Martes, 26 de agosto de 2014 | Hoy
TEATRO › MIKHAIL BARYSHNIKOV Y WILLEM DAFOE SE LUCEN EN THE OLD WOMAN, DIRIGIDA POR BOB WILSON
Los actores les ponen voz al hambre y sus estados, a la debilidad corporal y mental, a la agonizante calma y al sufrimiento que precede a la muerte, en un espectáculo que cautiva al público.
Por Hilda Cabrera
Como si se tratara de un espectáculo circense, los personajes de The Old Woman arman y desarman una rutina sencilla, levemente irónica, apelando a un humor de situación, tal vez necesario en el encuentro con un público que en la noche del estreno se mostró dispuesto a descubrir maravillas. Para no olvidar que los contrarios existen, el sonido de una explosión modificó el clima y puso en negro el espacio escénico, donde el actor y bailarín Mikhail Baryshnikov y el actor Willem Dafoe, los dos de máscara blanca y traje negro, sentados en una hamaca, cual disciplinados señores, recitaban un fragmento del texto de Daniil Kharms (1905-1942), poeta y escritor que inspiró esta puesta al texano Bob Wilson, quien a su vez se basó en la adaptación de Darryl Pinckney. En ese espacio abierto e indefinido que pasaba del negro más profundo a la luz radiante, los actores les ponían voz al hambre y sus estados, a la debilidad corporal y mental, a la agonizante calma y al sufrimiento que precede a la muerte. Y esto porque Kharms fue un ser molesto para el régimen de Stalin y por ello padeció cárcel y, según se ha escrito, murió de inanición.
Un chillido o un sonido metálico, un disparo o un grito separa cada escena, y la oscuridad devora en algún momento a los actores o atrapa a los geométricos objetos que caen y en ocasiones “vuelan”. Se salvan los que traen y llevan los ayudantes de escenario, figuras oscuras sobre un fondo de color. Entre tanta fragmentación, existe una historia: la de un escritor que en plan de armar su libro busca qué hacer, y que sin prevención alguna pregunta “qué hora es” a una vieja dama. La mujer responde mostrando un enorme reloj sin agujas, y grita cuando el hombre retoma su camino. En ese andar, el escritor es testigo de una escena que lo persigue y decide relatársela a un amigo. Sueño o pesadilla, cree haber visto a varias viejas damas que, por curiosas, caían desde lo alto y, nuevamente, a la mujer del reloj.
La irrealidad es posible ante la visión de las imágenes fugaces que “pinta” la luz en los espacios vacíos que ha creado Wilson y que el equipo técnico recrea a la perfección. Espacios que se pueblan de originales elementos de utilería mientras una luz descubre gestos y hasta una gran mancha roja que inquieta. El sonido es otro elemento fundamental en la puesta, sea el de un graznido, un silbato o el estampido de un arma; y lo es también la música que se suma a la original de Hall Villner.
El hombre de esta época no hace milagros, pero el escritor de esta historia pretende crear una fábula para “un hombre milagroso que no hace magia”. En este juego propuesto por Wilson, los actores se multiplican en roles, más allá de la supuesta “existencia” de un doble, porque no queda claro que las máscaras encubran a un único personaje, aun cuando repitan o vocalicen como niños en vía de aprendizaje aquello que el otro dice. Sólo recuperan alternancia cuando se animan a los comentarios. Lo evidente es que aun ante el desencuentro se sostienen uno con el otro. “Pienso en los dos como uno”, aclara Wilson en el programa de mano. Y quién se atreve a discutirlo.
Por el solo gusto de encontrar el hilo a la trama, tal vez una guía sea la mujer muerta que se instala por sus medios en la habitación del escritor, o quizás la afanosa búsqueda de una historia original para una novela. “¿No sabes qué está pasando?”, inquiere un personaje. “No me preocupa”, responde otro, mientras bailotea al compás de la música. La escena no es inocente: sobre el fondo del escenario aparecen proyectados los rostros de escritores y artistas rusos perseguidos, y a continuación la imagen de frente y de perfil de Kharms, fallecido en un hospital psiquiátrico de Leningrado. En esa secuencia, la luz, la escenografía y la palabra gritada adquieren carácter claustrofóbico. Una gran valija, símbolo de un viaje, anticipa el cierre de un espectáculo donde la cronología no ordena, porque The Old Woman no escatima avances ni retrocesos ni yuxtaposición de instantáneas. Tampoco desestima el rol de la luz, convertida en fuerza expresiva de un ritmo interior; y el papel que cumplen las emociones, transmitidas aquí por los creativos y carismáticos Baryshnikov y Dafoe. Se sabe que existe una pieza aún no estrenada del celebrado Bob Wilson. Su título es Bob’s Breakfast. Una obra nacida a instancias del fallecido psiquiatra y psicoanalista estadounidense Daniel Stern, quien ha dado cursos en el Watermill Center, de Nueva York. Los estudiosos aguardan la edición, convencidos de que Wilson los sorprenderá. Aún se recuerda en Buenos Aires su master class, de 2001, cuando, entre otras anécdotas, entusiasmó a sus seguidores, al narrar cómo había logrado que una tortuga atravesara la escena sin detenerse en 27 minutos. El recurso no era nuevo, porque ya en los años ‘60 Robert Rauschenberg soltaba tortugas a las que había adosado lámparas eléctricas para que en la oscuridad recorrieran la sala de un teatro. En The Old Woman el cierre tuvo carácter circense y los actores, despojados de sus roles, se despidieron con un cálido “amigos, esto es todo”.
Adaptación: Darryl Pinckney.
Elenco: Mikhail Baryshnikov y Willem Dafoe.
Dirección, diseño de escenografía y concepto de luces: Robert Wilson.
Música: Hal Willner.
Vestuario: Jacques Reynaud.
Lugar: Teatro Opera Allianz, Av. Corrientes 860 (4326-1335). Funciones hasta el 31 de agosto.
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