Jueves, 30 de abril de 2015 | Hoy
TEATRO › EL ACTOR, COREóGRAFO Y DIRECTOR TEATRAL JEAN-FRANçOIS CASANOVAS FALLECIó AYER A LOS 65 AñOS
Emblema de los ’80, junto a su Grupo Caviar, o en conjunción con la artista plástica Renata Schussheim y el coreógrafo Oscar Araiz, impulsó una nueva forma de hacer teatro con números siempre irreverentes, en los que construía personajes de todo tipo.
Por Paula Sabatés
La noticia se conoció en las redes sociales, pasadas las 3 de la madrugada de ayer. Un rato antes, en el Hospital Anchorena de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, había fallecido a los 65 años Jean-François Casanovas, actor, coreógrafo y director teatral, víctima de un cáncer de hígado que lo tenía internado desde enero. Lo informaron las cuentas de Facebook y Twitter del Grupo Caviar, emblema de la posdictadura, que el multifacético e incatalogable artista fundó a principios de los ’80, y que desde entonces dirigía. Nacido en Francia, impulsó en la Argentina una nueva forma de hacer teatro y revolucionó la escena porteña con sus números irreverentes, en los que construía personajes de todo tipo. Cercano siempre a los géneros del music-hall y el cabaret, nunca dejó de trabajar. Incluso estrenó un espectáculo a comienzos de la temporada teatral 2015, que casi no pudo disfrutar. Sus restos fueron velados y luego fue trasladado al cementerio privado Parque Iraola, en la localidad bonaerense de Hudson.
Casanovas nació en París el 26 de mayo de 1949. De chico nunca hubiera imaginado su futuro: víctima de un severo problema óseo, tuvo una pierna enyesada durante ocho años (hasta sus 16), lo que le impidió caminar y por ende ir a la escuela, como el resto de los chicos de su edad. Cuando pudo hacerlo –a los 21, luego de varias operaciones–, ya había invertido mucho tiempo en lecturas de todo tipo, y también había aprendido mucho del cine y la televisión. Esa inclinación artística casi obligada lo llevó, años más tarde, a graduarse en filosofía y letras, y en idiomas. También a subirse a un escenario, la forma que encontró –dijo una vez– para “recuperar” su vida, esa que había tenido inactiva por tantos años. “Quería vivir y subirme a un escenario, que me aplaudieran porque me lo merecía”, recordaba el año pasado en televisión.
Desde entonces no paró: tras un año de trabajo en una entidad bancaria en Francia, se dio cuenta de que lo suyo eran las tablas. Hizo algunos castings y finalmente empezó a trabajar en teatro. Lo hizo un par de años, pero estaba seguro de que no le interesaba quedarse a vivir en Europa, así que agarró sus valijas y partió. Su idea era ir a Australia, pero “las cosas de la vida”, como dijo alguna vez, hicieron que terminara en la Argentina, país al que conocía gracias a una de las estampitas de su por entonces colección, que llevaba el rostro de Eva Perón. Tenía 30 años y las luces del centro porteño lo encandilaron. Nunca más se fue. De hecho, en varias oportunidades aseguró que Buenos Aires fue su lugar en el mundo. Lo definió como un sitio “imperfecto, en el que todo puede suceder”.
Claro que era imperfecto. Cuando llegó al país, Casanovas no tenía idea de que había una dictadura al mando del Estado. “Es que era joven y tonto. Tenía 30, pero era muy boludo también. No estaba metido en la política de Latinoamérica. ¿Podés creer que alguien no esté enterado de esas cosas? Yo fui ese alguien”, contó en una entrevista. Aunque la ignorancia le duró poco y la falta de miedo también. Apenas veinte funciones pudo hacer con el espectáculo que trajo de Francia; luego fue censurado por los militares por mostrar una teta y, aunque al tiempo se le levantó la prohibición, el episodio lo obligó a cambiarle el nombre a su compañía. De Cóctel pasó a Caviar (curioso trance: como si hubiera elegido lo mejor de entre todo lo que hay en un gran banquete). Era 1980 y el multifacético artista no sabía entonces que estaba empezando a escribir la historia de uno de los grupos teatrales más importantes, innovadores y trasgresores de los años de posdictadura.
Con Caviar experimentó de todo. En todos los espectáculos que creó con la compañía –por la que desfilaron numerosos artistas–, explotó al máximo su talento y también procuró estar a la vanguardia: introdujo las máscaras, los grandes vestuarios, los múltiples personajes (fue, en escena, desde Tita Merello hasta Marlene Dietrich, entre muchas otras figuras) y creó así potentes varietés, perturbadoras y explosivas. Cuando la tecnología lo permitió, también, incluyó la proyección, el mapping y otras técnicas, que lo mantuvieron siempre vigente. En su último espectáculo, que había estrenado junto a Walter Soares (otro de los miembros históricos de Caviar) el pasado 2 de diciembre en Colón, Entre Ríos, se evidenció esa búsqueda de actualidad, que persiguió desde el comienzo. Como otros de sus emblemáticos espectáculos (Hoy Caviar, Caviar con fernet, Espíritu del éxtasis, Hot Vudú), también en ese se reinventaba.
