Dom 13.08.2006
espectaculos

TEATRO › MAÑANA SE CUMPLEN CINCUENTA AÑOS DE LA MUERTE DE BERTOLT BRECHT, FIGURA CENTRAL DE LA ESCENA

La estela de un dramaturgo irrepetible

Cosechó admiraciones y odios sin medias tintas, pero su obra no hace más que confirmar el talento de un autor excepcional, traducido en obras, poemas y canciones que sacuden al público.

› Por Hilda Cabrera

Poeta de la otra cara de la medalla –como se lo llamó por su actitud crítica ante la hipocresía y las reglas sociales injustas–, el dramaturgo y teórico Bertolt Brecht es en estos días centro de homenajes, al cumplirse mañana cincuenta años de su muerte en Berlín, ciudad a la que regresó tras un exilio que le obligó a peregrinar por Dinamarca, Suecia, Finlandia, Inglaterra y Estados Unidos. Atento a ese reverso que no brilla, recreó el teatro político o de opinión, términos que no son sinónimos pero que en este autor se confunden, y genera desconfianza por aquello de que lo político tiene tufo a capilla y propicia el viboreo o transformismo ideológico. Recordar a Brecht supone apreciar la carga reveladora de sus paradojas escénicas, la singularidad de sus poemas, canciones y relatos breves, formas todas que acercan temas puntuales, asuntos que, siendo cotidianos, resisten el paso del tiempo, como el amor y la guerra y las pequeñas y grandes acciones humanas que Brecht supo traducir en una especie de presente continuo, nunca plácido. Su poesía y teatro sacuden al lector o espectador que logra descubrir ese universo de contradicciones y dudas que atañen al humano y que este autor expone con deliberada alternancia.

Creador de personajes que sugieren extrema fortaleza o debilidad, no ha despreciado la complejidad de los sentimientos. Allí están para ejemplificarlo dos obras cumbre: Madre coraje y sus hijos, pieza de teatro popular destinada a quienes sufren la guerra, a los que pierden todo y no a los que lucran con la tragedia, pues a ésos no les hace mella ninguna madre ni ningún coraje. Otra es Vida de Galilei, que reescribió por última vez entre 1954 y 1956, testimonio de una época y fuente de inspiración de otros artistas que hallaron en aquel episodio equivalentes en su propio tiempo. Las marcas de la historia no le fueron ajenas a Brecht, que nació el 10 de febrero de 1898 y murió de un ataque cardíaco el 14 de agosto de 1956, luego de un periplo batallador. Del período estadounidense de este comunista que nunca se afilió al partido y criticó a políticos y funcionarios, se recuerda su comparecencia ante la Comisión Investigadora de Actividades Antinorteamericanas, en 1947, acusado por el senador Joseph McCarthy de hacer propaganda del comunismo.

Berlín fue la ciudad en la que había fundado el Berliner Ensemble junto a su esposa, la actriz Helene Weigel, y otros artistas, a fines de la década de 1940. Entonces era Berlín Este, donde hoy se encuentra el Archivo y Biblioteca Brecht. Claro que no fue el mismo elenco el que trajo a Argentina, en 1997, La resistible ascensión de Arturo Ui, parodia concebida en 1941 para referirse al ascenso de Hitler, pero impactó a todos. En la versión de Heiner Müller, la impresión de catástrofe social era un asunto del presente. Sin duda, Brecht, como los grandes, era nuestro contemporáneo.

La sede del Berliner, construida en 1891, le fue ofrecida al dramaturgo en 1954, dos años antes de su muerte. Aceptó. Berlín había sido la ciudad en la que se inició en los años ’20, en el Deutsches Theater, como asistente de Erwin Piscator y Max Reinhardt. Allí estrenó en 1922 Tambores en la noche y logró imponerse en 1927 con un compendio de poesías (Hauspostille). Antes había presentado En la jungla de las ciudades (1923), en Munich, y conocido a Weigel. Se vio obligado a abandonar Alemania cuando Hitler tomó el poder en 1933. Varios de sus libros ardieron en la pira del 10 de mayo de ese año frente al Teatro de la Opera de Berlín.

Sobre Brecht se han usado todos los superlativos, pero también se le han propinado críticas feroces. Fue descalificado y acusado, y se defendió. Decía hacer un culto de la duda. Lo zarandearon en varios escritos. En Vida y mentira de Bertolt Brecht, por ejemplo. Allí, el estadounidense John Fuegi, profesor de la Universidad de Maryland, lo acusa de plagiario y obseso sexual. De las fuentes se ocupó mucho antes Martín Esslin en Brecht, el hombre y su obra (1959). En los últimos años el crítico literario Werner Mittenzwei hizo su aporte. Alegó apropiación del talento de los colaboradores Elisabeth Hauptmann, Ruth Berlau y Margarete Steffin. El equipo lo integraban Helene Weigel y en distintos períodos Kurt Weill, Paul Dessau, Lotte Lenja, mujer de Weill; Hanns Eisler y Lotte Eisner. A semejanza de otros grandes creadores –el ejemplo más famoso es el de William Shakespeare– abrevó en textos ajenos. Y lo justificaba: “La invención aislada y original ha perdido importancia”, escribió en el prólogo a su reelaboración de Antígona, de Sófocles. Esto fue en 1948 y sobre una versión de Friedrich Hölderlin.

