TEATRO › UNA HISTORIA UBICADA EN TIEMPOS DEL PRIMER PERONISMO
En la obra de Gundesen, la irrupción de lo social y lo político no aventaja a las revelaciones que surgen del choque de los diferentes puntos de vista de los personajes. Intérpretes sobresalientes enriquecen la interesante puesta de Romero.
› Por Hilda Cabrera
Una estación de tren que sólo interesa a quienes la cuidan está a punto de ser clausurada. A la compañía Argentine Pacific Railway no le da ganancia. Arizona, nombre del apeadero, es el espacio en que se inscribe en tonos oscuros la historia de tres personajes que no consiguen salir de la soledad que los agobia. La mujer de la boletería, el jefe de estación y el muchacho que limpia aguardan al inspector, “un gringo”. Es invierno y el hambre estruja el estómago del más joven, un adolescente cuyo deseo fluctúa entre mitigar el hambre y ser dueño de un sobretodo. En ese lugar con historia, la carencia hace estragos. No circulan pasajeros ni se transportan víveres.
Pedro Gundesen ubica la acción en el primer peronismo, período en que se nacionaliza la red de ferrocarriles y se festeja el traspaso (1º de marzo de 1948). Circunstancia que recuerda al espectador una transmisión radial que no evita la proclama: “Sólo Perón debe guiar nuestro destino”, afirma el locutor. En ese marco sociopolítico importa qué les sucede a esos tres personajes sin perspectiva aparente. Lidia desvive por entablar una relación amorosa que la convierta en señora; Fortunato, rencoroso por una vida sin recompensas, se muestra hostil a la llegada del gringo, y el adolescente, imagen del que nació desplazado, espera un abrigo y acaso la posibilidad de saciarse con un puchero. Más cerca de la verdad está el desconfiado jefe de estación, que ni siquiera es dueño de un silbato. Aunque silencioso, despabila a todos con sus apuntes: “Siempre los mismos gringos jodiendo al criollo”. Este “gringo” no tiene origen británico. Desciende de los alemanes rusos que vivieron en las cercanías del río Volga, a quienes Joseph Stalin, siendo presidente de la Unión Soviética, confiscó sus tierras en 1941. Algo de esta historia rescata este inmigrante, aquí único pasajero del tren Lago Argentino que desciende en Arizona. Como dice Fortunato, no habrá multitud ni confusiones: “Sólo van a bajar él y su alma”.
El que irrumpe en Arizona cumple una función catártica, pues no hay personaje imperturbable ante el intruso. La pena es que el Stefan de esta historia no es portador de la magia primitiva que esperan recibir quienes carecen de lo esencial. No ofrece seguridad, y su aspecto tampoco se ajusta al deseado por Lidia. De carácter áspero, guarda, sin embargo, un melancólico sentimiento hacia su madre, y añora los spätzles que ella cocinaba. Por lo demás, no parece estar a gusto. En lugar de emigrar a Canadá, los suyos eligieron Argentina, una tierra en la que “no hay nada en el medio entre lo propio y lo ajeno”. Su queja es la de sus patrones: “La estación no vende, ¡y encima el peronismo!”.
En esta fugaz convivencia, los diálogos se sostienen entre pantallazos de historias mínimas o acotaciones, algunas de humor socarrón, porque allí cada cual sabe el lugar que ocupa, aun cuando no pueda modificar su situación. Quizás un ejemplo de esto sea el cruce de opiniones que sostienen Stefan y Fortunato. Contrapuntos que, de manera semejante a los acercamientos, descubren debilidades propias y ajenas, y enmarcan la experiencia del que no soporta el fracaso cuando entiende que su vida es su único episodio.
En la puesta de Luis Romero, la irrupción de lo social y político no aventaja a las revelaciones que surgen del choque de los diferentes puntos de vista. Argentinien descubre sin alharaca experiencias posibles en ese espacio cercano y distante al mismo tiempo, y a su manera poético, (también un logro del equipo técnico), que contiene a los personajes, animados por intérpretes sobresalientes: Mimí Ardú es la coqueta y esperanzada Lidia; Claudio Rissi, el Fortunato de voz grave y timbre resonante; Juan Luppi, el Rusito adolescente sin maldad ni destino; y Alejandro Awada, el que desentraña con arte al laberíntico Stefan.
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