Sáb 17.03.2012
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TEATRO › ROMAN PODOLSKY Y SU OBRA PARA QUE VAMOS A HABLAR DE LA GUERRA

“Lo que hay que dejar de lado es el individualismo”

La pieza teatral, que parte de un escenario de posguerra, propone una visión sobre aquellos personajes que conmovieron a los cinéfilos del mundo a través de La Strada, de Federico Fellini. La obra, plantea el director, permite también reflexionar sobre el presente.

Gelsomina fue comprada a su madre por Zampanó para que sirviera a éste en sus espectáculos callejeros, donde la hazaña máxima del sansón era romper una gruesa cadena. Zampanó es violento, en tanto que el Loco –un equilibrista que ya no puede continuar con su rutina– aparece como el más calmado del trío que se reencuentra en un viejo circo abandonado. Es tiempo de posguerra y tierra arrasada. En Para qué vamos a hablar de la guerra, el director Román Podolsky, también coautor de la dramaturgia, ofrece, en diálogo con Página/12, una visión sobre aquellos personajes que conmovieron a los cinéfilos del mundo a través de La Strada, película de 1954 que protagonizaron Giulie-tta Masina y Anthony Quinn.

–Del título de la obra se infiere que es inútil hablar de la guerra. ¿Cómo relaciona esa inutilidad con los personajes de La Strada?

–Frente a lo ominoso de la violencia y de la desigualdad y ante los restos que deja la guerra, uno siente que no tiene sentido hablar, que “huelgan las palabras”. Gelsomina, Zampanó y el Loco son “escombros” de una guerra que se les ha enquistado y sobrevivientes de las propias guerras no resueltas. Ligados por el circo en el que se ganaron la vida, intentan reestablecer la anterior dinámica. No les resulta sencillo, porque el tiempo pasó y los convirtió en piezas de un rompecabezas que no terminan de encastrar.

–Pero se ilusionan con el reencuentro...

–Es la ilusión y la alegría de los que se reconocen en las experiencias pasadas, pero las aristas personales impiden que se unan. La visión es pesimista en relación con un dolor que no cesa, que está en cada uno y en lo que los rodea. Pasa algo parecido en nuestra sociedad y en los que nos sentimos involucrados con nuestras guerras.

–Que no son como las de La Strada. ¿Ese estar involucrado y no poder despegar se debe a la dificultad de reconstruir un estado anterior?

–Reconstruir implica trabajar sobre lo que se construyó. Si pienso en términos sociales, Argentina es un país que no termina de construirse y, en un sentido individual, observo que las identificaciones con lo que se construye tienden a caer y lo que antes nos colmaba ya no sirve, en parte por los problemas que surgen de la lucha cotidiana.

–¿Hallaron un paralelo entre aquella posguerra y el presente?

–Nos preguntábamos qué queríamos hacer con esta realidad, y lo que nos venía a la cabeza eran esos años tan fielmente retratados en el cine por el neorrealismo italiano, y entre otros por Fellini en una de sus etapas. Sentíamos afinidad con el tratamiento que se les daba a algunos temas, que tomamos porque resuenan en nosotros. Nos preguntábamos también cómo es esto de reencontrarse.

–¿De continuar con lo que ha quedado?

–No sé si continuar. Los reencuentros no se dan de una sola manera, por eso la obra deja abierta al espectador la posibilidad de articular tanto el encuentro como el desencuentro en el plano social y el individual.

–Esa propuesta contradice lo que expresa el título, porque, finalmente, se habla de la guerra y se reflexiona desde el presente...

–En realidad, lo que dice el título es un punto de partida. Como los personajes de La Strada, también nosotros tratamos de encontrar las claves que nos permitan llamar la atención del público.

–Las cuestiones que sensibilizan a la sociedad constituyen un tema central en sus obras. Harina, por ejemplo, refleja una situación de soledad relacionada con la emigración de los habitantes de pueblos olvidados y el cierre de ramales ferroviarios.

–Me interesan las situaciones y los personajes que quedan al costado del sistema, la gente que al perder su utilidad dentro de la organización del trabajo siente que se desprende algo de la propia personalidad. En Harina está claro que desde el momento en que los trenes dejan de pasar, los pueblos se transforman en fantasmas. Como en la guerra, esa situación cobra víctimas. Las personas son desechadas en la medida en que dejan de ser funcionales al sistema.

–¿Qué denuncian los personajes marginados o frustrados?

–Ellos expresan la falla del discurso del amo. Hacen visible la falencia de un discurso que pretende ser una totalidad y abarcar a todo el mundo. Esas presencias concretas que no pueden ser capturadas y articuladas con el discurso del poder señalan lo que es evidencia.

–Pero se intenta disfrazar...

–Por eso es necesario identificar al que impone su discurso y atender otras voces. Desde el modesto lugar del teatro independiente, creo que algo de esas voces y de otros deseos y sueños puede ser recuperado.

–¿Identifica a Gelsomina con la sumisión, a Zampanó con la agresividad y al Loco con el equilibrio?

–El Loco no equilibra tanto, también él quiere valerse de Gelsomina y le arma una rutina para que lo siga. Zampanó es brutal y Gelsomina expresa la inocencia del que no sabe qué está ocurriendo. En la pelea, ella queda en el medio. No sabe cómo llegó hasta ahí ni tiene idea de cómo salir de esa situación. Como Gelsomina, también nosotros sentimos a veces que estamos entre dos fuegos.

–¿Cómo nació esta dramaturgia?

–La idea original partió de Claudio Da Passano y Malena Figó. Ellos habían visto Harina y me convocaron. Trabajamos desde la dramaturgia de actor y con improvisaciones. Tuve muy presente el aporte de cada uno de los actores, de Claudio, Malena y Nacho Vavassori. Claudio reveló condiciones para la dramaturgia. Todo esto sucedía a la par que ensayábamos. Nos corrimos del narcisismo y quedó aquello que consideramos indiscutible.

–¿Por qué cree que el trabajo en equipo no tiene aceptación a nivel social?

–Porque hay que dejar de lado el individualismo y tener voluntad de aprender. No todos están en condiciones de deponer ideas. En una sociedad que tiende a la sordera es natural que no tengamos voluntad de escucharnos.

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