Sábado, 11 de mayo de 2013 | Hoy
TEATRO › EL MADRILEñO GUILLERMO HERAS DIRIGE LA PUESTA DE EL CRíTICO EN EL SAN MARTíN
Un escritor (encarnado por Pompeyo Audivert) se convierte en entrenador de un crítico (Horacio Peña) que salta al ring, en un encuentro boxístico y literario ideado por el español Juan Mayorga. “Hay misterio y una reflexión sobre la vida”, adelanta el director.
Por Hilda Cabrera
”No hay cámaras ni micrófonos, ningún cronista contará lo que va a suceder esta noche entre estas cuatro esquinas, y no hay árbitro. Van a luchar sin testigos.” El escritor Scarpa y el crítico Volodia asumirán roles, uno será el entrenador y otro, el que boxea. El relato de esa mutación en un ring imaginario pertenece a una escena de El crítico, obra del español Juan Mayorga que lleva un subtítulo a desentrañar: Si supiera cantar, me salvaría. Dirigida por el madrileño Guillermo Heras, puede verse en la Sala Cunill Cabanellas del Teatro San Martín (Corrientes 1530, de miércoles a sábados a las 21 y domingos a las 20), interpretada por Horacio Peña, en el papel del crítico, y Pompeyo Audivert, en el de autor. La metáfora que se desprende de esa invención pugilística y literaria no es ajena, en opinión del director, a la producción de Mayorga. En Cartas de amor a Stalin, el escritor y dramaturgo Mijail Bulgakov escribe sin pausa a Stalin, reclamando por su libertad de intelectual silenciado por el régimen, hasta que, a modo de holograma mental, surge la figura de Stalin. Si se quiere, una estrategia que abre camino a otras lecturas sobre la confrontación. “Juan transforma a sus obras. Por eso, este encuentro entre el autor y su crítico no interesa únicamente a los que nos ocupamos de teatro. Una figura femenina crea tensión, hay misterio y una reflexión sobre la vida”, adelanta el premiado Heras, actor y director, autor, dramaturgista y gestor cultural que no desdeña críticas: “La crítica teatral es un género autónomo, necesario, una creación sobre otra creación”, sostiene.
–No es ésa la opinión del personaje Scarpa, cuando dice “no saben y se meten a críticos”. ¿Será que el criticado cree manchado su honor y “una obra sobre el honor sólo puede acabar en muerte”?
–En ese fragmento se homenajea al teatro del Siglo de Oro español, donde importan el honor y la muerte. No olvidemos que Juan realizó dramaturgias de piezas clásicas, de La vida es sueño, por ejemplo, que trajo a Buenos Aires Helena Pimenta. Por otra parte, Volodia, el crítico, manifiesta su desinterés por los espectáculos que tienen como tema el teatro.
–Un espacio ideal para fabular intrigas...
–Que aparecen como planteos. Qué pasaría, por ejemplo, si esa noche se produjera un accidente y uno de los dos resultara muerto. Esta ironía acerca la obra al juego que se da en la comedia inglesa (irónica y negra). La situación va evolucionando y pasa, entre sutilezas, a otro lugar, a una confrontación menos directa entre el autor y el crítico.
–¿Y a cuestiones existenciales, como “el insaciable deseo de felicidad y el invencible miedo al fracaso”?
–Quiero guardar la sorpresa, pero en este montaje he intentado emparentar éxito y fracaso. En la trama hay éxito, insatisfacción y venganza, y un autor debe enfrentar celos y otras complejidades ante un crítico que posee ideas muy arraigadas sobre el teatro.
–El texto ayuda, porque admite contradicciones y dispara imágenes...
–Los textos de Juan sugieren puestas. He trabajado muchas de sus obras. La primera fue El sueño de Ginebra, en 1996, el monólogo que dirige una mujer a un hombre que está en penumbras. Ahí, la hipótesis es que John Kennedy no murió de inmediato a consecuencia de un tiro en la cabeza. La mujer es Jacqueline y la figura en la sombra, Aristóteles Onassis. El autor mezcla esta invención con el mito del rey Arturo, la reina y los Caballeros de la Mesa Redonda. Es propio de Juan tomar personajes reales y hechos de la historia, como en Himmelweg (sobre la shoá), o situaciones imaginadas y posibles, como en El traductor de Blumenberg (sobre la crítica y justificación de la violencia). Tiene unas cuarenta puestas en diferentes idiomas y es entendido en cualquier país.
–¿Qué género teatral prefiere para sus puestas?
–Me interesa tanto una obra hipertextual como performativa. No quiero ser “director de estilo”. Siento placer poniendo espectáculos de danza contemporánea y nuevo circo. Realicé puestas en países europeos, asiáticos y latinoamericanos, y participé en montajes internacionales, como el que recordó la Declaración Universal de los Derechos Humanos; y en obras de autores contemporáneos que considero fundamentales, como las de Heiner Müller. Una de estas puestas fue Medea material, de la que hice la dramaturgia sobre una traducción de Brigitte Aschwanden. Estoy atento a las expresiones emergentes, y en la Argentina he trabajado desde Ushuaia hasta Jujuy. Mi origen es brechtiano, pero transversal, y encuentro estéril el debate sobre qué es moderno y qué antiguo. En Buenos Aires participo también en el proyecto Laboratorio América, propuesto por Helena Pimenta, directora de la Compañía Nacional de Teatro Clásico de España. Presentaremos, con elenco argentino, una versión mía de Los áspides de Cleopatra, de Francisco de Rojas Zorrilla (1607-1648). Hice una versión bastante libre de las figuras de Marco Antonio y Cleopatra. Esta es una experiencia por afuera de El crítico, donde he tenido el placer de dirigir a dos actores enormes como Horacio y Pompeyo, que aman el teatro y no van a los resultados. Con ellos puedo no dar por hecho lo que vamos descubriendo. Ya le he anunciado a Juan que ésta es una versión porteña, porque la forma de “ser actor” es diferente de la de los españoles y está muy emparentada con el teatro independiente.
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