TEATRO › LA CITA, DE ALDANA CAL, REPIENSA AL AUTOR DE OPERACIóN MASACRE
› Por María Daniela Yaccar
Rodolfo Walsh llevó una vida tan extrema, tan atravesada por conflictos, peripecias, contradicciones y enigmas que no es casual que el teatro jamás lo haya ignorado. Luego de obras como Rodolfo Walsh y Gardel o El cerco de agua, La cita, de Aldana Cal, es el más reciente intento por volver a pensar al autor de Operación Masacre a partir de lo que ocurre en un escenario. La joven directora deseaba hablar del escritor que la había enamorado durante sus años de estudiante de Letras, pero no quería decir lo que ya se dijo. No quería plantear una biografía ni duplicar el imaginario colectivo. Tampoco asumir un rol didáctico. Pretendía crear un Walsh nuevo y propio, a tal punto que en su obra ni siquiera se menciona el nombre del autor de ¿Quién mató a Rosendo?
La cita (jueves a las 21 en El Kafka, Lambaré 866) es Walsh visto desde una perspectiva apócrifa, tamizado por la “subjetividad más íntima y profunda” de una dramaturga que ronda los 30 y que entre los motivos de su admiración por Walsh ubica en primera instancia a su prosa. En esta obra, la segunda de Cal –la primera fue Los propietarios–, el periodista y militante se llama El Irlandés (Mariano Speratti). Hace tiempo que quiere correrse de la actividad literaria. Vive en una casa en las afueras de Buenos Aires junto a su mujer, Lía (Irene Goldszer). Recibe la visita de un editor (Rubén Sabadini) que le pide que escriba, de una vez por todas, algún cuento corto y, por ende, vendible. Vive en la clandestinidad absoluta. Tiene una extraña obsesión en la que invierte mucho tiempo: las hormigas que invaden el jardín, que él quiere resucitar.
La totalidad de la obra, incluso desde el punto de vista de la puesta, se sostiene en base a “alusiones”, apunta Cal. A la escasez de datos se suma una escenografía austera. Unos pocos objetos, como una Olivetti junto a la Smith & Wesson, se cargan de sentido entre los cuerpos. Y una pantalla, detrás del escritorio, muestra lo que ocurre en el jardín. Unas líneas blancas en el piso delimitan el espacio de la casa. “Los actores se encargan de que todo lo que no está aparezca, de que se produzca la magia del teatro: hacer aparecer lo que está ausente”, subraya Cal. La frase suena apropiada, sobre todo, tratándose de Walsh.
“La cita es un ejercicio de imaginación, reúne las fantasías que me despertaron años de lectura”, define la autora, que obtuvo por este trabajo una mención especial en el III Premio del Centro Cultural de la Memoria Haroldo Conti, en 2010. “Para obtener información tenemos a Wikipedia. En todo caso, pretendo despertar curiosidad acerca de Walsh.” Todas las referencias del texto son tangenciales. Incluso se evaden hechos emblemáticos y públicamente conocidos de la vida del escritor, como la Carta Abierta a la Junta Militar. “El espectador puede ir y reponer los referentes. Tiene que hacer un camino más largo y divertido. Al mismo tiempo, traté de que no se volviera una obra hermética.” Se puede adivinar, por ejemplo, que Lía es Lilia Ferreyra, mujer y compañera del escritor. O que Silverio es Jorge Alvarez, editor y amigo de Walsh en sus años más difíciles.
–¿Por qué apeló a su imaginación? ¿Cuál era el riesgo de no inventar, por ejemplo, a un Walsh aficionado a la jardinería?
–No quería caer en un lugar “encorsetado”, deudor de esa figura. Necesitaba liberarme de todo eso y nutrir al personaje respecto de cómo funciona Walsh en mí. Quise explorar tres ejes: la literatura, su labor política y su intimidad. También, su relación con el dinero. De lo que leí concluí en que era un tipo vital, que llevaba adelante una tarea intelectual intensa y sesuda, pero que a la vez tenía ansias de estar donde las cosas están sucediendo, de poner el cuerpo. Y no sólo en el sentido más obvio, el de la militancia. Imagino que le gustaba vivir intensamente. Otro aspecto que me interesaba era su humor: en el medio de una situación apremiante, no lo perdía. En mi obra se interesa por la jardinería, baila y bebe hasta altas horas de la noche. Al mismo tiempo, se preocupa por todo lo demás.
–Lo que menos parece Walsh en su obra es un héroe. ¿Por qué lo bajó del pedestal?
–Me alegra que no se vea como un héroe, porque cuando uno tiene fascinación por una figura puede pecar de idealista. Traté de hacerlo lo más humano posible. La humanidad viene de la mano de la intimidad que propone la obra: la idea es espiarlo en esa intimidad imaginaria. En general, de estas figuras sólo se conoce una arista. Pero Walsh tiene infinidad de facetas, incluso en lo político: grandes vaivenes y contradicciones. Desde ya, no le quitan mérito, sino que lo vuelven más real. Trabajé sobre todo en la tensión con su función más elemental que es la escritura. El Irlandés dice que quiere dejar de escribir y no termina los compromisos asumidos con su editor, pero a la vez no para de producir literatura a su pesar. Siempre está en deuda, acosado por todo lo que se propone. Ahí puede verse la fisura del personaje.
–También en la relación con su mujer.
–Claro. En esa relación él no es el héroe, sino que está al cuidado de ella. Lía es quien sale a la calle o trae el dinero. No hay un poder unidireccional, sino una relación simétrica que se compensa de diferentes maneras. El editor en un momento le dice: “¿Por qué pensás que me va a pedir ayuda a mí estando con un tipo como vos?”. Esa es la idea que cae en la obra. El personaje del Irlandés no es omnipotente, necesita ayuda de los demás.
–La obra tiene un clima tranquilo y un ritmo lento y las actuaciones son delicadas. El peligro está condensado en las hormigas del jardín. ¿Por qué evitó generar una atmósfera ligada a la persecución?
–La invasión de las hormigas es resultado de una tarea de desplazamiento respecto de ese referente. Todos sabemos que lo que amenazaba a Walsh era la calle. Pensé en cómo eso podía aparecer dentro de su vida cotidiana y de ese micromundo que se arma en el escenario. Ahí me apareció la figura de las hormigas como amenaza de su proyecto doméstico. Escribí la obra de un tirón, como si me fuera dictada. Los elementos no aparecen por especulación o premeditación. Supuse que si ese personaje vivía ahí, en una casa agreste en las afueras de Buenos Aires, no se quedaría encerrado escribiendo, sino que saldría al jardín a relacionarse con el afuera. Siempre me atrajo de él su curiosidad amplia, no selectiva. Prestó atención no sólo a saberes de la alta cultura, sino también a otros más degradados, como los técnicos.
–¿Cómo conecta la obra con la literatura, con el peso de la palabra?
–Hay un especial interés por la palabra. Los tres personajes se vinculan fuertemente desde ella. Mi gran preocupación es estética. En la facultad me decían que para el mensaje está el correo. Mi obra no da respuestas, abre interrogantes.
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