TEATRO › EMILIA, LA OBRA MAS RECIENTE DE CLAUDIO TOLCACHIR, EN LA SALA TIMBRE 4
Con el estilo híper realista que lo caracteriza, un texto impecable y actuaciones notables, el dramaturgo ofrece en su propio espacio cultural una puesta que puede llegar a ser difícil de digerir pero que, como todo en su obra, produce emociones intensas.
› Por Paula Sabatés
“Quiero dejar de sufrir”, dice una viejita a su compañero a mitad de la función. “No me traigas nunca más”, le susurra hacia el final. Es bastante probable que la señora no tuviera idea de quién es Claudio Tolcachir antes de que empezara la función de Emilia, su último trabajo. Lo es porque, de lo contrario, hubiera sabido de antemano que algo de lo que vería no le iba a ser fácil de digerir. Como ya había hecho con La omisión de la familia Coleman (2005), Tercer cuerpo (2008) y El viento en un violín (2011), el autor que más funciones hace por semana en el circuito independiente (trece en total, entre sus cinco espectáculos) vuelve a apostar a un teatro que conmueve por las historias (terribles) de sus personajes. Con el estilo híper realista que lo caracteriza, esta nueva pieza habla, con la misma crudeza, de la soledad, la ingratitud y la desesperante necesidad del amor.
Antes de cualquier análisis habría que revisar la concepción de “familia disfuncional”, atribuida, como el gran tema de la obra de Tolcachir. Primero, porque el término supone, por un lado, que hay familias “funcionales” y, por otro, que aquellas que tienen ciertos conflictos entre sus miembros “no funcionan” (ecuaciones sin sustento en la realidad). También, porque reducir a eso los intereses del autor equivaldría a dejar afuera otros muchos a los que se atreve. El mismo dijo, en entrevista con este diario, que le sorprendía que lo consideraran un especialista en el tema porque, para él, “poner en escena una familia es una excusa para hablar de otras cosas”.
Más que lo familiar en sí, a Tolcachir le interesan los vínculos que se generan entre las personas, tengan relación de parentesco o no. Por eso, si bien en Emilia se ve a una familia (y se habla de, por lo menos, dos más), lo que subyace son los universos individuales de cada personaje y la forma en que se relacionan entre sí. Como en sus espectáculos anteriores, el autor delinea y da vida a seres “comunes” y complejos a la vez, a los que carga de vida pasada, presente y futura. Y logra, nuevamente, que toda esa información se vea primero en el cuerpo de sus actores. Que sea la acción física, y luego todo lo demás, lo que se encargue de revelar el submundo que cada uno esconde.
La obra se centra en Walter (Carlos Portaluppi): crecido y alejado del niño tímido que fue, se encuentra recién mudado a una casa nueva con su mujer Caro (Adriana Ferrer) y su hijo Leo (Francisco Lumerman). En plena adaptación del nuevo hogar recibe la visita de su vieja niñera, Emilia (Elena Boggan), a quien no veía desde hace años. El tiempo pasó y aunque no parezca a simple vista, ambos están solos, luchando desesperadamente por que alguien los ame. Ese encuentro será determinante para Walter, aunque deberá decidir el espectador si como perdición o salvación.
La pieza tiene la calidad de las anteriores del director, pero guarda algunas diferencias notables. En primer lugar, ya no escribió Tolcachir para sus actores de siempre, los que se formaron con él en los ’90 en la escuela de Alejandra Boero y quienes protagonizan sus tres primeras obras. Para Emilia convocó a Portaluppi, que representa la primera incorporación más “comercial” a uno de sus elencos, y también a Elena Boggan, una actriz del interior que comenzó a tomar clases con él el año pasado. Por otro lado, ya no hay un relato lineal que respete la progresión dramática sino que hay un narrador, Emilia, y lo que se escenifica es su recuerdo. Así, lo que se ve como presente no es más que el pasado tormentoso que revive la mujer. Por último, es la pieza más simbólica, si se quiere, de las cuatro (también más que Jamón del diablo, adaptación que hizo Tolcachir sobre 300 millones, de Arlt). No todo cierra, no todo es entendido por el espectador, a quien no se le da todo servido, por lo que tendrá que completar el sentido de lo que ve a partir de su interpretación.
Pero la diferencia más importante entre Emilia y sus predecesoras tiene que ver con la incorporación, por primera vez en una historia de Tolcachir, de la figura del padre (en El viento... técnicamente hay uno pero su condición es meramente biológica y de ningún modo cumple tal rol). Como si fuera poco, esta figura se encuentra dividida en dos: por un lado está Walter, por otro Gabriel, personaje que interpreta Gabo Correa y que tendrá un rol fundamental. Cada uno representa una cara distinta de la moneda: uno tiene lo que el otro no, pero ninguno de los dos tiene todo lo que se necesita para hacer feliz a su familia. Portaluppi y Correa configuran dos masculinidades bien distintas, que parecieran explicar la relación que cada uno tiene con Caro y Leo. Y lo interesante es que si bien hay un marcado contraste, Tolcachir no expresa –por lo menos desde el texto– una inclinación o preferencia hacia ninguno de ellos. Los muestra como víctimas de la soledad, como representantes de la miseria. Ninguno es mejor que el otro.
El texto y las actuaciones son brillantes, aunque eso no sorprende: el dramaturgo ya había demostrado también habilidad en la dirección de actores. También los elementos de la puesta son acertados (la escenografía tiene múltiples connotaciones simbólicas, algunas incluso imperceptibles para el espectador). Con Emilia, Tolcachir confirma que su teatro tiene un sello tan propio como la casona que en 2001 decidió convertir en espacio cultural. Vuelve a demostrar que marcó un estilo y que es uno de los teatristas más notables que dio la escena local.
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