Martes, 26 de enero de 2016 | Hoy
TEATRO › JUGADORES, DE PAU MIRó, CON DIRECCIóN DE NELSON VALENTE
Roberto Carnaghi, Daniel Fanego, Luis Machín y Osmar Núñez integran el excepcional cuarteto de actores que les pone el cuerpo a los entrañables perdedores de la pieza del autor catalán, realzada por una impecable puesta en escena de Valente.
Por Paula Sabatés
Jugadores
De Pau Miró.
Actúan: Roberto Carnaghi, Daniel Fanego, Luis Machín, Osmar Núñez.
Adaptación: Ignacio Gómez.
Asistente de dirección: Gonzalo Martínez.
Diseño de escenografía e iluminación: Luciano Stecchina.
Diseño de vestuario: Valeria Cook.
Música original: Silvina Aspiazu.
Producción general: Sebastián Blutrach.
Coordinación técnica: Alberto López.
Dirección: Nelson Valente.
Funciones: de miércoles a domingos a las 20.30 en Teatro Picadero, Pasaje Santos Discépolo 1857.
La sospecha de que no puede salir mal inunda la sala del Teatro Picadero donde está por comenzar Jugadores, versión porteña de la obra Els jugadors, del dramaturgo catalán Pau Miró. Un simple repaso del equipo artístico al menos permite imaginarlo: los intérpretes son Roberto Carnaghi, Osmar Núñez, Daniel Fanego y Luis Machín, cuatro actores de grandes e impecables trayectorias, y quien los dirige es Nelson Valente, un talentoso teatrista oriundo del sur del Conurbano –donde fundó una compañía y un teatro, el Banfield Teatro Ensamble– que hace algunos años desembarcó en el off porteño con la premiada El loco y la camisa. Sin embargo, la expectativa que provoca ese equipo queda superada, luego de ver la función, por lo que realmente pasa en escena: algo mucho más grato y sorpresivo de lo que ya se esperaba de antemano, y que tiene que ver con la construcción de los vínculos entre los personajes, algo que no siempre sucede en obras del teatro comercial.
Antes que los vínculos, es justo decirlo, cada uno hace un logrado trabajo con su propio personaje. Carnaghi encarna a un peluquero desempleado que está convencido de que su mujer lo engaña, y lo hace con una verdad y una ternura que genera empatía inmediata con el público. Núñez, por su parte, hace de un actor cleptómano, un personaje que alcanza matices bien opuestos a los que el intérprete desplegó en su anterior protagónico, el de la obra El ángel de la culpa, y que demuestran su capacidad y talento para crear personajes bien diversos. En cuanto a Luis Machín, el del sepulturero enamorado de una prostituta es quizás el papel más logrado de los que hizo en teatro, lo mismo que sucede con el profesor de matemática de Daniel Fanego, quien también realiza una exquisita y sobresaliente interpretación.
Ninguno de los personajes tiene nombre, y hasta ellos mismos se llaman por su profesión. Sólo sabrá el espectador que los unen la pasión por el juego y un pasado de excesos, del que aparentemente pudieron salir. Cuando comienza la obra, hace tiempo que no se ven. Pero una situación extraordinaria (un problema del profesor, en cuya casa transcurrirá toda la acción) los vuelve a juntar, y el reencuentro será la excusa perfecta para hablar de sus vidas, actualizarse y contarse secretos que nunca se habían revelado entre sí. En esos diálogos en los que afianzan sus vínculos (a veces de los cuatro, y otra por parejas) es donde el público puede conocerlos también por separado. Porque los actores consiguen trazar relaciones tan profundas y verdaderas en la hora y media que dura la representación, que sus conversaciones se convierten en los túneles perfectos para entrar en cada uno de ellos. Y eso no se debe necesariamente a una empatía generacional (nunca habían trabajado juntos, de hecho, si bien se conocían), sino muy posiblemente a la dirección de Valente, que continúa en este trabajo con una exploración en la que lleva años: la de encontrar el teatro en lo relacional, en el roce necesario con el otro.
A todo ese minucioso trabajo –que equivale a la mitad de la pieza, cuanto menos– se le suman otras perlas: la música original de Silvina Aspiazu, impecable compañera de los distintos climas que se generan; la adaptación de Ignacio Gómez, que sin dar coordenadas espacio-temporales ubica al espectador en una cotidianidad similar a la suya, con la que puede identificarse; y el diseño de escenografía y de vestuario, a cargo de Luciano Stecchina y Valeria Cock, respectivamente, que terminan de crear la atmósfera algo aturdida de estos sujetos perdidos y “con unas vidas de mierda enfocadas a aquellas milésimas de segundo en las que la carta que decide una partida da la vuelta”, tal como los definió su director. Todo bajo la producción de Sebastián Blutrach, uno de los productores que más arriesga a la hora de encarar una producción teatral, donde la historia y los personajes son el valor central.
Dos cuestiones son, por último, dignas de destacar. La primera tiene que ver con una omisión: la de no mostrar, ni una vez, a los sujetos en situación de juego, si bien varias escenas terminan cuando los amigos están por comenzar una partida. Esa decisión, que puede dejar al espectador con las ganas de conocer a los personajes en “acción”, por el contrario los potencia, porque lo que se muestra de ellos termina siendo lo que se construye en torno a su adicción, y es allí donde afloran sus identidades: en lo que ellos son a partir del juego. La segunda tiene que ver con el registro. Jugadores se presenta como una obra de humor, y es verdad que lo es. Pero la etiqueta no obnubiló a Valente, y tampoco a los actores, a quienes quizás los años de oficio les demostraron que un gesto sincero puede, en escena, más que el mejor chiste. Y que la risa del público nace allí donde empieza el arte del actor: en su capacidad de jugar.
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