Jueves, 14 de abril de 2011 | Hoy
RADIO › HéCTOR LARREA CUMPLE MAñANA MEDIO SIGLO COMO PROFESIONAL DE LA RADIO
A los 72 años, el creador de Rapidísimo se levanta cada mañana para hacer Una vuelta Nacional, por la AM 870. Reconoce que la música, el humor y su vínculo con los oyentes constituyen “la fórmula Larrea” y se ataja: “Mi misión es proponer, no enseñar”.
Por Emanuel Respighi
Encantador de oyentes, despertador de emociones e inquietudes, generoso difusor de la cultura, Héctor Larrea cumple mañana medio siglo como profesional. O, al menos, esa es la fecha con la que se topó en una vieja anotación de su madre, como el día en que inició una carrera como locutor y conductor de radio y TV que lo convirtió –medio siglo después– en un maestro de varias generaciones. No por los años –que son muchos y bien llevados– sino por la calidez y la generosidad que transmite cada vez que se enfrenta al micrófono de radio, ese amplificador de sentimientos que bien se puede pensar como una extensión electrónica de su cuerpo. “Para mí eran cuarenta años, pero cuando puse en práctica el infalible método científico de contar las décadas con los dedos, me di cuenta de que eran cinco los dedos que se cerraban”, dice con su habitual verborragia. Esa misma que sigue desplegando cada mañana en Una vuelta Nacional, el programa que la AM 870 emite de 9 a 12.
Egresado del ISER a fines de 1961, el debut radiofónico de Larrea se produjo meses antes de obtener su título, en la vieja radio Argentina, como locutor de algunos “bailongos”. Si bien ya hacía un tiempo que era presentador de Sandro y de algunas orquestas, su llegada a la radio iba a marcar un antes y un después en su vida: al fin y al cabo, había logrado hacer realidad el sueño que traía desde su Bragado natal. Sin embargo, fue gracias al reconocimiento masivo que obtuvo en televisión (en ciclos como La Campana de Cristal y El Mundo del Espectáculo) que pudo alcanzar un espacio propio en radio El Mundo para conducir uno de los programas más longevos y recordados de la radiofonía argentina: Rapidísimo. El ciclo, que debutó en 1967, innovó al darle lugar a nuevos géneros musicales y a los oyentes, manteniéndose al aire durante 30 años, pasando por radio Rivadavia y Continental. Una trayectoria radiofónica que lo ubica al mismo nivel de Antonio Carrizo o Cacho Fontana, otros iconos de la radiofonía argentina.
Tan generoso con los artistas como con sus compañeros de trabajo, Larrea también muestra su humildad al afirmar que su vigencia tiene que ver con su voz y no tanto con su manera de presentar una canción o un artista. “Tengo la fortuna de mantener la voz impecable, no se me cuarteó en todo este tiempo, como tarde o temprano les suele suceder a todos. O también comienzan los problemas de fortaleza de la voz, porque se debilita el centro del diafragma. Nadie puede escapar a eso. Salvo raras excepciones. Espero ser una de ellas”, dice en la entrevista con Página/12, en la que repasa sus sueños de infancia y su idílica relación con la radio.
–Que su voz se haya añejado para bien, ¿responde a un cuidado especial que tuvo durante todo este tiempo?
–No. Lo que pasa es que por necesidad tuve que llevar una vida muy ordenada, con muy buen sueño. Me he levantado durante décadas a las 4 de la mañana, porque empezaba el programa a las 7 y tenía que estar informado. En la trinchera del prime time privado uno no puede conducir un ciclo sin una producción previa. Es más: en un momento estuve a punto de irme a vivir cerca de radio Rivadavia. Esa es mi vida. Mal hecha, desde luego. Una exageración. Pero uno es como es. Debería haber sido un padre con más presencia, también. Pero un tipo que se levanta a las cuatro de la mañana, que cuando termina el ciclo de radio duerme una siesta, que cuando los chicos regresan del colegio él se va a la TV, y que cuando regresa a su hogar las hijas ya están durmiendo... no es justamente un padre presente. Un día hubiera estado bien, una semana, hasta un año... ¡pero no toda la vida! No supe manejar mi vida profesional con la personal.
–¿Hoy lo ve como una falta?