“Me sedujo la máscara: poder ser durante tres minutos otra persona, y en un espectáculo de una hora y media poder hacer veinte personajes distintos. Para un geminiano como yo, es algo muy importante”, dijo el creador a Página/12, consultado sobre su manía de transformarse en otros seres. “Es una máscara mucho más fantasiosa que el objeto máscara en sí: contiene la expresión, el movimiento, los músculos de la cara”, sintetizaba con pasión. A este diario también le dijo una vez que Caviar era “espejismo”: “Finalmente Caviar soy yo, los bailarines van cambiando y a veces hay demasiadas idiosincrasias en juego, demasiados egos. Francamente, es agotador”.
Las plumas, los brillos, los disfraces, las máscaras. La estética que impuso fue una ruptura con respecto a los géneros teatrales porteños más conservadores y desde los comienzos debió cargar con rótulos que venían de afuera. A menudo se decía que sus espectáculos tenían una “estética gay”, aunque el coreógrafo siempre luchó contra las etiquetas. “Que Caviar es transformista, travesti o gay. No es ninguna de las tres. Si sos tan retrógrado para ignorar que en este momento hay tres o cuatro géneros sexuales, bueno... hay que ser muy pelotudo”, expresaba. “Desde que yo llegué acá con mi primer espectáculo, la verdad es que nunca nadie dijo que era un espectáculo gay. Caviar siempre fue considerado como algo sofisticado, pero a nadie se le ocurrió decir que éramos todos putos”, afirmaba.
Pero además de Caviar, Casanovas mantuvo una estrecha relación con otros importantes artistas de su generación, con los que trabajó en sociedad o realizó colaboraciones artísticas. Con la artista plástica Renata Schussheim y el coreógrafo Oscar Araiz, por ejemplo, formó una tríada creativa que cosechó grandes espectáculos. De esa especie de “matrimonio”, como lo definieron a Página/12 en 2010, nacieron varios hijos: el primero en el ’84, el último hace cinco años. En el medio, Los siete pecados capitales, Boquitas pintadas, Varieté y La cabalgata argentina fueron algunos de los trabajos que hicieron en conjunto y que resonaron fuerte en la cartelera porteña de distintos momentos.
También colaboró artísticamente en recitales de rock: primero con Virus en un videoclip y luego con Charly García, a quien admiraba profundamente. Con él estuvo en la recordada presentación de Piano Bar, que se hizo en mayo de 1985 en el Luna Park, y también en los dos conciertos que el músico realizó en el Teatro Colón en 2013, bajo el título de Líneas paralelas. En ellos aportó su cuerpo de baile, en lo que resultó un gran espectáculo. Asimismo, fue invitado especial en los espectáculos de otros grandes de las artes escénicas, tales como Julio Bocca y Moria Casán, entre otros.
Pese a su fama, nunca estuvo muy cerca de los escándalos, hasta hace unos años, cuando protagonizó una pelea televisiva con Aníbal Pachano, coreógrafo y teatrista que también impulsó su compañía Botton Tap en paralelo a Caviar. Con el hombre de la galera intercambió algunos dichos desagradables y hasta tuvo una participación como jurado en el programa de Marcelo Tinelli (reemplazó en una oportunidad al mismo Pachano), donde redobló su exposición mediática. También trabajó con Ricardo Fort, personaje de exposición si los hubo, con quien hizo el espectáculo teatral Fort con Caviar. “La mediatización sirve para vender un producto y yo lo tengo”, dijo en esa oportunidad.
Siempre lookeado, con maquillaje, lentes enormes y brillantes, y trajes coloridos, Casanovas fue sin embargo alguien más que el excéntrico y estrafalario personaje que mostró por más de 35 años. Fue también un hombre que disfrutaba de vivir solo (se autodenominaba un “lobo estepario”) y de cumplir con sus rituales, entre ellos fumar y tomar de noche, momento en el que encontraba la paz. Decía que contaba con pocos pero “entrañables” amigos (a Araiz, Schussheim y Soares los consideró directamente su familia), y que tenía asumido que era “absolutamente inaguantable”, porque hacía lo que se le antojara.
Durante los primeros días de diciembre, sin embargo, el brillo del coreógrafo se empezó a apagar. Casanovas comenzó con un fuerte dolor en la mitad del cuerpo, que al principio atribuyó al esfuerzo de los ensayos. Se trataba, sin embargo, de una complicación mayor, que lo obligó a dejar el escenario y a someterse a dos operaciones (la última, el viernes pasado) y a un coma inducido en el que permaneció hasta el final, a la espera de una recuperación que nunca llegó.
La enfermedad finalmente fue más fuerte que su cuerpo, pero no que su espíritu. En su paso a la inmortalidad, Jean-François Casanovas volvió a hacer algo que acostumbró en vida: se reinventó. Al menos así lo sintieron ayer cientos de amigos y seguidores, que a través de las redes sociales expresaron tristeza, pero también recordaron con alegría y admiración a ese creador tan inusual y creativo que eligió a la Argentina como segunda casa. Y que la hizo propia.
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