexo del narrador no es la principal transgresión que hace Yocasta sobre el texto original. Lo fundamental es que hay un traspaso del eje psicoanalítico-freudiano a uno que tiene más que ver con aquellas redes de poder sobre las que teorizaba Michel Foucault: el Edipo de Levy-Daniel está más preocupado por perder el reinado de Tebas que por haber cometido la calumnia más indeseada de todo hombre. La pieza también propone una nueva concepción del mundo: al darle la palabra a Yocasta, el determinismo que alza Edipo como bandera –especialmente visible en su profundo respeto por los vaticinios– queda desplazado por la concepción del cosmos gobernada por el azar que tiene su esposa, quien cree que los oráculos no son más que una forma inconsciente de justificar las creencias personales.
Por último, basada en Hécuba, de Eurípides, Hécuba o el gineceo canino, versión de Emilio García Wehbi, también introduce cambios importantísimos a la obra original. En primer lugar, en el texto clásico Hécuba es convertida en perra por los dioses, castigada por vengarse de Polimestor, rey de Tracia, que había matado a su hijo. En esta reescritura, sabiendo que el futuro es atroz, la heroína prefiere asesinar ella misma a su hijo y dar muerte a los que hubiesen sido sus asesinos. Además, como matando a su descendencia rompe como sujeto social con el precepto moral de preservar la especie (“acabando con muchos milenios de dominación masculina”, dirá el autor), decide transformarse en perra y asumir el mismo status amoral de un animal. También, Hécuba o el gineceo canino –cuya impronta visual y sonora tiene una importancia fundamental en el montaje– rompe con los aspectos puramente formales de la tragedia griega: elimina todos los personajes y deja únicamente en escena a Hécuba y al coro, quien se encarga, a modo de vocero del destino, de hacer la introducción que dará pie a los cuatro grandes monólogos de la protagonista que estructuran la pieza.
En El nacimiento de la tragedia, Friedrich Nietzsche explica la importancia de la Grecia arcaica. Para él, los griegos del siglo V a.C. representan el verdadero esplendor del pensamiento occidental, puesto que supieron captar las dos dimensiones fundamentales de la realidad, que él expresó de forma mítica con el culto a los dioses Apolo y Dionisos. El primero, el dios de la armonía y el equilibrio. En teatro, de la inquebrantable estructura narrativa, el coro sagrado, el respeto por lo divino. El segundo, el dios del vino y de la música, y también del caos. El espíritu de la tierra. En teatro, las máscaras, los bailes, los ditirambos. Según Nietzsche, el acierto de la civilización antigua está en no ocultar ninguna de estas dimensiones e incluso resaltar lo dionisíaco como lo más puro, mientras que el pensamiento posterior se encargó de destruir esa plenitud dando comienzo a la era de la racionalidad, que el alemán considera como el principio de la decadencia de la historia de Occidente. Así, de acuerdo con Nietzsche, los textos griegos conservan parte del orden del mundo que se perdió con el dogmatismo ilustrado de Sócrates y Platón. De todos modos, los directores y dramaturgos aún los ven actuales (tienen la ventaja, sobre el filósofo, de ser contemporáneos en esta época), por lo menos lo suficiente como para ponerlos en escena frente a públicos modernos y plurales.
“Los clásicos griegos son grandes relatos que plantean problemáticas inherentes a la vida del hombre que superan los tiempos y las distintas eras”, contesta García Wehbi a la consulta de Página/12. “Siempre esconden algo más y siempre hay algo de ellos que se descubre en cada relectura. Porque la tragedia griega es eso, una usina inagotable de sentidos, un potencial dramático que nunca pierde vigencia”, completa De Alejandro.
¿Por qué acudir entonces a la reescritura? ¿Por qué no limitarse a los originales si son tan mágicamente universales? Los teatristas coinciden en que, por más vigencia que tenga, a un clásico siempre le hace falta una “actualización” para poder hacerla más fácilmente legible en un época donde ha cambiado tanto el sistema de valores (y por lo tanto, dirá De Alejandro, también las creencias, filosofías y temperamentos de los autores). “Los clásicos te obligan a revisar el texto, a estar atento a la textualidad y la forma en que repensás el personaje y a hacerte cargo de eso”, dice Torlucci, que agrega: “En la reversión, lo que cambia no es el mito, sino la manera de escribirlo”. Pero sobre este último punto parece no haber tanta comunión: Levy-Daniel, en cambio, sostiene que para revisar un texto hay que ir mucho más allá, romperlo por completo: “Se necesita una noción de estructura muy fuerte. Hay que tener una hipótesis de trabajo, saber por qué vas a hacer una versión y qué querés decir. Si no se trabaja con una línea muy definida, no tiene sentido”.
Por su parte, De Alejandro, que además es la Electra de su pieza, considera que “la renovación radica en el desarrollo de aspectos de la situación trágica que los griegos no han podido o no han querido llevar a cabo”. García Wehbi, que se acerca más a lo dicho por la directora de Antígona Furiosa, considera en cambio que “los temas ya están agotados porque la tragedia del hombre es finita” y que lo que hace un autor, a partir de procedimientos más contemporáneos, es revisar esos temas “traicionando, en el mejor sentido, a la obra original”.
Sea cual fuere el motivo por el cual se reescribe un clásico, esta tendencia está en su máximo esplendor. La “versión libre de...” parece haberle usurpado el trono a los (ya no tan indiscutidos) clásicos “puros”, y no solamente del teatro griego (basta con echar un vistazo a las estéticas con las que Hamlet se subió al escenario en el último año para entender que la adaptación también llegó al teatro isabelino, y a Molière y a Beckett, y a tantos...). ¿Autores insolentes? No. Simplemente evolución de épocas y públicos, modificaciones en la idea de arte y, muy fundamentalmente, cambios en la idea de la relación entre el arte y el mundo.
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