–Lo veo como una falta, pero mis hijas son incapaces de reprocharme algo: son condescendientes. Pero les pido a los chicos jóvenes que no desaprovechen la flexibilidad que les pueden dar sus trabajos, para ir a la fiesta de los nenes o acompañarlos en alguna nana. ¡Es lo que se debe hacer! Cuando estás en el vértigo, no te das cuenta de que estás metiendo la pata. Tuve suerte de que mi ausencia familiar no derivó en problemas mayores. Ningún vértigo es bueno. El conductor de radio y de TV es esclavo de su trabajo. No se puede dar el lujo de faltar porque se nota muchísimo. Sólo he faltado por enfermedad y por vacaciones, que nunca fueron más de quince días. Me hubiera gustado hacer más vida de padre e hijos, y de marido y esposa.
–¿Pero usted hubiera sido feliz si hubiese cedido tiempo y espacio de la radio para dedicarlo a la familia?
–No lo sé, probablemente no. Si es así, he sido muy egoísta de mi parte. La radio me cambió la vida. Pude darles educación y confort a mis hijas por trabajar en la radio. Soy un refugiado emocional de la radio. Tuve una infancia muy jodida: mi padre murió cuando yo tenía diez años. Hoy escucho a los pibes en la Metro, una radio que me encanta, y cuentan anécdotas de cuando se compraron tal o cual pantalón para ir a bailar... ¡Y yo qué bailar! Presentaba orquestas a los 14 años porque tenía que llevar el mango a casa. Laburé toda mi vida porque había que levantar las deudas. En el almacén, por ejemplo, siempre estábamos cuatro meses atrasados. Mi primer empleo fue a los 17 en una administradora, y lo hice con la idea de ahorrar plata para venirme a Buenos Aires. La distancia entre Bragado y Buenos Aires para un pibe pobre en aquel entonces era mucho más grande de lo que es ahora. Con el primer sueldo pagué la deuda y compré una cocina a kerosene. Y después todo se deslizó bien. ¿Cómo no le voy a estar agradecido a la radio?
–De alguna manera, en un comienzo la radio le sirvió como un vehículo de escape a la realidad.
–Totalmente. Por eso digo que soy un refugiado emocional. Mis emociones andaban naufragando por las aguas misteriosas de la tristeza y de una realidad que me era complicada. Mi casa fue profundamente peronista. Yo soy un tipo extraordinariamente peronista. Pero mi padre, hasta su muerte, ganaba para vivir con menos de lo justo. Yo me enteré por mi padre y por la radio que había una cosa que se llamaba Estatuto del Peón... La radio era la ventana al mundo. Pero hubo un hecho dramático que marcó mi vida. Con la muerte de mi padre, en casa hubo un luto riguroso, al punto de que no se escuchó más radio. La tristeza de la casa se sentía, y mucho. Y un día, a los tres meses de la muerte de mi padre, le pregunté a mi mamá si podía encender la radio. Y me dijo que sí. Mi mamá hacía tres meses que no sonreía, tenía una amargura tremenda. Cuando puse la radio, justo estaba un programa que se llamaba El relámpago, en radio El Mundo. Cuando me di vuelta, vi a mi mamá sonreír. Desde ese momento, la radio para mí pasó a ser milagrosa. No supe verbalizar el hecho, pero salí a contarle a todos los pibes lo que había pasado. A ellos mucho no les importó, porque no tenían la desdicha de tener una madre que no sonreía. Ese suceso fue definitorio para comprender el significado de la radio y para querer ser algo más que un oyente.
–Usted tiene una manera única de presentar temas musicales, otorgándoles un lugar de importancia que contrasta con el espacio de relleno que suele ocupar la música en la radio privada, donde tiene un sentido mucho más comercial.
–Cuando ponen música, porque casi no hay. En la radio actual se le da más importancia a la información que a la música. Pero yo soy un melómano. Mi contador lo sabe muy bien. Soy tan ansioso con la música que no puedo esperar a que la discográfica me los envíe. Me pasa con muchos discos, por ejemplo el de la mezzosoprano Cecilia Bártoli; tengo tres en mi casa. No podía estar sin comprarlo. Sé que tengo que ir a Pizzitelli, un lugar carísimo de discos importados. Una vez, desesperado por los gastos con la tarjeta en discos y libros, el contador me propuso un trato: comprar un mes, mucho, y otro, poco, de manera intercalada. No lo pude cumplir: cometí el error de ir a Zivals. Mi melomanía es más fuerte que el raciocinio y que el sexo. La melomanía me empezó de muy chico.
–Esa melomanía la pudo trasladar a la radio. Rapidísimo, que fue uno de los programas más longevos de la radiofonía argentina, innovó musicalmente al darle lugar a otros géneros, como el folklore, que no era bien visto por el establishment del momento.
