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Miércoles, 5 de julio de 2006

TEATRO › MAURICIO KARTUN ESTRENA “EL NIÑO ARGENTINO”

Burguesía con la vaca atada

El autor de La Madonnita presenta en el San Martín una tragicomedia épica sobre la Argentina de comienzos del siglo XX.

 Por Hilda Cabrera

Registrar el comportamiento de una clase dirigente y avanzar sobre otro sector de esa sociedad, mezclando anacronismos del idioma con el verso clásico y el campero, es una de las apuestas del dramaturgo Mauricio Kartun en El niño argentino, que se estrena mañana bajo su dirección en la Cunill Cabanellas del San Martín. Esta tragicomedia épica y astracanada (término que califica un género español de comienzos de siglo XX) apunta con humor a una costumbre de las adineradas familias argentinas de otro tiempo: viajar a Europa llevando una vaca para tener leche fresca. Kartun se preguntó quién ordeñaba y cuál era el final de la holando-argentina. Imaginó a un “gaucho de figuritas” instalado en la bodega de un paquebote junto a Aurora la lechera, y a un señorito que desciende a intervalos a ese espacio para mandonear, o adormecerse con opio sobre los fardos como si lo hiciera sobre una aristocrática chaise longue. La anécdota, desarrollada en jornadas que son al mismo tiempo escenas de una representación teatral, gira en torno de la traición. Una troupe de cómicos irreverentes recita la historia entre telones despintados. El “niño bien” ha cometido estupro y su padre lo castiga con un viaje a París. El autor, apasionado archivista de la cultura popular, no idealiza a sus personajes ni esquematiza, pues no hay buenos o malos. Sí, en cambio, acciones extremas cuando el paisano se entera por boca de su patrón que “el vacuno va de ida”.

–¿Ese tambo marinero significaba derroche?

–A comienzos del siglo XX, los burgueses que viajaban a Europa gastaban a ciegas. La vaca era sinónimo de opulencia. Esa imagen de derroche está presente en nosotros, como la certeza de que nunca se pensó en implementar políticas que capitalizaran la abundancia para beneficiar a los que menos tienen. Es un lugar común, pero quién no escuchó decir que la Argentina es un país privilegiado, que tenemos todos los climas y que nadie se muere de hambre. Esa hipótesis de país rico la tuvieron los inmigrantes y la tenemos nosotros. Visto desde afuera no se entiende por qué no pudimos constituir un país feliz, con acceso a necesidades básicas, el alimento y la salud, educación y cultura. Algo que, creo, puede resolverse con un acto de grandeza política y capacidad administrativa.

–De la humorada surge una crítica al niño bien y al peón. ¿La brutalidad se socializa?

–Estos personajes son elementos de una misma sociedad. Como en Babilonia, de Armando Discépolo, los patrones y criados constituyen un mismo cuerpo social. Parecen contrarios, pero no lo son. El niño rico es un cínico y el peón un ingenuo, pero sólo al comienzo de la relación. Después, cuando el paisano entiende cómo es el juego de la traición se produce una real unidad de opuestos. Los cómicos que cuentan esta historia están mostrando cómo se conforma esa unidad y la relación de poder. El dominio es para el que posee mayor velocidad mental.

–¿Este comportamiento implica el sacrificio de alguien?

–Exacto. Sacrificio que deriva de la traición de los personajes y es una constante en la historia argentina.

–¿Al poder se asciende por velocidad mental?

–Quien piensa rápido actúa inmediatamente y tiene los medios para imponer sus decisiones, adquiere ventajas extraordinarias respecto del que carece de esas habilidades. Y si a eso le sumamos el “servicio” que le hacen los intelectuales y funcionarios, ¿quién podrá detener al veloz? Pensemos en el hombre de la calle. ¿De qué manera puede oponerse a medidas económicas que cree desfavorables si carece de los elementos intelectuales para sostener una discusión? Ese hombre calla y prefiere confiar en quien está en la función pública, suponiendo que posee herramientas para el debate. El problema es que muchos especialistas trabajan para ellos y no para el pueblo. Solamente nuestra persistente ingenuidad nos impide ver el engaño.

–Esta es su tercera experiencia como director. ¿En qué aspecto se siente más exigido?

–En el trabajo social, que es intenso, porque el director es alguien a quien todos miran esperando que resuelva problemas. Uno de esos trabajos sociales es bajar el nivel de angustia de los intérpretes.

–Sus textos se pueden leer como literatura. ¿Qué opina de la escritura que no nace en soledad sino directamente en la escena?

–Aún no pasé por esta última experiencia, quizá porque veo al texto como soporte que trasciende al tiempo: algo que pude plasmar y podré retomar en otro momento, descubriéndole otras posibilidades. En general, las prácticas de escritura escénica generan textos de gran fugacidad, porque el soporte no es el texto sino el cuerpo sobre el cual se arma el discurso. Esto se volvió bandera entre la gente joven que encuentra en esa fugacidad motivo para construir. Yo sigo creyendo en la necesidad de elaborar un texto que tenga presencia por sobre el acto performático.

–¿Será que la fugacidad asusta cuando se tiene mucho trabajo hecho o se piensa que no habrá oportunidades en el futuro?

–Efectivamente, pero insisto en el texto, así como acepto el lenguaje popular como materia prima para producir sobre ésta una distorsión poética que transforme a los personajes. El niño... partió de un texto, pero pudo llevarse a escena por la colaboración de todo el equipo. Finalmente, mi trabajo de dirección ha sido seleccionar lo que creía mejor entre la multitud de signos que los intérpretes y técnicos me pusieron sobre la mesa. Tampoco pienso que la dirección debe ser de otra manera. No estoy de acuerdo con el director-dictador que tiene la obra armada en la cabeza y exige total acatamiento.

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“La imagen de derroche sigue presente”, dice Kartun.
 
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