TEATRO › JUAN CARLOS GENE HABLA DE SU PUESTA DE “TODO VERDE Y UN ARBOL LILA” EN EL CERVANTES
Para escribir su obra, el director se basó en la correspondencia entre Lotte Laser y su hermano Rudi, emigrado a la Argentina desde una Alemania donde todo se ensombrece. Ante el repaso de las innumerables dificultades sufridas por el Teatro Nacional Cervantes, Gené dice con orgullo que “pusimos mucho amor”.
› Por Hilda Cabrera
Recobrar al antepasado que quedó lejos, quitarse el miedo a saber, experimentar el naufragio. De esto y mucho más trata Todo verde y un árbol lila, obra que se estrena en el Teatro Nacional Cervantes, finalmente en actividad desde hace pocas semanas, luego de meses de conflictos entre gremios y autoridades del sector. El título parece extraído de una reflexión de Goethe volcada en El tratado de los colores. El escritor había observado que la luz natural que atravesaba el verde de un follaje refractaba tonos violetas y lilas. Pero esto es sólo una suposición, pues, como aclara Juan Carlos Gené –autor de esta pieza, director y aquí también intérprete de sí mismo– la frase pertenece a Lo-tte Laser, autora de las cartas que inspiraron esta puesta. Lotte dice tomar sol y descubrir un árbol lila desde el balcón de una casa ocupada por demasiadas familias. Se entiende eso de la sobreabundancia de familias, pues las cartas provienen de una Alemania donde “las cosas empeoran”. El destinatario de las misivas es Rudi, el hermano que logró emigrar a la Argentina. Gené cuenta que esta historia fue aportada por Daniela Catz, nieta de Rudi y actriz del elenco que interpreta Todo verde.... Ella hizo traducir las sesenta cartas que descubrió en una vieja maleta guardada por su familia.
Los temas de la emigración por razones forzosas, de la discriminación y la lucha por ganarse un lugar en el mundo, así como la responsabilidad social de los distintos países en tiempos de conmoción, surgen de modo singular en esta pieza, perturbadora, en principio por su contenido. Una de las escenas iniciales grafica el desgarramiento del adiós con sencilla e inusual poesía: “¿Su temblor se debe al frío? (se está refiriendo a Rudi) ¿O a ese muelle yéndose hacia atrás y llevándose su ciudad, como si hiciera retroceder a un gran elefante? Y con la ciudad se va su casa. Oculto en el alivio de la partida hay un terror vergonzante que se esconde, conjeturamos, en risas y chistes; hay que hablar, hay que decir, todavía hay quien nos entienda. Es la despedida de la lengua, el comienzo de la muerte del idioma”. Todo verde... es una de esas obras que comprometen. De ahí la paciencia del elenco ante los problemas que durante meses impidieron mostrar este trabajo al público. “Pusimos mucho amor”, dice Gené, quien supo de esta historia del abuelo y de la tía abuela de Daniela, cuando la actriz asistió a uno de sus talleres. “Ella me habló de la existencia de estas cartas. Pero todo quedó ahí hasta que un día de 2005 le pregunté si tenía las traducciones. Entonces me ocupé de la dramaturgia. El trabajo que mostramos en el Cervantes es el resultado de la novena versión”, apunta.
–¿Por qué tantas versiones? ¿Cuál era la dificultad?
–Comprobé que no se puede hablar del horror: los que se salvaron de los campos de concentración tuvieron grandes dificultades para comunicar su tragedia, y los descendientes para enterarse de lo que realmente pasó.
–¿Por qué presenta la obra desde el autor Gené?
–Necesitaba un marco de realidad. De lo contrario, cómo sabe el público que esto no es ficción, porque las cartas son originales. Quería que se supiera también cómo funcionaba esa burocracia que facilitaba la coima. Era la época del presidente Agustín Justo, del ministro José Luis Cantilo y el Barón Hirsch. Se decía que el cupo de inmigrantes de Alemania estaba cerrado. Se negaba la visa a quienes se consideraba que abandonaban su país por indeseables o expulsados.
–¿Cuánto lo afecta el tema de la emigración?
–Era niño cuando estalló la Guerra Civil en España y la Segunda Guerra Mundial. Mi bisabuelo paterno era catalán, y la guerra española se vivía como una tragedia cercana. Recuerdo además como una fecha decisiva en mi vida el día que se tiró la bomba en Hiroshima. Un profesor de Física nos explicó qué era, y cuál su poder. En esa etapa se fue armando mi escala de valores, la que creo haber observado hasta ahora. De modo que todo esto me apasiona. Claro que a mí no me pasó eso de extrañar la lengua, porque me fui a países de habla hispana, pero, como todos, no emigré por razones bonitas.
–¿Asocia aspectos de esta obra con experiencias propias?
–Los que somos hijos, nietos o bisnietos de inmigrantes relacionamos algunos hechos. Yo los asocio con mi exilio, en condiciones mucho menos duras, por supuesto.
