Viernes, 28 de diciembre de 2012 | Hoy
TEATRO › LA MUJER PUERCA, UNIPERSONAL DE VALERIA LOIS DIRIGIDO POR LISANDRO RODRíGUEZ
La protagonista de la obra de Santiago Loza es una mujer de pueblo que vivió para conseguir la santidad. Durante 60 minutos narra diferentes anécdotas respecto de la religión, algunas graciosas y otras crudas, como las que están ligadas a su sexualidad.
Por María Daniela Yaccar
La Iglesia Católica siempre genera noticias que habilitan posturas definidas. No hay que ir lejos en el tiempo: está, por ejemplo, el documento que dio a conocer recientemente el Episcopado, preocupado ante una “crisis moral”, y la respuesta de Curas en la Opción por los Pobres. Lo curioso de La mujer puerca, unipersonal que dirige Lisandro Rodríguez, es que evita cualquier tipo de opinión sobre la fe religiosa e intenta dar vida a una mujer que es “un fenómeno”. El joven director trabaja nuevamente sobre un texto de Santiago Loza, como en He nacido para verte sonreír. La mujer puerca, con la actuación de Valeria Lois, subió a escena en el Elefante Club de Teatro (Guardia Vieja 4257), se tomó un descanso y en enero se reestrenará (a partir del viernes 26, con funciones a las 21 y a las 22.30).
El público que va ingresando a la sala de Elefante –pensada para treinta personas, aunque siempre llegan más– se acomoda solo. Hay unas sillas plegables a los costados, que más tarde rodearán una pequeña tarima en la que Lois declamará sobre su relación a la vez tortuosa y hermosa con su sistema de creencias. Ella es una mujer de poco más de treinta años que vivió para conseguir la santidad. Pero, por diferentes circunstancias de la vida, no lo logró. En una mesa hay un rosario, un Sagrado Corazón y una Biblia. “Es una freak, como el hombre elefante o la mujer barbuda. Se expone un ratito, se la mira, se la escucha y ella se va. Por eso la tarima, esa cosa de altarcito. Se supone que está en un convento, pero el espacio no está claramente determinado”, apunta Rodríguez a Página/12. El teatro Elefante, en el que trabaja en cooperativa con Loza, Mariano Villamarín, José Escobar y Natalia Fernández Acquier, lleva ese nombre por la famosa película de David Lynch: El hombre elefante.
La protagonista es una mujer de pueblo –este tipo de personajes aparece seguido en la dramaturgia de Loza– que ha dedicado su vida a servir a los otros. Lois, que ha reemplazado a Paola Barrientos en Estado de ira (con dirección de Ciro Zorzoli), narra durante 60 minutos diferentes anécdotas respecto de la religión, algunas graciosas y otras bien crudas, como las que están ligadas a su sexualidad. Todo ocurre en una atmósfera íntima. “Me encantaría probar esta obra en una iglesia o en un comedor comunitario”, expresa el director. “Sería ideal ver qué pasa en algún lugar grande, donde se enaltezca la figura de fenómeno. Los espacios no convencionales generan un vínculo más roto de interlocución entre actor y espectador”, cierra.
–¿Qué relación hay entre el espacio, en este caso la sala de Elefante con sus sillas plegables a los costados, y la acción dramática?
–Es una sala pequeña, uno entra y se acomoda donde puede, y no hay otra cosa que mirar lo que sucede en esa tarima. Se arma una ronda. La gente mayor se pelea para estar adelante. El estar en primera fila te expone más a la mirada de ella. Me gusta que se genere una especie de rito barrial, de kermese, de reunión, de algo festivo. El espectador empieza a ser relativamente parte del juego: no quiero incomodarlo pero sí que entienda que modifica la obra y la arma.
–¿Desde qué lugar abordó la fe del personaje?
–No soy católico pero creo en algo. El teatro tiene algo de religión, porque está basado en la esperanza de que algo se puede modificar, aunque sea por un instante. Creo en lo que hago y la obra no se separa de eso. Toda creencia es un acto de amor. Y al teatro le viene perfecto que un personaje se ofrende. Desde ese lugar vivo la religión de la obra y por eso me conmueve. Porque, por más que hable concretamente sobre religión, también habla de amor, de esperanza, de la soledad y de las ganas de encontrar un interlocutor. Por otro lado, la actuación también se apoya en la creencia: es artificial y genera formas y gestos que hacen que uno crea o no en eso que está viendo. Valeria es una actriz tan intensa que no deja lugar para dudar. Como director me ocupé de ayudarla a ordenar la multiplicidad de gestos que pone al servicio de la obra.
–Si no es el tema, ¿qué le interesa de un texto para dirigirlo?
–Que tenga teatralidad y que genere una fricción en el presente, a partir de un cuerpo afectado en el ahora. Los textos de Santiago son esperanzadores, más allá del dolor y de la violencia que tienen. Juego con esos lugares. En La mujer... hay una necesidad imperiosa de continuar y dar luz para algún lado. Mi intención es que aparezca una verdad escénica, que tiene que ver con el ritmo, el gesto, la mirada y la relación que se establece con el público.
–¿No lo atrae conectar sus obras con el contexto histórico?
–Cuando pasó lo de Coronel Suárez inevitablemente pensé en eso. Pero, aunque es tentador, no me interesa hacer algo moral. Tomo lo temático como excusa. El relato religioso es precioso, pero Valeria podría estar hablando de un partido de fútbol. Lo importante es la creencia. No tratamos de tirarle un palo a la Iglesia. Inevitablemente la obra, por el pulso que propone, te hace pensar en eso, pero no desde el vamos. No te quiere decir nada –dice–. Un actor extraordinario hace que no le encuentres el hilo a la construcción. Vi muchas veces la obra y siempre pienso: “¿Dónde está esta hija de puta?” Uno no se queda con una moraleja. No decís “qué hijos de puta los de la Iglesia”. Porque no hay a quién echarle la culpa.
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