Jueves, 15 de febrero de 2007 | Hoy
TEATRO › ENTREVISTA A EDUARDO ROVNER Y FRANCISCO JAVIER
El autor y el director teatral explican el sentido de El otro y su sombra, la obra montada en el Teatro del Pueblo. “Es un mosaico de escenas llevadas al límite”, sostiene Javier.
Por Hilda Cabrera
Qué montaje puede reflejar de modo atrapante las emociones de un personaje que pasa del susto a la confesión mientras relata a un desconocido experiencias que sólo a él le conciernen. Esta es la compleja tarea que asume el director Francisco Javier en la elaboración de El otro y su sombra, monólogo de Eduardo Rovner que se ofrece en el Teatro del Pueblo e integra un texto que el autor denominó tetralogía de las sombras (además de El otro..., Sócrates, el encantador de almas, La mosca blanca y Tinieblas de un escritor enamorado). Algo semejante a un eclipse de vida afecta al viajante Pico. El hombre que descansa en la habitación de un hotel de provincia observa alarmado que alguien se introduce en ese espacio como si fuera propio, y lo mira fijo sin decir palabra. La primera reacción es apuntarle con su revólver, pero luego modifica su actitud. El otro apenas se inmuta. Esa acción suspendida y los temores y soledades que arrastra el viajante lo impulsan a hablar sin respiro. Su discurso parece no tener fin: enlaza historias (algunas menudas y otras relevantes) y da pistas sobre sus aspiraciones y fracasos. Se lamenta por la falta de afecto: nunca nadie lo quiso –apunta–. Ni su mujer ni su hijo. Describe situaciones que, entre tanto desencanto, despiertan sonrisas. La escena en la que el hombre recuerda un cumpleaños mal compartido con su hijo de ocho, por ejemplo. Ni siquiera una tarjeta que le augure felicidad. “El hombre sufre vuelcos anímicos en cada relato. Algunos de éstos responden a un mecanismo que –según el autor– empleamos todos. Este es reflexionar y actuar en función de lo que suponemos está pensando el interlocutor, ese otro cuyo comportamiento será siempre azaroso.”
–¿Eso significa que nos equivocamos bastante más seguido de lo que creemos?
E. R.: –Sí, porque en general establecemos relaciones que son sólo “apariencia de diálogo”. Se produce una falsa comunicación. Por eso quise llevar esa realidad a un punto límite. Pico construye aquí su discurso basándose en lo que él supone que piensa o va a hacer ese otro que para colmo es mudo. El silencio de este personaje le genera temor. Por qué calla y qué esconde en su valija.
–¿Qué significa esa figura?
E. R.: –Es un misterio. Me pregunto quién es el otro. ¿La sombra de uno o quizás uno convertido en sombra de alguien que guarda silencio?
F. J.: –Esta situación se relaciona con la ambigüedad, que es otro aspecto de la propuesta. Busco crear tensiones entre la indiferencia y los sentimientos que se expresan con fuerza: “Nunca jamás he sentido que alguien me quiera de verdad. ¡Nadie!”, subraya Pico.
E. R.: –Francisco le da importancia a esa frase. También yo, porque le hace creer al viajante que es un perseguido, que debe entrenarse en el miedo.
–¿A la propia sombra?
E. R.: –Los significados que el espectador le atribuya a una obra son independientes del autor. Recuerdo un comentario sobre otra pieza mía, Volvió una noche, que me sorprendió profundamente. Fue en un teatro de Praga, donde después de la función se realizó una conferencia de prensa. Volvió... muestra a un hijo sometido a los mandatos de su madre. En aquella conferencia, un periodista opinó que la historia aludía a la Primavera de Praga (la de abril de 1968, cuando los tanques rusos ocuparon la ciudad y el Comité Central del Partido Comunista checo aprobó un programa de reivindicaciones y libertades del pueblo eslovaco). A mí no se me ocurrió desacreditar a ese periodista. ¿Por qué hacerlo, cuando en materia de significaciones todo es posible? El contexto en el que se da una obra siempre influye. Eso no se puede negar.
F. J.: –Es que así se va escribiendo la historia del arte. La historia va reflejando esas distintas miradas que confluyen sobre una misma obra en diferentes épocas. El otro... da lugar a varias interpretaciones. Para mí es un mosaico de escenas llevadas al límite.
–¿Cómo se logra el crescendo?
F. J.: –Uno de los momentos más interesantes de toda puesta es la recta final, cuando a los directores no nos queda otra alternativa que correr. Pienso en la tragedia francesa, donde cada acto posee un ritmo propio. La acción se desarrolla en el segundo acto y en el tercero estalla. Se la explica en el cuarto, y en el quinto llega la resolución. A mí me gusta partir del cuarto acto. Esta obra es toda ella un cuarto acto. Es imprescindible resolverlo todo sin recurrir al teatro psicologista.
–¿Algo así como un maratón?
F. J.: –Necesario, cuando se quiere transmitir un discurso como éste, infrecuente en el teatro. En Novecento –monólogo que puse temporadas atrás y pienso reponer con otro actor– el protagonista se dirigía al público. En esta obra, en cambio, se explaya ante alguien –una sombra o lo que sea– que es un enigma desde el principio hasta el fin. Un recurso teatralmente riesgoso tanto para un actor como para un director.
–¿Cuánto influye en este tipo de obra la personalidad del actor?
F. J.: –La puesta está ligada a Julián Howard y a sus posibilidades como actor. Esta conexión es necesaria, pues no se puede permanecer una hora solo sobre un escenario, aunque acá lo acompaña Fernando Dopazo, en el papel del mudo, el visitante que apenas lo mira y que cuando lo hace es para desafiarlo.
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