Lunes, 1 de octubre de 2007 | Hoy
TEATRO › ENTREVISTA A LA ACTRIZ MARIA IBARRETA
Fue convocada por Rubén Szuchmacher para reemplazar a María Onetto en La muerte de un viajante. “Arthur Miller es de esos autores que abre puertas que nunca se cierran”, dice Ibarreta, que en tevé integra el elenco de Mujeres de nadie.
Por Hilda Cabrera
“No fue una travesía tranquila. No participé de la experiencia lúdica de los primeros ensayos ni del pulso inicial”, dice la actriz María Ibarreta, incorporada al elenco de La muerte de un viajante, obra de Arthur Miller que sigue colocando el cartelito de no hay más localidades. El director Rubén Szuchmacher le adjudicó el papel de Linda, cuando la actriz María Onetto se desvinculó del equipo para cumplir con otro trabajo. Ibarreta cree hoy haber superado la extrañeza que embarga a quien se introduce en una arquitectura teatral ya diseñada. Logró sortear ese estado con la guía del director y el apoyo de Alfredo Alcón, protagonista del abrumado personaje de Miller. Linda siente un amor incondicional por su marido, Willy Loman, viajante a quien despiden de su trabajo en los años en que la sociedad estadounidense vivía su sueño americano de grandeza. “Ella percibe el deterioro de Willy, pero guarda silencio, intentando mitigar el dolor que se avecina”, resume la actriz, en diálogo con Página/12. Intérprete de obras de muy variado género, de piezas clásicas y otras delirantes, como Las cuatro gemelas, de Copi, o las creadas y dirigidas por el cordobés Paco Giménez, e incluso un “entremés orillero” magistralmente adaptado por Miguel Guerberof, Ibarreta no ha sido ajena al cine ni a la televisión, donde hoy integra el elenco de Mujeres de nadie (Canal 13). Otras tareas suyas son la dirección y la escritura. Está finalizando un trabajo de investigación sobre actores y actrices “nacionales”, así llamados por reunir ciertas características, entre otras la dedicación a los géneros populares como el varieté, la revista y el sainete. En este rescate, Ibarreta vuelca su experiencia de actriz-niña junto a algunos grandes del “género chico”.
–¿Qué significa trabajar en una obra de Miller?
–Miller es uno de esos autores que abre puertas que nunca se cierran. Esta impresión la viví también con Las variaciones Goldberg, del húngaro George Tabori; Ceremonia enamorada, sobre textos de Shakespeare y El retrato del pibe, una obra corta de José González Castillo que hicimos con Horacio Acosta, y a la que Miguel (Guerberof) le imprimió distintas coloraturas. Con él hice también Las cuatro gemelas. Ese fue un flash muy fuerte. Recuerdo también El puente, de Carlos Gorostiza, en el Cervantes; y allí mismo dos trabajos muy distintos, como Ya nadie recuerda a Frederic Chopin, de Roberto Cossa; y una obra de Paco Giménez que nos dejó azorados.
–¿Por qué tanta diversidad?
–Para mí son diferentes visiones sobre un único tema: la creación. Algo que me inquietó especialmente cuando trabajé en Madre Coraje, de Bertolt Brecht, dirigida por el georgiano Robert Sturúa. Cuando no supe cómo encarar mi personaje, me aconsejó ponerme frente a un espejo y buscar a la vieja que hay en mí. La creación está muy cerca del juego, y eso lo hallé en las indicaciones de Sturúa y en las de Paco Giménez.
–¿Cuál es el camino cuando se apunta a un teatro popular, como lo intentó Osvaldo Dragún con algunas de sus obras, y a quien usted acompañó?
–Recuerdo obras como ¡Arriba, corazón!, que se estrenó en 1987, dirigida por Omar Grasso. Osvaldo había estado muchos años trabajando en toda Latinoamérica, y a su regreso sintió que no tenía lugar en Argentina. Su deseo era organizar un teatro social y popular, itinerante, como el que había logrado en Cuba y otros países a través de la red caribeña. Osvaldo entendía el teatro como un arte militante.
