DANZA › SAVAGE, DE PABLO ROTEMBERG, LOS DOMINGOS EN EL PORTON DE SANCHEZ
El espectáculo del prolífico director es una danza coral y desaforada que versa sobre lo político del cuerpo, un territorio por el que transitan ideologías, decisiones y miradas ajenas. Savage funciona como una crítica profunda a la heteronorma.
› Por María Daniela Yaccar
“Todo lo personal es político”, dice uno de los hombres del populoso ejército mixto que danza, canta y habla en la última obra de Pablo Rotemberg. Esa frase, dicha en una obra que muestra desnudeces, ternura, abusos y violencia entre personas de un mismo sexo y sexos distintos, que se permite un par de párrafos sobre “la contrasexualidad” y que reflexiona sobre la envidia del pene, equivale a decir algo más. Equivale a decir: todo cuerpo es político. Que el cuerpo es un territorio político, por el que transitan ideologías, decisiones, miradas ajenas: todo eso está impreso en la superficie y en cómo el cuerpo se comporta y qué elige. Esta hipótesis gira, en Savage, en un cuerpo más general que el propio, privado e íntimo envase de cada bailarín, porque hay un cuerpo colectivo que conforman los diecisiete intérpretes (integrantes de la Compañía de Danza del IUNA). Son muchos, y son en relación. Savage es una danza coral y desaforada que versa sobre lo político del cuerpo.
Hablar con el cuerpo para hablar de él: de eso se trata. Rotemberg traduce en sus espectáculos ideas que hace no tanto –poco más de dos décadas– vienen ganando adeptos en la academia, como la Sociología del Cuerpo de David Le Breton, para quien no hay nada natural en el cuerpo: es un “fenómeno social y cultural”. “Creo que el cuerpo es, socialmente, el objeto del momento”, ha dicho Rotemberg. En sus obras, los movimientos y la música de la anatomía humana conducen a un postulado filosófico. Siempre dicen algo sobre la sexualidad, que se puede extrapolar hacia otras áreas del pensamiento. La idea fija eran las posibilidades de relación: el amor carnal entre mujeres, entre hombres, entre hombre y mujer, entre tres, entre cuatro, sentados, parados, ella arriba, él abajo, ella abajo, él arriba, en cuatro, por atrás, por adelante. Todos “garchando”, desnudos, al ritmo de una música excitada, sobre un escenario y en una obra que podría espantar al público más perfumado. En La Wagner se planteaba, entre otras cosas, la violencia a la que era sometido el cuerpo femenino. En las formas, Rotemberg es políticamente incorrecto. Le pone al público a un tipo en cuatro, en bolas, enfrente de la cara, al que le pegan patadas en el culo (el culo mira al público o el público mira al culo), mientras el tipo sigue irguiendo la cadera y le siguen pegando hasta dejarle el culo rojo. La escena sucede al grito de “esto es lo que se le hace a un maricón”.
Se debe haber entendido, ya, que la danza de Rotemberg es una crítica profunda a la heteronorma. “Que otros sean lo normal”, dice la poeta trans-sudaca Susy Shock. “Todos somos anormales”, parece decir esta nueva apuesta de Rotemberg. Porque, si todo cuerpo es político, ser heterosexual podría entenderse como una decisión política, no como resultado de un orden biológico. “La contrasexualidad no es la creación de una nueva naturaleza, sino más bien el fin de la naturaleza como orden que legitima la sujeción de unos cuerpos a otros (...). En el marco del contrato contrasexual, los cuerpos se reconocen a sí mismos no como hombres o mujeres sino como cuerpos hablantes, y reconocen a los otros como cuerpos hablantes”, teoriza un joven con micrófono en mano y peluca lacia y marrón, el mismo que minutos más tarde será golpeado en la cola. La frase es de la filósofa española postfeminista Beatriz Preciado (autora de Manifiesto contrasexual). Y por supuesto: que el director ponga cuerpos desnudos (y del modo en que lo hace) frente al espectador también es una decisión política. En las obras de Rotemberg el cuerpo es el centro. Podría adivinarse una moraleja: hay que pensarlo sin represión, pensarlo libre.
En las propuestas de Rotemberg el cuerpo es el centro, el tema, que –es una obviedad lo siguiente– en la sociedad contemporánea también ocupa un rol fundamental (existe lo que se llama “culocracia”, según advierte José Pablo Feinmann en Filosofía política del poder mediático). Lo valioso de Savage es el contrapunto que instaura con el lugar que le cabe hoy socialmente al cuerpo. Porque está hipermediatizado e hiperexpuesto, y no suele ser mirado con pretensiones intelectuales o poéticas, sino sólo sexuales. En otras palabras: no suele ser considerado más que carne. Los culos y las tetas invaden desde las pantallas, los cuerpos son una mercancía que se vende y que suele vender otra cosa; además son algo más que se puede modificar con la virtualidad para que el mundo piense que las modelos no tienen celulitis ni arañitas (y después, escrachan a gente hermosa como Scarlett Johansonn en la playa con el traste al aire y con pozos, como si fuese un imposible). Los cuerpos de Savage están ahí, vivos, con toda su realidad, para que los contemplen y los interpreten como cuerpos hablantes, para que el espectador haga una transferencia y lea su cuerpo, también, como un enunciado, un “lugar de representación de una simbólica general del mundo” (Michel Bernard) o una “arquitectura política”, para usar palabras que se emplean en el espectáculo.
Por otro lado, Savage, como anteriores trabajos de Rotemberg –quien se ha ganado un merecido lugar entre las personalidades de la danza contemporánea– es el corrimiento de un pensamiento que define la sexualidad en términos de lo masculino versus lo femenino. Tal vez el eje no sea exactamente novedoso, pero sí lo es el modo. Hay un lenguaje, y ésa es la máxima aspiración que puede tener un artista en un momento en el que se considera que prácticamente todo ha sido hecho. El espectáculo esconde, también, una crítica a las bellas formas de la danza, e incluso a los lugares que históricamente han ocupado hombres y mujeres en esa disciplina. De modo que todo encaja. En esto también hay un compromiso político, una visión que deben compartir todos los que hacen el espectáculo (es impresionante la entrega de los bailarines): desde la óptica del público, la danza no es aquí la seguridad de quedar obnubilado ante cuerpos hermosos que hacen movimientos deslumbrantes, sino que es un cachetazo a los prejuicios. Varios vienen experimentando en este camino. Tal vez sea Rotemberg quien se destaque del montón –La idea fija fue un suceso: cinco temporadas en cartel– porque su hacer tiene un componente popular: se puede captar el concepto que hay detrás del movimiento. En definitiva, no hay nada más concreto que el cuerpo humano.
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