Lunes, 19 de febrero de 2007 | Hoy
DANZA › TERMINO AYER EL IV FESTIVAL BUENOS AIRES DANZA CONTEMPORANEA
Durante diez días el encuentro metropolitano cautivó a fanáticos y curiosos que pudieron disfrutar de una programación renovada, con el acento puesto en lo experimental y en la búsqueda de nuevas propuestas.
Por Alina Mazzaferro
Pintura azul y fresca chorrea por la espalda de una mujer desnuda. Media docena de cuerpos descansa sobre un colchón de girasoles amarillos. Un hombre se escabulle entre una multitud de hologramas, todos clones de sí mismo; otro hace lo mismo entre una bandada de palomas de papel. Una mujer se arroja al vacío; otra entabla un juego de seducción con un esqueleto; una tercera sonríe a cámara con una botella en la mano y como en un aviso publicitario, ¡ahhh!, arrolla su sed. Si se pudiera detener ese arte del movimiento que es la danza y convertirlo en un conjunto de instantáneas, éstas serían algunas de las postales, heterogéneas y con un aire “experimental”, del IV Festival Buenos Aires Danza Contemporánea que se desarrolló a lo largo de diez días y que ayer finalizó con un espectáculo al aire libre en el Planetario y un invitado de lujo: el Ballet Contemporáneo del Teatro San Martín, que interpretó fragmentos de Cuatro estaciones de Buenos Aires, 4 Janis para Joplin y Travesías, tres de las coreografías más representativas de su director, Mauricio Wainrot.
Largas colas, localidades agotadas, salas llenas, gente fuera de los teatros lamentando no poder ingresar a una función no son parte de un fenómeno inusitado para este género sino un simple déjà vu para los seguidores del evento bienal de la danza metropolitana, si se tiene en cuenta que desde su creación, en 2000, el Festival convoca alrededor de 14 mil espectadores. Sin embargo, esta edición tuvo al menos dos elementos que hicieron que se separara de la línea trazada por las anteriores. En primer lugar, la programación se renovó por completo. “Si el Festival no hubiera sido programado para el verano se hubieran presentado más grupos”, aseguró su directora artística, Ana Kamien, en una entrevista con Página/12, dando a entender que muchos de los más conocidos están de gira o simplemente en receso durante febrero.
Si se extrañaron algunos nombres de quienes vienen teniendo mayor repercusión en los últimos tiempos (El Descueve, Krapp, Ana Garat, Pablo Rotenberg, Teresa Duggan, Gabriela Prado y Eugenia Estévez) o los ya clásicos y consagrados de la escena local (Ana María Stekelman, Oscar Araiz, Margarita Bali, Ana Deutsch), aparecieron en su lugar otros nuevos, coreógrafos y compañías que adquirieron mayor visibilidad a partir de su incorporación al Festival (Valeria Cuesta y su grupo Aunquenoquiera, Valeria Pagola, Fabián Gandini, Carolina Herman, Mariela Ruggeri, Juan Onofri Barbato y el equipo de Job, la compañía Quarks). También tuvieron su oportunidad otros que hace tiempo vienen trabajando en esta disciplina aunque sin destacarse (Vivian Luz, Daniela Lieban) y dos performances de danza butoh, la danza contemporánea japonesa que poco a poco va adquiriendo popularidad en Occidente (interpretadas por Rhea Volij, Carina do Brito y Lorna Lawrie).