–¿Participó de esos proyectos?
–Revisando unos materiales conservados por la gente del Servicio de Paz y Justicia (Serpaj), que Adolfo Pérez Esquivel fundó en 1974, advertí que los sacerdotes y obispos más progresistas eran poetas. Lo hablé con Osvaldo y decidimos hacer algo. Presentamos una lectura en Teatro Abierto 1983 (el primer ciclo se organizó en 1981) con poemas del obispo Enrique Angelelli –asesinado en 1976–, de Hugo Mujica y otros. Participaron más actores y actrices y el mismo Adolfo, y Antonio Puigjané y hasta Julio Cortázar. Se daba en la Sala Margarita Xirgu, en San Telmo. Cortázar había sido invitado por Roberto Cossa a través de Osvaldo Soriano, que era amigo de los dos. Fue un hermoso encuentro. Después pensamos que ésa había sido una despedida.
–¿Y el trabajo en los barrios populares?
–Fueron muchos, especialmente en Junín y en los asentamientos de Quilmes, donde era obispo Jorge Novak. En Quilmes pusimos Historias para ser contadas. Recibíamos apoyo del Serpaj. Teníamos colaboradores, como Raúl Aramendi, Gandhi y el Gordo Ramón. Ahí mi oficio se agrandaba: sentía que como actriz iba madurando en sensibilidad. Me pasó algo semejante cuando dirigí esta misma obra en Córdoba, en una fábrica de zapatos, donde los actores eran los obreros.
–Historias... juega con el distanciamiento y la identificación. ¿Cómo se logra esta dinámica cuando se trabaja con no actores?
–Tuve miedo, pero aprendí. En esa experiencia se cruzó lo que el autor había escrito con lo que contaban los obreros. Lo importante era que reconocieran en la situación que se les mostraba la propia circunstancia. El grupo de actores llegaba a la fábrica, invitaba a la gente a participar del evento y ahí aparecían temas como el del viaje de todos los días y la relación con los dueños de la fábrica. Esta vivencia nos modificó a todos. Me ayudó el humor de los cordobeses, que respondieron maravillosamente.
–¿Qué influencia recibió de los artistas del llamado “género chico”?
–Comencé muy temprano en el teatro: tenía apenas cinco años, y me formé con esos artistas. Mi primera intervención en el cine fue en Cinco gallinas y el cielo, protagonizada por Luis Arata. Tuve la suerte de trabajar con Narciso Ibáñez Menta, Luis Sandrini, Tita Merello, Niní Marshall, Paulina Singerman y Mario Fortuna. Entonces era la niña de la película, la televisión y el teatro. Pude conocer a Lola Membrives y José María Vilches, y debuté en el Teatro Odeón, en el elenco de Los verdes campos del Edén, de Antonio Gala. Después, entré a un taller y empecé desde otro lugar, pero nunca voy a olvidar esos años.
–¿De allí la necesidad de escribir sobre esa época?
–Sí, porque no tenía dónde ubicar esa etapa. Entonces hablé con Alberto Ligaluppi, que trabaja en cultura, en Córdoba. Le interesó todo este tema de los “actores de la representación”, desvalorizados en la década del ’60 y algo recuperados en los ’80. En la investigación nos ocupamos de los años ’40 a los ’70. Ellos eran portadores de otro saber. Ahora me pregunto cómo se pueden cruzar las teorías de un Eugenio Barba o del director ruso Meyerhold con ese conocimiento: la sabiduría de Jorge Luz en el varieté y la relación de Luis Sandrini con el circo. ¡Y así, con tantos! El conocimiento de artistas “difusores”, como Eduardo Cuitiño, la cordobesa Ana María Alfaro o la actriz española Eloísa Cañizares, que fue directora de arte escénico en la Universidad de Mendoza, o el actor Osvaldo Pacheco, que llevó el teatro a la televisión cuando lo contrató Alejandro Romay. Pacheco era un artista increíble, capaz de hacer un clásico y ser igualmente muy popular.
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