La mezcla de estilos y disciplinas, la intencionalidad en el uso de las palabras y su ácido humor prendieron fuerte en Argentina, donde –se dijo– cada creador lo interpretó según su parecer. Esto generó resquemores. Lo cierto es que no pasó inadvertido, tampoco para el público que en distintas épocas supo valorar obras como La resistible ascensión de Arturo Ui, Terror y miseria del Tercer Reich (de la que se escenificaron fragmentos), o Balada del soldado muerto, Si los tiburones fueran seres humanos, Las muletas y Preguntas de un obrero que lee, expresiones de una literatura que describe sin tapujos formas de sometimiento y alerta sobre el real desprecio de los opresores. El material pedagógico de este dramaturgo fue tema de debate y fervores no resueltos. Lo expuso en La medida; La excepción y la regla, incluso en Ascenso y caída de la ciudad de Mahagonny (de 1930), con música de Kurt Weill, coautor de La ópera de dos centavos, estrenada en Berlín en 1928. En ciertos círculos, prendió el antifascismo y pacifismo que traducían sus trabajos (Madre coraje es en este punto representativa) y su famoso método del distanciamiento que consistía –simplificando– en permitir que el espectador reflexionara, también desde las emociones pero sin abrumarlo con melodramas.

Estos y otros asuntos incidieron en el teatro independiente argentino de los años ’50, e incluso antes. En 1946 –y por insistencia de un director nacido en Francia de padres argentinos– se estrenó El delator, una de las escenas que componen Terror y miseria del Tercer Reich, con actuación de Lydia Lamaison. Según registros, ese texto había sido publicado en la revista Sur, de Victoria Ocampo. ¿Influyó la situación política que se vivía en Argentina? Lo real es que hubo funciones en el Teatro Smart (cine reformado en 1945, luego Blanca Podestá y hoy sede de Multiteatro). El escenógrafo fue el gran Saulo Benavente. Los críticos derramaron elogios, aunque no faltó el especialista apesadumbrado que la calificara de panfleto antihitlerista. Otros fragmentos de Terror... se escenificaron en idish, en el teatro IFT, y tiempo después en castellano. Pedro Asquini y Alejandra Boero, fundadores de Nuevo Teatro, ofrecieron funciones de Madre coraje, en 1954. Por este trabajo (y varios más), estos artistas comparecieron ante la Sección Especial de Lucha contra el Comunismo, organización que pertenecía a la Policía Federal.

Y hubo más: Manuel Iedvabni estrenó en 1956 La condena de Lúculo, llevándola a instituciones culturales y clubes de barrio. No acabó ahí su empuje: La resistible..., El círculo de tiza caucasiano, Santa Juana de los Mataderos, Fábula del jamón cocido (con Boero y Lovero) y Contra la seducción. Los brechtianos avanzaban: la actriz Inda Ledesma dirigió en 1963 Las aventuras del soldado Schweyk; la actriz Cipe Lincovsky –quien trabajó en el Berliner junto a Helene Weigel– ideó y protagonizó numerosos espectáculos sobre textos de Brecht; Ricardo Halac, dramaturgo que pasó también por el Berliner; Oscar Fessler, que nació en Alemania, pero fue uno de los maestros y directores que aportaron ideas sobre el dramaturgo y su obra, y quien estrenó en 1972 El círculo de tiza caucasiano (ver recuadro); Alfredo Zemma y su puesta de La resistible ascensión..., ofrecida en el Bambalinas. Los trabajos de Jaime Kogan: Mahagonny, en el Teatro Colón, y Galileo Galilei en el San Martín, protagonizada por Walter Santa Ana, Graciela Araujo y Danilo Devizia. En el Payró, Diego Kogan presentó temporadas atrás escenas de Terror y miseria... Y la lista sigue: La excepción y la regla, con Manuel Callau y dirección de Francisco Javier; Happy End y La ópera..., dirigidas por Daniel Suárez Marzal; otra versión de Terror..., conducida por Beatriz Matar; las coreografías de Oscar Araiz para su versión de Los siete pecados capitales, otro montaje

de El señor Puntila y su sirviente Matti, con Roberto Carnaghi y Cutuli; y el Galileo que dirigió Rubén Szuchmacher en el San Martín.

Entre los pioneros, Onofre Lovero participó, a veces como actor y otras como director, de La ópera...; A este extremo hemos llegado (sobre textos y poemas de Brecht), junto al pianista Gustavo Codina y dirección de Iedvabni; Galileo Galilei; Santa Juana... y El alma buena de Se-Chuan. Obras que propiciaban “la duda activa”, el “cara a cara”, y exige opiniones, pues, se sabe, el mayor peligro del teatro –para algunos “metáfora de la realidad”– es confirmarle al público lo que éste cree ser. Las obras de Brecht tienen peso y sarcasmo, pero no aniquilan a ese público que se entrena en el debate y no está entre los convencidos.

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