TEATRO › SALTO, COMEDIA TRAGICA EN ALTA MAR, DE MERCEDES HERNANDEZ
Después de tres años de trajinar el mundo junto a la inmensa troupe del Cirque du Soleil, la clown argentina pegó un salto sin red, dejó la compañía y ahora se presenta sola sobre el escenario con un espectáculo de corte beckettiano.
› Por María Daniela Yaccar
A Mercedes Hernández la rodearon durante tres años más de cincuenta artistas de variadas culturas y talentos. Además, la vieron 2500 espectadores por noche: es una de las clowns argentinas que tuvo la suerte y el talento como para pegarla en el Cirque du Soleil. En marzo del año pasado sorprendió a las mentes estructuradas de sus conocidos al renunciar a los brillos del circo más célebre del mundo –por entonces, trabajaba en Varekai– para mostrar su arte en una sala teatral pequeña, íntima e independiente de la ciudad de Buenos Aires. Mercedes Hernández dio un Salto, y no casualmente el unipersonal que está presentando en No Avestruz se llama así (este domingo y el próximo en Humboldt 1857, a las 21).
“Sí, te aplauden 2500 personas por noche. Pero a lo mejor llegás al hotel y te encontrás sola, mirando la tele en China”, grafica la actriz, sin olvidarse, claro, de las posibilidades casi únicas que le ofreció la compañía canadiense, que van más allá del cachet: “Afiné mi instrumento como actriz, aprendí de precisión, de claridad, afronté el desafío de comunicar a personas que están ubicadas muy lejos y que son tantas”. En síntesis: “Me sirvió un montón y me ayudó a crecer y mucho”, concluye.
Cuando en 2013 dejó de ser la payasa de uno de los números de Varekai –que la llevó de gira por distintos países de Europa, Asia y Sudamérica– tenía ya algo en mente. “Después de estar tres años trabajando en una gran maquinaria de espectáculos, repitiendo siempre la misma rutina, haciendo mil funciones del mismo show, tenía una gran necesidad de crear algo nuevo, propio. Tenía hambre de creatividad. Y el desafío era hacer algo opuesto a lo que estaba haciendo”, cuenta. Antes la acompañaban 56 artistas. Ahora está completamente sola en el escenario, aunque sostenida por un equipo. De hecho, la dirección de su espectáculo está en manos de otras dos mujeres, Luisina Di Chenna y María Florencia Alvarez.
Ese “algo propio” resultó ser Salto, comedia trágica en alta mar, su primer unipersonal, la historia de Rita, cantante de ópera de un crucero que se lanza al mar en un bote, para vivir una vida llena de riesgos y por fuera de lo estipulado. Las similitudes con la realidad no son mera coincidencia. Como suele suceder en los espectáculos clownescos, el material biográfico está a la vista en lo que se cuenta. “El paralelismo es muy fuerte”, dice la actriz. “Tomamos mi historia y la universalizamos para que diferentes personas en sus situaciones se sientan identificadas. Cuando dejé la renombrada compañía canadiense, sentí que daba un salto de mucha valentía. Porque lo tenía todo ahí. Uno puede estar en un bote, a la deriva, pero con la esperanza de llegar a buen puerto y de aprender de ese trayecto, de crecer y valorar las pequeñas cosas”, sostiene.
En Salto, Hernández actúa valiéndose de las herramientas del clown. Tuvo varios maestros: Gabriel Chame Buendía, Marcelo Katz, Marina Barbera, Marcelo Savignone y Daniel Casablanca fueron algunos. En esta obra, que roza el absurdo, sobresale la dimensión gestual de la actriz, que trabaja prácticamente todo lo que dura el espectáculo arriba de ese bote que navega por las aguas del riesgo. Es una imagen profundamente “beckettiana”: la palabra emerge desde la inmovilidad del cuerpo.
–El Cirque suele buscar payasos argentinos. ¿Por qué cree que se produce esto?
–Es cierto, exportamos payasos. En Buenos Aires hay una gran pasión por el arte y el que decide ser artista se la tiene que jugar al ciento por ciento. Eso conlleva una calidad artística de un nivel alto. En cuanto a la comicidad y el clown, supongo que tenemos una capacidad muy importante de reírnos de nosotros mismos, que encaramos la vida con soltura y apertura, por nuestra cultura. Son aspectos que al clown le sirven mucho: la aceptación del presente y del ridículo. Puede que los argentinos tengamos facilidad para eso.
–¿Cuándo abrazó el clown?
–Hacía teatro de chica. A los 18 hice mi primer curso de clown. Llegué de casualidad, en 2000. No sabía bien que era, porque en esa época no había tantos cursos como ahora. Cuando tuve el primer encuentro con el público sentí gratificación y placer por ese ida y vuelta que se genera y por la cuestión de hacer reír. Sentí que era más especial que las veces que hacía teatro, me sentí identificada enseguida con la técnica. Me enamora eso de poder reírse de todo lo que le sucede a uno, sea bueno o malo. La aceptación del costado ridículo de cada uno es sanadora, te ayuda a llevar la vida más fácil. Me parece que poner eso en escena genera una empatía efectiva con el público.
–¿Por qué el personaje de Salto es una cantante de ópera?
–Esta idea surgió en un laboratorio de montaje que hice con Savignone. Llevé esa idea disparadora al trabajo de creación colectiva, al equipo que formamos con las directoras y la asistente (Sofía Stafforini). Nos motivó la temática de la toma de decisiones, de la libertad, de las consecuencias que tienen las decisiones que tomamos, de la valentía, que es un gran tema en los artistas y en todos.
–La mayor parte de la obra transcurre en el bote. ¿Qué posibilidades dramáticas le abrió esta decisión?
–Mucha gente me señala eso. Acepté desde un principio que la obra sucedía ahí. Me lleva a la economía del movimiento. No me puedo explayar, ponerme a bailar un malambo. Y me lleva a profundizar en la actuación, a ser precisa en lo que transmito. Es un desafío interesante: no hago porque sí. Aparte, la elección de que haya poco texto lleva a la valoración de cada gesto. El texto está para dar indicios, colaborar con la construcción de la historia, pero no dependemos de él ni por casualidad, sino de los estados que atraviesa el personaje.
–¿Por qué define a la obra como comedia trágica?
–Me gusta cuando la comedia se desprende de la tragedia. A veces la gente se ríe para no llorar. Acompaña al personaje en esta historia, que se torna cada vez más trágica. La vida siempre es una de cal y una de arena. Uno siempre tiene que balancear cosas buenas y malas que le suceden. Y en el teatro esta combinación siempre es interesante. El clown es trágico de por sí: el público se ríe de la tragedia del payaso, que se cae, se tropieza, llora. Pero no hay burla, sino que identifica, porque todos nos sentimos así en algún momento.
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