Jueves, 28 de agosto de 2014 | Hoy
TEATRO › MUÑECA, DE ARMANDO DISCEPOLO, DIRIGIDA POR POMPEYO AUDIVERT Y ANDRES MANGONE
Un hombre adinerado que “resucita” del letargo por el abandono de una mujer, que huyó enamorada de otro, y la propuesta de un encuentro íntimo marcan una puesta que subraya el enamoramiento y la vulnerabilidad del varón atrapado en una sociedad de zonas turbias.
Por Hilda Cabrera
Acaso expresión del dolor existencial, un personaje enmarca su rostro y grita sin articular ningún sonido. Es suficiente el gesto del actor para imaginar el desgarro que anticipa esta escena de Muñeca, obra de 1924 de Armando Discépolo (1887-1971) que, en versión del actor, director y autor Pompeyo Audivert, continúa en cartel en la Sala Solidaridad del Centro Cultural de la Cooperación. El gesto se inspira en El grito, creación del artista noruego Edvard Munch (1863-1944), pintor y grabador influido por el expresionismo alemán de comienzos del siglo XX. Aquella primera secuencia marca este trabajo que dirigen Audivert y Andrés Mangone, donde el adinerado Anselmo “resucita” del letargo en el que lo sumió el abandono de la bella y joven Muñeca. Asistido por sus amigos de “farra” compartida, el hombre retorna de una falsa muerte, o de un sueño, con el aspecto de una figura inventada que toma vida por obra de un sortilegio (o una descarga eléctrica). Impresionan su bamboleante y mecánico andar y su rostro, contrario a los cánones de belleza. Sus amigos, “farabutes bien vestidos”, según Perla, amiga del placer y el juego, y parte de ese cortejo solidario que gasta en carreras, drogas y viajes, harán lo imposible por hallar a la bella que se ha fugado, a su vez, enamorada del joven Enrique, otro de los protegidos de Anselmo.
El escepticismo y la broma prosperan en ese ambiente decadente, donde los varones potencian su misoginia ante la desaparición de la mujer. Con la intención de revitalizar a Anselmo, el baldado Mora pide a Enrique entregar a Muñeca, porque al gran amigo “se le acaban las horas de dicha”, y porque “las mujeres no sufren por estas cosas, se hacen las que sufren, pero les gusta”. La puesta subraya el enamoramiento y la vulnerabilidad del varón atrapado en una sociedad de zonas turbias, donde Muñeca expresa su indefensión y erotismo a través de los textos y poemas de la autora uruguaya Marosa di Giorgio (1932-2004).
La libertad e inventiva que se advierten en la obra, así como su fragmentación, permiten intercambiar escenas, abrir la historia y aventurar nuevos interrogantes. El diseño de luces de Leandra Rodríguez y la música y composición en vivo del cellista Claudio Peña inciden creativamente en cada situación, incluida la impiadosa escena en la que Muñeca, de regreso en la casa de Anselmo, necesita recordar “algo de la niñez para enfrentar el sacrificio” del resistido encuentro amoroso. Ella, como los otros personajes de esta historia, actuados por un elenco sobresaliente, hará el gesto de enmarcar su rostro. Sólo eso, porque su quebranto es otro.
El mal no fracasa, y Anselmo, el rechazado, enfrenta al espejo como si éste fuera su enemigo: “Estoy condenado a un tormento infernal, a no reconocerme”, se lamenta. La máscara, instrumento de síntesis que al hipócrita no le sirve para mentir, es una impostura para Mora, quien intenta reconciliarlo con la melancolía e insiste en que el espejo es la máscara, el impostor, y el verdadero rostro, el interior, el que no se ve. La obra arroja comentarios políticos sobre la historia argentina, breves y entre pausas; críticas en torno de la falsedad de ciertos principios y sobre violencias que enmascaran debilidades. Porque es “fácil perder la razón” cuando se postergan derechos y se arrasa con las necesarias “condiciones de visibilidad histórica para continuar”.
En oposición a la esperanza destruida, la coreografía que pone alas a los enamorados Muñeca y Enrique da idea de un futuro posible, vedado al fiel Mora, quien percibe el dolor de Anselmo como un reproche. Retrato de una teatralidad que enlaza épocas, esta versión desentraña incógnitas en cada personaje; en Muñeca, condenada a morir y resucitar eternamente, y en un Anselmo que, estancado en una situación sin salida, es reflejo de una identidad confundida en la búsqueda del cómo y el por qué de su realidad.
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