Sábado, 12 de octubre de 2013 | Hoy
TEATRO › OPINION
Por Eduardo “Tato” Pavlovsky
Estas son mis obras más conocidas. El señor Galíndez fue la primera que encaró la tortura como institución. En la obra hay dos torturadores que trabajan a mano suelta, pero la otra que aparece es una tortura institucional, que viene desde el Estado, el sistema. En este último caso, el torturador tiene una formación, y los fenómenos de la violación, el rapto o la vejación son normales y sintónicos con la institución. Con esta obra me adelanté a lo que sería la presencia de los primeros torturadores formados, como Astiz. Un hombre de una gran cultura y formado muy joven, que fue transformado en una máquina de matar. Beto y Pepe eran torturadores por hora, a destajo, sin ideología política. Astiz tenía una formación. Y en la obra hay un aprendiz: una persona por primera vez estudia los libros del señor Galíndez. Esto es lo novedoso de la obra. Beto y Pepe también eran víctimas: se los podía sacar a patadas, cosa que no ocurría con los que tenían una formación del Estado. Es muy clave esto: se asocia muy fácilmente al torturador con una patología. Pero hay muchas personas con capacidad de torturar. No son todos psicópatas.
Potestad se hizo muy famosa por la película y con Susana Evans recorrimos sesenta festivales internacionales debido a la extraordinaria puesta de Norman Briski. Mostramos la normalidad del torturador, su vida, la hija que quería y que no podía tener. Durante la primera parte el hombre es una víctima. El público genera identificación con un raptor de niños que se quedó con una nena muy chiquita luego de que mataran a su padre y a su madre. Ese deseo del hombre, de tener una hija, es verdadero, ferviente y auténtico. Yo, al actuar, era un apropiador, un criminal. La gente me decía que se había identificado con un hijo de puta. Pero el torturador puede adorar a su hija y vivir en forma amorosa y cariñosa. Una cosa son los afectos, otra la ética. El drama es que los torturadores son parecidos a cualquiera, no hay sadismos especiales.
Hannah Arendt decía que le llamaba la atención la mediocridad humana de Eichmann y que la clave de este lúgubre represor era que con su mediocridad no podía pensar. Merecía el castigo pero, también, un mejor estudio para la comprensión del fenómeno de la tortura y de las instituciones que la generan. Por ejemplo, un mejor estudio sobre los comandos judíos que colaboraban con los alemanes.
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