–La música nunca ha tenido el lugar que para mi gusto se merecía. Nunca se la valoró en su importancia expresiva. En cuanto al tango, se valoró muy poco la parte instrumental, dándole mucha importancia a los cantores. Y los difusores han incentivado mucho esa jerarquía. Aun cuando conduje programas comerciales, incluso en TV, siempre traté a la música desde el lugar del que sólo se enteró un poco antes de la masa de su existencia. Nunca me presenté como un conocedor o un especialista. Me desespero porque el oyente se interese por la música que va a escuchar. Me gusta la posibilidad de interesar a otro en músicos o géneros que no escucha habitualmente. Probablemente a alguna gente le interesará la música que pongo y se comprará un disco, a otra tal vez no, pero el saldo creo que es bueno. Porque mi misión es proponer, no enseñar.
–Espíritu que habrá encontrado un lugar idóneo en la radio pública...
–Yo entendí la misión de la radio pública hace tiempo. ¿Cuál es? ¿Determinar lo que es bueno y lo que es malo? No. Lo bueno y lo malo lo determina la gente. La radio pública tiene que equilibrar lo que se dice o escucha, tiene que cubrir aquellos espacios o discursos que no aparecen en otros medios. La gente tiene que decidir qué es lo bueno y qué lo malo, pero tiene que tener la posibilidad de comparar entre géneros o intérpretes. A nivel cultural, la gente también debe tener igualdad de oportunidades. Si uno no puede tener la oportunidad de escuchar algo bueno y sensible para el espíritu... ¡pobre! ¡Está condenado! Yo respeto todos los géneros, aunque algunos me llaman más la atención que otros. Siempre intento ofrecerles a los oyentes músicas que me parecen buenas, que me cultivan el oído, me cultivan espiritualmente y me hacen sentir mejor, incluso... ¿Por qué la gente tiene que escuchar lo que las discográficas deciden? Eso pasa con todos los géneros, desde el tango hasta la cumbia.
–Es que la música, más que un negocio, es una expresión artística de algún sector de la sociedad. La cumbia villera trasciende, incluso, el aspecto musical.
–La cumbia villera, por ejemplo, es de una extraordinaria importancia, porque esa gente no aceptó que le impusieran una determinada cultura: construyeron una propia. Esa gente elaboró una resistencia, generó un género nuevo, ¡y salió ganando! Yo no critico eso, pero sí deseo que puedan escuchar también otra música. La cumbia villera es un fenómeno de resistencia cultural impresionante, y eso merece respeto. Los bacanes se lo toman en joda y llevan su música a Punta del Este, y se ríen de ella, como antes hacían con el chamamé. Pero ya sabemos lo que son. Su misión en la vida es reírse de la música y de todo aquello que proviene del pueblo.
–A lo largo de su carrera hizo hincapié en la música, en el humor y en los oyentes. ¿Esas tres cosas constituyen la “fórmula Larrea” del éxito?
–Sí. Al cabo del tiempo me di cuenta que sí. Al principio lo hacía intuitivamente. La gente necesita distenderse y divertirse. Si bien ya lo hacía en emisoras no públicas, antes tenía mayor intervención periodística que ahora. Eso me lo permite Nacional. Toda mi vida me ocupé de la música y del humor, mientras que la parte informativa siempre se las delegué a las emisoras, porque yo no soy periodista. Es muy bueno darse cuenta de que no es lo mismo aserrín que pan rallado. Yo puedo tener una conversación con Lolita Torres, pero eso no quiere decir que esa nota tiene calidad periodística. Hoy, como todo está tan confundido, veo que cualquiera toma un micrófono y hace un reportaje político. Un tipo que no es periodista pero ejerce funciones periodísticas está creando un problema nuevo.
–¿Cuál fue su mayor satisfacción profesional en estos cincuenta años?
–Sentir que mis programas siguen evolucionando, que he crecido todo el tiempo. Yo me caliento en buscar qué puedo transferirle al público, más que antes, incluso. Si tengo la posibilidad de escuchar a músicos o leer a autores impresionantes, ¿por qué debo privárselos a la gente? Mi mayor satisfacción es despertar intereses. En mis programas, creo, la gente se entera de otras cosas, que no son un lugar corriente. Poder discutir sobre cuál es la mejor obra de Cortázar o sobre en qué parte de qué canción Miles Davis toca de determinada manera, es bueno: nos permite salir de la vulgaridad. Una vulgaridad en la que nos mete mucha gente interesada, que prefiere que sólo toquemos lo circunstancial y no lo profundo, lo relevante. O sea: los sentimientos y la política.
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