TEATRO › PERRO QUE FUMA, DE LEO MENDONCA, EN EL ESPACIO POLONIA
Un niño ve pasar la vida bajo su ventana y reflexiona sobre su familia y la ciudad que transcurre frente a sus ojos. La obra, tan simple como bella, es de un dramaturgo brasileño radicado en Argentina, que escribe en un excelente castellano.
› Por María Daniela Yaccar
Un niño de once años observa el mundo desde una ventana. Pegó una silla de plástico a la pared con unos chicles, para tener un asiento personalizado, que no usen otros. La pegó a la pared que da a la calle. Su ventana está justo frente a un viaducto. Desde las alturas, el chico describe a su familia, conformada por una madre que lo usa para dar lástima y no pagar en los supermercados, un padre desempleado que vive en calzoncillos, una hermana soltera que busca el amor con desesperación y un hermano que lucha por el ascenso social. También el niño cuenta la vida de la ciudad, siempre vista desde arriba. Los vendedores, los perros que circulan. Hay uno al que él soñó fumando. Por eso esta obra de Leo Mendonca se llama Perro que fuma (jueves a las 20.30 en Espacio Polonia, Fitz Roy 1477).
El relato del niño es lo único que el espectador conoce, la única ventana para saber cómo es su triste vida. El observa todo lo que lo rodea con una mirada crítica que recuerda a la de Holden Caulfield, el protagonista de El cazador oculto, de J. D. Salinger. La diferencia es que este niño no nació ni creció en un ámbito privilegiado, sino en la miseria. Su relato está repleto de detalles. Vive en un departamento de 32 metros cuadrados con toda su familia, una vivienda ocupada, porque “el tipo que lo construyó se fugó con la guita”. El ascensor no funciona hace tiempo. El siempre se sienta en la ventana. A sus padres ya no les parece extraño. El papá le pega a la mamá, que es gorda. En su casa se pelean todos. El, según dice, es el único normal. Hace karate en su habitación y adora comer pollo con papas.
El texto de Mendonca es bellísimo, merecedor del premio que acaba de ganar, el segundo del VIII Premio Germán Rozenmacher de Nueva Dramaturgia. Intercala los detalles de ese universo tan particular con frases existenciales como ésta: “Desear cosas es una mierda, porque nunca las vas a tener; o, si no, cuando las tenés, ya deseás otra cosa diferente”. Pensamientos que raramente un niño tenga o, por lo menos, exprese con esa rabia. Este es otro: “Yo no conozco a nadie feliz; sólo en las fotos la gente está feliz. No entiendo por qué la gente se ríe en las fotos”. La obra es dura, pero las observaciones del nene, que tienen mucho lunfardo y mala palabra, y el extrañamiento típico de un infante, abren paso al humor.
El autor es brasileño. Poco se nota, porque Mendonca domina muy bien el castellano y fue capaz de combinar ironía, realidad social y poesía en una misma pieza. Además, resignificó palabras, como “sarna”, que acá remiten a “idiota” o “boludo”. “Escribo en castellano mejor de lo que hablo”, se ríe en charla con Página/12. Es verdad. Cuenta que llegó a Buenos Aires para estudiar castellano y que le gustó tanto la ciudad que decidió quedarse. Lo primero que hizo fue escribir libros, después necesitó un feedback y se volcó al teatro. En Brasil ya era dramaturgo. Aquí debuta como director. Contó con el asesoramiento de Alejandro Tantanian. Otros dramaturgos y directores, como Susana Torres Molina, Ariel Barchilón, Ana Alvarado y Luciano Suardi también supervisaron el texto.
Perro que fuma tiene dos particularidades que no se pueden pasar por alto a nivel dramático: por un lado, que el niño de once años es mudo. Sólo se abre para el espectador, porque no puede hacerlo con su familia. En segundo lugar, es una mujer la que le pone el cuerpo a este niño tan de-sencantado. La actriz es Manuela Fernández Vivian, que hace un trabajo corporal y vocal destacado. Hay un momento de la obra en el que se insinúa que el personaje es una niña que se cree niño o que quiere elegir otra identidad sexual. “Primero quise que el niño lo hiciera Rodrigo Noya, pero se iba a trabajar afuera. Así que fui al Iuna, hice un casting y ganó Manuela. El personaje no tenía sexo elegido: podía ser chico o chica. La sexualidad es un tema más para trabajar, entonces se habla sutilmente de eso, porque no quise cargar demasiado al texto. Me gustó dejarlo ahí. No es tan importante cuál es el sexo del personaje”, explica Mendonca.
“En general, trabajo con personajes de la clase popular”, se define. Esta historia de familia disfuncional le surgió después de ver a un chico que casi todos los días estaba sentado en la cornisa de su departamento. “Lo veía siempre cuando volvía del trabajo. Un día me senté en una estación de servicio cercana y lo miré detenidamente por un largo tiempo. El chico tiraba cosas desde arriba a la gente que pasaba por abajo y se escondía. En ese momento empecé la obra”, escribió el dramaturgo para Saquen una pluma, un sitio que revela los procedimientos de la escritura teatral. “Mis personajes siempre viven un momento de transformación. Esto es una obsesión para mí”, reflexiona Mendonca. “El medio donde vivís te modifica como persona. Soy brasileño, buena onda, pero cuando me quedé acá mi forma de ser se modificó.”
¿De dónde le surge el interés por llevar a la escena problemáticas de las clases populares? ¿Cómo consigue que eso que se ve sea tan particular y que no se imponga la crítica social por sobre la acción? Ese es un verdadero logro de esta obra. No es un panfleto anticapitalista o una diatriba nihilista. Lo que el espectador ve es la historia de un nene y nada más. Pero eso que ve tiene múltiples capas. “Yo no vengo de ese mundo”, reconoce el autor, al referirse a la marginalidad, palabra engañosa si las hay, porque los superpoblados márgenes bien podrían ser considerados el centro. “Pero siempre viví en barrios con gente de bajos recursos. En Brasil, personas de distintas clases sociales conviven en un mismo lugar. Allá hay un edificio y al lado una villa. Vas a la playa y hacés surf con el dueño del Copacabana Palace y con el chico que vive en la favela”, reflexiona Mendonca. “Eso sí: no me interesa retratar ni la violencia ni el crimen. Apunto a los valores morales”.
Mendonca, que trabajó durante años en publicidad, tiene editados cuatro libros, dos en Argentina (Cuando los tejados se arrugan de vergüenza y Lluvia de ayer), uno en Francia (Donde el tiempo no tiene prisa) y otro en Brasil (Urro). Para él, la dramaturgia y la literatura son la misma cosa. Es sorprendente la historia de Urro, palabra que en Brasil representa un grito de dolor. Mendonca pasó años recorriendo las calles, dándoles comida a los seres que encontraba por ahí. Y plasmó las historias que encontró en formato de cuentos. Conoció, por ejemplo, a Antonio, un señor que había salido a buscar trabajo y que, como no lo encontró, se castigó instalándose en la calle. Se topó con la dramática historia de una chica que criaba a su hermana porque su madre las había abandonado. La hermana murió y ella no supo qué hacer con el cuerpo, entonces lo llevó a la basura. Mendonca recorre esos universos tristes. Y demuestra en Perro que fuma que sabe retratarlos con respeto y sensibilidad, sin hipocresía.
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