Sáb 21.04.2007
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TEATRO › ENTREVISTA A DAMIAN DREIZIK, QUE PROTAGONIZA UN NUEVO ESPECTACULO

De naufragios y soledades

El actor escribió, dirige e interpreta La maña, unipersonal en el que, más que sostener la risa del público, busca provocar sensaciones a partir de su capacidad histriónica.

› Por Hilda Cabrera

El “polirrubro” lo atrae. Nada mejor que trabajar en teatro, cine, televisión y radio y crear personajes y situaciones inéditas. “Trabajo donde me dejan y donde sé que puedo hacer lo mío”, dice Damián Dreizik, actor, autor y director, refiriéndose a las tareas que lo ocupan: sus intervenciones en Day Tripper, programa de la FM Rock and Pop que conduce Juan Di Natale; la puesta de Los hijos de los hijos, pieza teatral escrita y dirigida junto a Inés Saavedra, y su unipersonal La maña que presenta los sábados a las 23.30 en el Centro Cultural de la Cooperación, dirigido por Vanesa Weinberg. Artista formado en Buenos Aires, vive hoy en el partido de Tigre, en una isla, decisión que modificó –según apunta– su vínculo con la ciudad. No extraña entonces que el personaje de La maña sea un náufrago. Lo insólito es que, contrariando el título, este sobreviviente no sepa cómo sortear dificultades.

–¿Pensar en un náufrago es pensar en la soledad?

–Un náufrago no elige la soledad. Esta lo rodea, y él debe acostumbrarse y hacer lo posible por permanecer. No existe tampoco una soledad, sino distintas gamas de soledad que este personaje va develando desde lo histriónico. Un aspecto en el que me cuidó mucho la directora. Ella supo introducir silencios y matices, y aportó unidad a una obra que tiene escenas de un quietismo absoluto, en las que sólo se escucha música.

–¿El unipersonal equivale a un salto al vacío?

–No lo sé, porque tampoco sé si soy actor de unipersonales. Tenía ganas de mostrar esta obra que, creo, salió como esperábamos. Ahora estoy proyectando otra sobre porteros. No es lo primero que hago basándome en un oficio. En 1999 estrené Mozos en la sala La Paternal. Hay muchos temas con los que podemos hacer teatro; lástima que se le tenga tanto miedo a trabajar sobre lo cotidiano.

–¿Cómo imagina al público de esta obra?

–El público es el mar y el escenario, la isla, con un círculo pintado, yo y una roca. La maña me llevó dos años de elaboración: leí mucho material sobre náufragos y naufragios. Releí Robinson Crusoe, de Daniel Defoe; La isla del día de antes, de Umberto Eco, y Naufragio, de Alvar Núñez Cabeza de Vaca, un relato de viaje del siglo XVI. Nada de esto pasó a la obra, pero me puso en clima. Quería correrme de las interpretaciones literales que hablan del naufragio de una sociedad o de un país. Había escrito antes sobre las distintas acepciones de la palabra maña –que pertenece a un dialecto italiano– y relacioné ese texto con la idea de naufragio. Así pude cerrar esta historia de un hombre que no se da maña y que por eso mismo no puede sobrevivir y se anula. En este espectáculo aglutino trabajos en los que utilicé lugares comunes y frases hechas. Puedo decir que es la obra de un actor que se vale de sus recursos, y en la que sobrevuela un aire humorístico. Mi pretensión no es sostener la risa sino contar un hecho particular.

–El lugar común no fue, sin embargo, una característica en todos sus trabajos...

–No, porque hice cosas muy distintas. Comencé en el teatro a los 17 años, como titiritero de marionetas que pesaban cinco kilos. Era un tópico que los actores jóvenes comenzáramos por el género infantil. Cuando me recibí en la Escuela Municipal de Arte Dramático, que estaba en Perú y Belgrano, ya hacíamos espectáculos con Carlos Belloso en el Parakultural. Trabajé en obras de Emeterio Cerro, un autor olvidado, uno de los cultores del neobarroso (término acuñado por el poeta Néstor Perlongher que aludía a un supuesto barroco rioplatense). Utilizaba un lenguaje inventado, único, donde aparecían palabras gauchescas.

–Un autor que sorprendía en los ’80...

–Cerro era muy riguroso en sus invenciones y colaboraba con los actores. Participé también en los ciclos de Teatro Malo, de Vivi Tellas, y en obras dirigidas por Alberto Ure, un director fundamental, una persona de extrema lucidez. Ellos fueron muy valiosos para los actores de mi generación.

–¿Y cómo es hoy el llamado teatro de actor?

–Tiene otras características. En los ’80 había una división tajante entre el under y lo que estaba más allá del under. El actor debía necesariamente hacer su dramaturgia.

–¿Ahora no?

–Sí, la hace, pero las circunstancias y las poéticas son otras. No idealizo para nada los ’80, porque hubo de todo. Provengo de un lugar de autogestión, donde los actores mezclábamos discursos y textos en una especie de coctelera que no está de moda. Porque tenemos que admitir que las modas inciden, y mucho, en el sistema teatral porteño. Así fueron pasando la moda del clown y del teatro de imagen, y desde hace tiempo tenemos lo que se llama “nueva dramaturgia”. Pero el peligro no es la moda, sino la hegemonía, la imposición de los que se creen dueños de la verdad.

–Existe gente despierta ante ese peligro. ¿Qué opina?

–El factor que cambió es el público. No pretendo hacer un juicio de valor, pero el teatro es también un artículo de consumo. Hay otra actitud en el público, más allá de los gustos y de la calidad de los espectáculos. Hace unos años ir al teatro era toda una ceremonia, una postura.

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