TEATRO › UNA PERSONA MUERE, CON DIRECCION DE FRANCISCO PRIM
Una historia novedosa y atractiva es el punto de partida para que el director lleve al extremo las posibilidades expresivas de los protagonistas. El resultado es una obra fresca, arriesgada y experimental como pocas de la cartelera porteña.
› Por Paula Sabatés
Se nota que es la primera obra que dirige Francisco Prim. Se nota porque Una persona muere es fresca, arriesgada y experimental como pocas obras de la cartelera porteña. Porque no tiene los vicios de quien puede repetirse, porque tiene la (sana) insolencia del que debuta y prueba: convenciones, códigos, formas. Modos de reinventar el teatro, sacudirlo, transformarlo y mostrar que él también puede hablarle al hoy.
El flamante director ya lo dijo a este diario: la obra es “una locura”. Y no porque para ella Prim haya convocado a un grupo de destacados debutantes de sus talleres de actuación en vez de a experimentados actores. Tampoco porque haya confiado ciegamente en un dramaturgo –Claudio Mattos– para que le escribiera la primera obra que iba a poner en escena. Sino porque, audaz, decidió potenciar esos factores y llevar al extremo las posibilidades expresivas de esos actores y ese texto y pedirles más, acaso lo máximo que pudieran dar.
De la historia conviene no adelantar mucho, ya que el título solo se hace cargo de eso. Basta con decir que ocurre en la casa de tres hermanos, cada uno de los cuales tiene su particularidad: Nicolás es la cara visible de una publicidad de alfajor, y su repentina fama, incluso internacional, lo arrastra a una paranoia que divierte a su hermana Celestina (escritora, fundamental para el desarrollo de la acción) y desespera a Ana, la mayor, la que quiere por fin irse de la casa y buscar una vida mejor. Cuando esta última presenta en la casa a Marcelo, con quien hace poco empezó una relación, sus hermanos harán lo imposible para detenerla. Incluso, inventar un personaje de ficción (surgido de la pluma de Celestina) para que forme parte central de ese plan de destrucción.
Lo interesante, más allá del atractivo de la historia en sí –novedosa y rebuscada en la medida justa para volverla atractiva–, son todas las posibilidades que da para su concreción. Porque de ese texto que Mattos entregó al elenco hasta su puesta misma en escena hay, al menos, dos grandes decisiones: la de jugar, y la de hacerlo a fondo. Prim no se detiene en las dificultades (ni siquiera en una tan enorme como hacer convivir a personajes “reales” con uno “ficticio”), y explora al máximo los recursos que tiene a su alcance para lograrlo. Aprovecha la música, le saca el jugo a objetos, coquetea con la luz, todo con una clara idea de lo que quiere contar.
Claro que no está solo en la apuesta. De hecho, tuvo de aliados a algunos de los mejores puestistas de la ciudad, tales como René Diviú en el diseño de espacio escénico y vestuario, y Ricardo Sica en la puesta de luces (gran protagonista, también, de lo que se ve en escena). Incluso, el director se asesoró (con Osvaldo Bermúdez) para la ejecución de las escenas de violencia, que tienen una gran importancia en la obra, en un atractivo juego dual con el humor.
Pero basta con ver cinco minutos de la primera escena para notar lo absolutamente esencial. Y son los cuerpos y las actitudes de Nicolás Martuccio, Romina Brosio, Carla Pezé Di Carlo, Flor Chmelik Martinec y Sebastián Chapy. Ese elenco al que Prim dio vida y que ahora, con la satisfacción del que mucho dio, de a poco suelta. Para que empiecen a ser ellos quienes se hagan cargo de un nuevo teatro y una nueva estética. Esa que tanta falta hace en un contexto donde es necesario reafirmar que el arte puede movilizar. Y que debe hacerlo.
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