Domingo, 23 de septiembre de 2012 | Hoy
TEATRO › LOLA ARIAS DIRIGE EL BIODRAMA MI VIDA DESPUES, EN EL C.C. GENERAL SAN MARTIN
La hija de un apropiador, la de un militante del ERP asesinado, la de una pareja de exiliados, el hijo de un militante: en la obra, la frontera que separa al actor del personaje es difusa.
Por María Daniela Yaccar
Vanina Falco es la hija del apropiador de Juan Cabandié. Al papá de Carla Crespo lo asesinaron por pertenecer al ERP. Los padres de Liza Casullo, los intelectuales Nicolás Casullo y Ana Amado debieron exiliarse en México en los años del horror. Mariano Speratti es hijo de un corredor de autos y militante peronista que falleció cuando él tenía tres años. El papá de Pablo Lugones trabajaba en un banco que intervinieron los militares. Durante la dictadura, el de Blas Arrese Igor era cura y tenía prohibido afiliarse a un partido político. En Mi vida después, de Lola Arias, la frontera que separa al actor del personaje es difusa. Porque Vanina, Carla, Liza, Mariano, Pablo y Blas –nacidos entre 1972 y 1983– cuentan su historia y la de su familia a partir de fotos, cartas, anécdotas, videos, cintas y ropas en este biodrama performático y coral que se propone recuperar la memoria y, como su título lo indica, mirar hacia el futuro.
En un espectáculo de estas características otra frontera que es difusa es la que separa a la realidad de la ficción. En ese terreno suele trabajar la multifacética Arias –además de directora es escritora y cantante–, que tiene en su haber una recordada performance con mucamas de hotel. “Mis últimas obras parten de entrevistas o de algo de la realidad que me perturba. Pero lo real no existe, siempre hay ‘ficcionalización’. Lo más inquietante son esos proyectos en los que uno no puede decir qué es real y qué no. El espectador queda en una posición endeble, insegura y frágil”, apunta. Mi vida después se estrenó en 2009. Participó de 22 festivales en países latinoamericanos y europeos, y llega de nuevo a la cartelera porteña (de jueves a domingo a las 21 en el Centro Cultural Gral. San Martín, Sarmiento 1551), modificada por los avatares de la historia. Por ejemplo, en estos años, Carla pudo saber dónde estaba el cuerpo de su padre. Y Vanina declaró en el juicio contra el suyo, en parte gracias a su participación en Mi vida después. Como al principio no la dejaban testificar, su abogado argumentó que ella ya lo estaba haciendo en una obra de teatro.
“Siempre se dice que la realidad modifica a la ficción. En este caso fue al revés. Cuando estrenamos, nadie conocía a Vanina. Y Juan no era la figura política que es ahora. Lo que me interesaba poner de relieve de la historia de Vanina es que ella es una víctima de ese padre, policía de inteligencia, torturador y apropiador. Hay una idea de que sólo los hijos de desaparecidos pueden contar la historia, porque son la sangre de los que no están. La de Vanina es la sangre del mal, pero ella tiene una postura ideológica totalmente contraria a la de su padre”, explica Arias. Cada actor cuenta distintas facetas del horror. Hay muerte, hay exilio, pero también indiferencia. Al papá de Pablo, que trabajaba en el Banco Municipal de La Plata, no le interesaba la política. Un día, sin embargo, se vio obligado a cortarse la barba a pedido de su jefe porque él le dijo que “la barba la usaban los terroristas”. “Esa historia demuestra que no se puede vivir al margen de la política”, subraya la directora.
“Mi tío, mi abuelo y mi padre. Todos policías. Tienen cara de policías, bigotes de policías, actitud de policías. Mi padre nunca usaba uniforme porque era policía de Inteligencia y andaba encubierto”, relata Vanina mientras una pantalla muestra una fotografía de un cumpleaños de su infancia que los actores intervienen en el momento. Los objetos son fundamentales en la reconstrucción de la historia. Carla, que actúa las distintas versiones de la muerte de su padre, lee la última carta que él le escribió a su madre, también militante: “La situación en todo el país es realmente alentadora para el campo popular. Espero que vos, que yo y que todos la sepamos aprovechar”, decía. Mariano conservó una vieja cinta en la que habla su padre. Vanina lee los expedientes del juicio contra su papá. A Blas lo acompaña una tortuga que nació el mismo día que su papá y que tendría la cualidad de leer el futuro. Liza, encargada de los fragmentos musicales de Mi vida después (compuestos por Ulises Conti), arrastra todos los libros que escribió su padre filósofo.
–¿Cómo eligió a los actores?
–Fue una especie de trabajo de inteligencia. Mis amigos me pasaban datos: “Che, creo que tal es hijo de no sé quién”. Para los actores fue delirante: un actor está acostumbrado a que lo inviten a una audición, no a que le digan: “Vení a mi casa con la foto de tu familia”. Entrevisté a muchos chicos con casos muy buenos, que por una razón u otra no están en la obra. Había una chica que era hija del piloto de Massera, o sea que seguramente estuvo en los vuelos de la muerte. Entrevisté a un chico que era hijo de una montonera y un militar. Y después a una chica cuya historia me gustó mucho: su padre trabajaba en las calderas del Congreso. Me parecía muy buena la imagen. El Congreso estaba vacío, lo único que funcionaba eran las calderas, porque los policías quemaban ahí documentos.
–¿Y por qué esas historias no forman parte de la obra?
–Algunos no se animaron. Tenés que estar muy decidido a tomar el riesgo. Los chicos ahora están más tranquilos, pero en el estreno temblaban. No era una situación fácil. Siempre se dice que los directores tratan de que los actores produzcan un estado emocional. En los ensayos, yo trataba lo contrario. Proponía entrenamientos para no llorar, para no quebrarse. Era muy importante que ellos tuvieran cierta distancia para que miraran su vida como si fuera la de otros, porque si no la obra iba a ser un acto catártico, lacrimógeno y patético. Apelamos al humor, que, en definitiva, es lo que nos salva la vida.
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