Sáb 28.01.2012
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TEATRO › JORGE SUAREZ, LUIS MACHIN Y LA ULTIMA SESION DE FREUD

“Esta obra pone en el tapete distintas visiones del mundo”

Los actores señalan que, aunque transcurra el 3 de septiembre de 1939, la pieza de Mark St. Germain resuena en la actualidad. “El espectador va a ser trasladado a esa época y a comparar estos discursos, que no son antiguos, con los de hoy”.

› Por Hilda Cabrera

“Aquí hay dos personas obsesionadas por sostener una posición, pero pueden dialogar y, en algún punto, juntarse.”
Imagen: Bernardino Avila.

Situada en un momento dramático y de gran incertidumbre, La última sesión de Freud transcurre en Londres, donde este investigador y psicoanalista halló refugio al abandonar Viena después de la anexión de Austria al proyecto pangermanista de Alemania. El autor ideó un hipotético diálogo entre el exiliado Sigmund Freud, de 82 años, que padece las consecuencias de un cáncer de mandíbula –diagnosticado en 1923 y causa de periódicas operaciones– y el escritor y profesor irlandés Clive Staples Lewis, figura central de la literatura británica, autor de Crónicas de Narnia y Trilogía Cósmica, que pasó por una etapa de ateo y se reconvirtió al cristianismo. Este diálogo entre un Lewis de 40 años y el médico neurólogo austríaco que derribó tabúes sirve al autor para tratar temas universales, como el de la existencia –o inexistencia– de Dios. La decisión de ubicar ese encuentro el 3 de septiembre de 1939 no es ociosa. En esa fecha, Francia y Gran Bretaña declararon la guerra a la Alemania nazi, cuyas tropas habían invadido Polonia dos días antes. 1939 es el año de la muerte de Freud y aquél en que el dramaturgo alemán Bertolt Brecht escribió en su exilio de Dinamarca Mal tiempo para la poesía (Schlechte Zeit für Lyrik). En ese Londres, también exilio de Anna, hija de Freud, el autor estadounidense Mark St. Germain instaló la discusión entre dos personajes, ateo uno y otro converso al cristianismo, sin desestimar acciones y dichos donde el humor reina como elemento liberador. Así lo entienden también Jorge Suárez y Luis Machín, intérpretes de esta obra que se estrena hoy en Multiteatro, en versión y dirección de Daniel Veronese.

–¿Qué opinan de ese rescate del humor, estando tan cerca de la muerte?

Jorge Suárez: –Mi personaje, Freud, dice que el humor nos salva, porque si nos detenemos en el horror no hallamos escapatoria. El horror inmoviliza. El humor hace posible que podamos llorar y reír en una misma situación. Lo vemos en un chico. Llora con ganas, y cuando uno le dice ‘te estás mojando todo’, interrumpe el llanto y hasta ríe.

Luis Machín: –¿Acaso el humor no es frecuente en los velorios? Recuerdo claramente situaciones en las que alguien irrumpía en risas y los que estaban cerca intentaban disimular, porque lo veían como algo prohibido.

J. S.: –Risas provocadas, a veces, por el relato de anécdotas del muerto.

–Se esperaba un bombardeo, y Freud y Lewis seguían discutiendo. ¿Cómo se explica esa obsesión?

L. M.: –No pueden dejar de hacerlo. La obra plantea algo que puede suceder en cualquier época, como es dar lugar al desarrollo de visiones opuestas que a pesar de todo confluyen en algún punto sobre temas universales: los referidos a Dios, la sexualidad y la muerte. Pensemos que Lewis era un converso al cristianismo...

–Según se ha escrito, influido por el escritor John Ronald Tolkien (autor de El Señor de los anillos)...

L. M.: –Eran grandes amigos, y se reunían para debatir. Pienso que no importa demasiado que este encuentro no haya existido, porque de lo que se trata es de poner sobre el tapete distintas visiones del mundo, religiosas, científicas...

J. S.: – Por supuesto que Lewis se encuentra con un Freud convencido de que no hay que confundir fantasía con realidad. Y que la realidad es esa que los dos están atravesando. Sin duda, para el personaje que hace Luis es difícil enfrentarse a un hombre que marcó un antes y un después en la psicología. Esta no es una discusión de igual a igual. Sin embargo, mi personaje demuestra ser un hombre de mente abierta. Por algo lo invita a su casa de Londres, en medio de la amenaza de un bombardeo. No lo llama para convencerlo, sino para que le explique por qué un hombre tan inteligente (así lo conceptuaba Freud a Lewis) había caído en semejante trampa.

–¿Consideran que este diálogo sólo es posible en épocas en que se privilegia el debate? Lewis, como Tolkien, entre otros, estaba entre los que conformaban el grupo literario Ingling, en Oxford.