–¿Nunca antes abandonó la Argentina?
–No, siempre me resistí a dejar el país. No viajaba ni como turista; sólo por cuestiones de trabajo. Es manía, no sé, pero necesito la protección que da la tierra de uno.
–Pero en Venezuela vivió años...
–Estuve diecisiete años afuera. En 1977 me fui a Colombia, porque allí estaba David Stivel, que tuvo que exiliarse por las amenazas de muerte de la Triple A. Me quedé un año en su departamento: él no quería quedarse solo. Después partí a Venezuela con una historia mía sentimental. Aquellas estadías y esta puesta me trajeron recuerdos. Mi bisabuelo catalán llegó a la Argentina en 1870, y mi abuelo nació aquí, en 1873. Había pasado ya la epidemia de la fiebre amarilla que azotó a Buenos Aires en 1871. La leyenda familiar cuenta que en la Vieja Recova de Plaza de Mayo –que estaba en lo que es hoy la calle Defensa– este abuelo puso un negocio de remendón. Pude encontrar también datos de mi abuelo materno italiano en el Hotel de Inmigrantes. El llegó en 1888.
–¿Qué buscaban aquí?
–Sobrevivir. En la Europa de mediados de siglo XIX la gente se moría de hambre, y la Argentina aparecía como un país generoso. Otra leyenda, porque no se divulgan datos sobre los inmigrantes que regresaron a sus pueblos.
–Ese fracaso está en Stéfano, de Armando Discépolo, que usted subrayó en la puesta que estrenó hace unos años en el Cervantes.
–Es que desde la teoría de Juan Bautista Alberdi de que “gobernar es poblar”, pasando por la Ley 817, de Avellaneda, todo parece bueno. Sin embargo, no se han creado políticas inmigratorias contenedoras. El emigrado se las arreglaba como podía y, generalmente, en la zona sur de Buenos Aires, justamente donde vivo.
–¿Por eso no se muda?
–No; caí por casualidad. Y es también una casualidad que viva a dos cuadras de la casa en que nació mi padre, y que aún no fue demolida. A la Argentina volví definitivamente en 1993. Antes vine con el Grupo Actoral 80, que fundé en Venezuela, y a dirigir y actuar. Es extraño también que David Stivel, cuando regresó por un tiempo para dirigir en Canal 7, programara una miniserie cuyo título era Los gringos. Otra historia sobre emigrados.
–Y una obsesión.
–Es que el fenómeno inmigratorio y el mito del gaucho Martín Fierro son el fundamento de lo nacional, un sentimiento que tenemos, porque yo no adhiero a ese cuento de que carecemos de raíces y descendemos de los barcos.
–¿Un cuento que pretende negar que hubo matanza de indígenas, por ejemplo?
–Y de negros y de pobres en general, porque los negros fueron carne de cañón en las Guerras de la Independencia. El libro de historia de José Astolfi tenía algo curioso: decía que en Argentina los negros se habían extinguido por una epidemia de viruela. En Uruguay también hubo viruela, y no murieron todos. La actriz brasileña Angela Correa, mujer de Pino Solanas, está escribiendo un ensayo sobre los negros en la Argentina, y ha tenido grandes dificultades para obtener información, porque los descendientes de negro odian ser negros. No se asumen como tales. Hace muchos años, para la época de los carnavales, los negros se reunían en el Salón Suizo de la calle Rodríguez Peña. Allí armaban sus bailes, y era una curiosidad, porque habían quedado muy pocos.
–¿Su resistencia a dejar el país se relacionaba con su compromiso político y su militancia sindical, por ejemplo en la Asociación Argentina de Actores?
–La primera vez que integré una lista fue en 1961. Fui secretario general, y después presidente hasta 1973. Esa primera lista no ganó. Nos fue mejor dos años más tarde. Ahí empezamos a ganar. El líder de ese movimiento fue Carlos Carella, un maestro en la tarea sindical. Yo no creo haber sido un buen alumno. Aparte de su entrega fenomenal, Carella tenía una gran habilidad política, que la aplicaba tanto hacia la base del gremio como hacia arriba. Sus relaciones con la CGT y el gobierno eran increíbles, sobre todo porque atravesábamos épocas muy difíciles, como la de Onganía. El Negro Carella llegó a ser subdirector de Radiodifusión en la época de Cámpora.
–¿Fue cuando usted dirigió Canal 7?
–Por cincuenta días nada más.
–Estuvo también entre los invitados al charter que trajo a Perón de regreso a la Argentina. ¿Quién lo convocó?
–Eso fue un cajón de sastre. Cámpora invitó, y el que me contactó fue Pedro Maratea. No iba a decir que no, era un honor. Había cierto temor por lo que podría pasar después de tantos años de proscripción, pero al mismo tiempo teníamos la sensación de que no ocurriría nada demasiado grave. No podíamos imaginar lo que sucedió después. Cuando desembarcamos, un grupo se llevó a Perón y nosotros quedamos ahí sin saber muy bien qué hacer.
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