TEATRO › RAMIRO Y SOFIA GUGGIARI PRESENTAN LA VOLUNTAD DE LOS MONSTRUOS EN EL ABASTO SOCIAL CLUB
Ella es actriz y él, director y dramaturgo. Los nietos de Eduardo “Tato” Pavlovsky se criaron rodeados de teatro, también de psicoanálisis. “Crecimos hablando de deseo y de sexualidad. Son temas de los que estamos empapados”, reconocen.
› Por María Daniela Yaccar
No se acuerdan con exactitud la edad, pero eran unos niñitos cuando fueron por primera vez al teatro, a ver Rojos globos rojos, escrita por su abuelo, Tato Pavlovsky, quien también actuaba. Sofía Guggiari es fundamentalmente actriz y le queda un año para recibirse de psicóloga; Ramiro, su hermano, un año y unos meses mayor, eligió la dramaturgia y la dirección. A muy poco tiempo del fallecimiento de Tato, el recuerdo de aquella noche en Babilonia a mediados de la década del 90 aparece para reinterpretar el presente. “Era mucho cuerpo. Me acuerdo de que los actores estaban transpirados y escupían”, relata Sofía. “La obra no daba para que la viera un chico –advierte Ramiro–. Planteaba temas sexuales, violentos, angustiosos. Me fui asustado y sintiendo que el teatro tiene que dar miedo. ¡Ahora quiero un poco eso!”, define el director de La voluntad de los monstruos (viernes a las 23 en Abasto Social Club, Yatay 666).
El sexo, la muerte, el poder: los grandes tópicos del teatro están muy a la vista en esta obra que busca generar un “impacto” en sus espectadores, coinciden los hermanos Guggiari, amantes del cine de terror. El espectáculo, en el que actúan, además de Sofía, Felipe Grieben Saubidet, Mariana Huss, Pablo Toporosi y Horacio Pucheta, está compuesto por tres historias independientes entre sí, aunque con un hilo en común: el deseo. O la voluntad de los monstruos. La primera ocurre en un pueblo de la provincia de Buenos Aires a comienzos del siglo XX: es la historia de una posesión y de un exorcismo. La segunda transcurre en la época actual. Un director de cine porno busca a un nuevo actor en una barriada humilde. La última es la más onírica: en un futuro incierto, dos reyes tienen encerrado a un hombre como mascota humana. Una mujer quiere que le corten la cabeza y, entonces, se desarrolla el más ilegítimo de los juicios. Los actores tienen un gran desafío, al componer personajes tan diversos. Tanto la realización escenográfica de Alberto Sorianello como la música en vivo de Anahí Parrilla Belfer y Baltazar Oliver son aciertos de la puesta.
Sofía y Ramiro Guggiari se criaron rodeados de teatro, también de psicoanálisis (sus padres son terapeutas). ¿Cómo no tener cierta obsesión, entonces, con el deseo? “Es evidente que eso esté dando vueltas, porque crecimos hablando de deseo y de sexualidad. Son temas de los que estamos empapados”, reconoce Ramiro. “Recuerdo escuchar a mi papá hablando de masturbación, siendo yo muy chica. Y ahora, como estudiante, es tremendo: ¡leo mucho sobre el ano!”, remata Sofía, con un desparpajo que le fluye naturalmente. “Hay un recorrido sinuoso, laberíntico, en cómo construye su ‘tesis’ la obra. Plantea una oposición entre un cierto tipo de deseo que sería más pulsional y enloquecedor, y otra cosa que sería la voluntad, como deseo más organizado. Sin dudas, La voluntad de los monstruos habla del deseo. De cómo nos atrapa y nos asusta, pero sin juzgarlo”, se explaya el director y autor de Ruidos que atraviesan almohadas, Complexión, La isla de los niños, La colonia y Verte llorar. También es docente de dramaturgia.
La voluntad de los monstruos es, para ellos, más que una obra. La definen sin rodeos como la experiencia teatral “más linda” que han tenido desde que abrazaron esta pasión heredada, aunque “no como mandato, sino como deseo”. Fundamentalmente, es el trabajo más bello porque lo están transitando juntos. Ya se habían unido para La isla de los niños, pero se trataba de un espectáculo pensado para dos festivales (Escena y El Porvenir) y, por tanto, fue “una experiencia más cortita”. “Compartimos una mirada estética y ética. Tenemos una idea del teatro no como transformador social, porque no hacemos una revolución. Pero sí es transformador en el sentido de que queremos que al espectador le pase algo. Que se conmueva”, dice Sofía. Comparten, además, un maestro: Norman Briski. No ahorran elogios entre ellos: Ramiro dice que su hermana es “la mejor actriz” que conoce: “Tiene una cantidad de recursos y una calidad de trabajo que no son fáciles de encontrar. Es muy versátil y verdadera en su actuación. Es el tipo de actriz con el que me gusta trabajar. Quizás digo esto porque es mi hermana... quizás no”.
“Es porque es así. Soy muy buena y punto”, bromea Sofía. Devuelve el gesto: dice que le encanta trabajar con su hermano, porque se “mete mucho” en los ensayos, como si fuera uno de los actores, y porque es “muy pasional”. No obstante admite que no le fue tan fácil decidirse a participar del proyecto: tenía miedo de pelearse con Ramiro, porque los dos son así, pasionales. “Le dije ‘dejame verlo con mi psicóloga’. Es que de más chicos peleábamos mucho. Somos muy iguales y muy distintos. No quería pelearme con él. Era una posibilidad, pero no ocurrió; de hecho, todo lo contrario”, cuenta ella, también directora y dramaturga. Al final, todo resultó mejor de lo que esperaban. “Afianzamos nuestro vínculo como hermanos”, concluye Ramiro.
Veinticuatro horas después del estreno del espectáculo, moría Pavlovsky. “Hago teatro y estudio psicología. Así que este tipo me atravesó. Cuando falleció tuve una revelación interior: me di cuenta de que soy mucho de él. Es una figura que nos hizo marca. Justo murió después del estreno. Eso fue muy significativo: se mezcló lo familiar, la experiencia teatral, muere este tipo... fue muy movilizante”, describe Sofía. Ramiro no lloró en el velatorio, pero sí en el camarín en la previa de la segunda función, ya con Tato fallecido. Esa noche arengó a los actores para que dieran todo. Y para que dediquen el espectáculo a Pavlovsky.
Tato era todo el tiempo un maestro, según lo que cuenta Ramiro. Y era “oracular”: “No se entendía bien lo que decía. Tenías que tratar de interpretar un mensaje claro en una idea a veces onírica y laberíntica”. De entre los consejos que recibió de su parte, recuerda uno de los últimos. El joven estaba escribiendo La voluntad de los monstruos y se sentía “estancado e inseguro, sin saber por dónde ir”.
–Ya está, buscá a los actores. Empezá a ensayar. Se acabó la escritura. Eso es de antes. Al teatro hay que buscarlo ahí, con los cuerpos –apuntó Pavlovsky. Justo él.
–No estoy de acuerdo. Creo que existe la literatura dramática –objetó Guggiari.
–¡No existe! Decime uno que haga eso.
–Tennessee Williams.
–Es un muy buen ejemplo.
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