L. M.: –Esto me lleva a una digresión. Días atrás, antes de un ensayo, escuchaba la música que utilizamos para la obra, observaba la escenografía, ponía atención a la prueba de sonido, al ruido de los aviones y de las sirenas, y pensaba en otros momentos de la vida, de la mía, que quizás se parezca a la de otros. Pensaba en el valor que les dábamos a lo cotidiano, a la importancia de escuchar algo con mucha atención, desde el boletín que se transmitía por radio hasta lo que se hablaba en familia o con las visitas. Ese es el clima que creo va instalando la obra. Darse tiempo para pensar, porque hoy los discursos son inmediatos, pero no siempre informan, como si no hubiera interés en profundizar. Hasta los juguetes eran esperados de otra forma. Era “el juguete” y no uno más. No digo que aquello fuera mejor, pero sí que nos permitía dialogar, ubicarnos en un lugar de amigos. La obra me trae estas cosas, el patio de mi casa en Rosario, el recuerdo de las charlas de mi papá con sus amigos... En La última sesión... hay dos personas obsesionadas por sostener una posición, pero pueden dialogar y en algún punto, juntarse. Creo que el espectador va a ser trasladado a esa época, y a comparar esos discursos –que no son antiguos– con los de hoy.

J. S.: –Pienso, como Luis, que es así, más allá de las críticas que se han hecho a las teorías de Freud. Hoy, cientos de palabras utilizadas por Freud en sus libros se introdujeron en nuestra vida cotidiana. Freud encuadró síntomas, nos habló de un inconsciente que nos domina, y nosotros lo captamos rápido.

–¿Qué opinión les merece el debate sobre un Jesucristo considerado por unos una invención y por otros una realidad? Lewis rescata su historia y reconoce que la discusión radica en quién fue. Buda no pretendió ser Brahma ni Mahoma, Alá, pero Jesús se proclamó el Mesías.

L. M.: –Esa afirmación, más la que nos dice que vino a perdonar nuestros pecados, nos lleva a otros temas: los de la alucinación y la locura. También en este sentido la obra se abre a inquietudes que son las de siempre. Mi personaje, Lewis, hace un largo trayecto en la defensa de un sentimiento que lo coloca en un rango de discusión muy elevado.

–Pero no elitista. Lewis confiesa que su postura se afirmó mientras viajaba en el sidecar de la motocicleta de su hermano, lo que da lugar a un comentario irónico del personaje de Freud, siempre atento a los chistes.

L. M.: –Aclaremos que la obra no transita por un terreno psicoanalítico. No está hecha para el estudiante de psicoanálisis ni para el terapeuta y el psicoanalizado, sino que lleva la discusión a un plano donde todos pueden entender qué está pasando. No es para eruditos del psicoanálisis, la ciencia y la teología. Se ha traído todo a lo cotidiano. Por otra parte, así lo plantea Freud. Es en lo cotidiano donde nacen estas discusiones. Y es cierto eso del sidecar. Es una de las tantas fugas de la obra, por momentos hilarantes. En esas escenas Freud baja a Lewis de un gomerazo, que lo tira, pero Lewis aguanta. Su creencia se recicla y vuelve a elevarse.

J. S.: –Encuentro aquí algo de la docencia. Esto es inevitable, porque Freud induce a un pensamiento más realista. Ese juego es el que muchas veces utiliza el docente con el alumno: una pequeña crueldad que ejerce el docente llevando al otro por un camino en el que puede caer y lastimarse, y que a veces se transforma en entendimiento. Estas debilidades aparecen en escena y nos hacen sentir vulnerables. Freud está enfermo y veinte días después muere, asistido por su médico amigo (Max Schur). Decide partir y ese suicidio inducido genera otro conflicto en Lewis.

–¿Cómo fue, en su caso, cambiar de aspecto?

J. S.: –Ponerme barba o peluca me resultaba molesto. Prefiero aguantar dos horas de peluquería una vez por semana y no sufrir el maquillaje. Tenemos un equipo que ha comprendido perfectamente esta situación. El escenógrafo ha creado un espacio sencillo, de encuentro, un interior en medio de una declaración de guerra. La gente que se dedica a los efectos especiales hizo un aporte extraordinario. Daniel Veronese es un director que supo conducirnos de tal manera que las preguntas hoy son menos de las que yo me podría hacer en otra circunstancia. El tiene una visión particular de la obra y eso me da confianza, me infunde seguridad.

–¿Cómo es para Lewis ingresar a esa etapa final de la vida de Freud?

L. M.: –Lewis ingresa desde una posición que no es menor. Freud le rebate tanto sus creencias que le pregunta para qué lo invitó, y ahí sabe que éste no puede creer que una persona antes apasionada por el ateísmo se haya convertido al cristianismo. Esa es la sesión.

–Y acaso otro chiste de Freud...

J. S.: –Que ha escrito bastante sobre el chiste. Esta es una de esas obras que enamoran.

L. M.: –Parece un lugar común decir eso, pero está bien que los actores nos enamoremos de nuestro trabajo. La obra, como la novia, puede cambiar, pero durante el noviazgo vivimos el enamoramiento.

J. S.: –Los domingos pensábamos que lo íbamos a pasar genial, pero ni siquiera ese día franco dejábamos de pensar en la obra. Hasta el estreno estoy en capilla, concentrado.

L. M.: –Vale aclarar que no es una copia, aunque sea de un autor extranjero contemporáneo que vive.

J. S: –No es una obra de texto, como se la presentó en otros países. La puesta que estrenamos está atravesada por la actuación, diferente a la de los intérpretes extranjeros. Diría que en nosotros hay más barro.

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