Las nuevas propuestas de los jóvenes creadores –y en esto reside la segunda distinción–, pusieron en primer plano el aspecto “experimental” de cada producción, la prueba y error, la búsqueda por terrenos inusitados, su status de “investigación”. Así, la mayor parte de los trabajos, todos de corta duración, se mostraron como work in progress, exponiendo el proceso creativo como un escultor que moldea su obra sin llegar a encontrar la forma acabada, el producto que ha borrado las huellas de su ejecución. Carolina Herrera construyó en LO una imagen de mucha potencia –una mujer enfrentada a una máquina– aunque sin lograr explotar a fondo el vínculo entre ambas. Liliana Cepeda emprendió un juego surrealista en Asociación ilícita, asociando inmotivadamente textos repetitivos y sin ilación. En Bailarina finalmente cae del escenario, Liliana Tasso se permitió sentirse nuevamente niña en una experiencia lúdica. Valeria Pagola jugó con el eco de su propia voz para encontrarse, en un universo sumamente poético, con Las que me habitan. En Aireempaq, Valeria Cuesta trabajó el cuerpo en un proceso de extrañamiento (fragmentando sus partes y exponiéndolas para que se asemejaran a “otra cosa”), mientras que Mariela Ruggeri, en Lo que nos sostiene, investigó la corporalidad femenina haciendo interactuar a una mujer vestida y otra desnuda. Por su parte, Julio Escudero partió de una premisa similar –un estudio sobre la mujer– pero trabajando sobre un lenguaje corporal más conocido en Retrato de la Señora X. Una experiencia fugaz fue la de Daniela Lieban que, en siete minutos, propuso una imagen interesante –la propia en relación con un esqueleto humano–, pero sin desarrollarla ni hacerla “conversar” con la poesía de Fernando Noy que se proyectaba simultáneamente en escena. Tampoco la obra de Cecilia Buldain y Juan Pablo Sierra, Origami, forma que se pliega, en su exploración del cuerpo inmóvil, el micromovimiento y su cruce con la multimedia, explotó en profundidad las capacidades de la tecnología a la que le dio protagonismo (dos videastas grababan constantemente en todo el espacio pero el espectador quedaba fuera de esa “otra imagen” que nunca fue proyectada).
Entre estas propuestas de escenarios austeros y climas despojados, La garza sobre el agua de Fabián Gandini llevó el extremo el espíritu de “obra en proceso”, invitando al público a compartir un ensayo, en el que director y bailarines tuvieron permitido armar, desarmar, sugerir y probar, interactuando entre ellos, con el iluminador y el sonidista. De a poco, la obra fue construyéndose no sólo a partir de “lo que se hace” sino, sobre todo, “a partir de lo que se dice que se hace”, plagándose de explicaciones verbales (un guiño irónico sobre los modos de creación en la danza) y poniendo en evidencia la construcción teatral y el acto de representación, un recurso trillado en el teatro local de los ’90. También Slogans, de Mariana Belloto, pareció construirse en escena: cuatro intérpretes, hojeando revistas, jugaron a reproducir las poses de los modelos publicitarios, seguidos de dos cámaras que capturaban las imágenes y las duplicaban en una pantalla. Toda la frescura e ingenuidad de la primera parte de la pieza –sonrisas, poses, miradas sugestivas y piernas al descubierto– contrastaron con efectividad con la segunda, pura violencia física y sexual puesta al servicio de la publicidad, una clara y lineal denuncia contra el sistema mediático y sus recursos.
Entre tanto “proceso en ejecución”, dos obras se destacaron como “productos acabados” y complejos, en los que se combinó el movimiento del cuerpo y el de la imagen multimedia: Plano difuso, de Edgardo Mercado, y Parto, de Luis Garay, dos estrenos que (a diferencia de Karo Vertical, la propuesta de Gabily Anadón) pusieron la tecnología al servicio de la danza y no a la inversa. En Plano difuso, seleccionada para formar parte de la Bienal de Danza de Lyon en 2006, Pablo Castronovo, impecable intérprete, debió sincronizar milimétricamente cada uno de sus movimientos para interactuar no sólo con líneas y haces de luces sino también con un ejército de hologramas hechos a su imagen y semejanza. El mismo Castronovo fue quien acompañó a Garay en Parto, un juego semiótico, de signos lingüísticos, paralingüísticos y audiovisuales; juego de palabras, de cuerpos entrelazándose, de imágenes; tan distendido como irónico.
Por su parte, el grupo Job, de Juan Onofri Barbato, y la compañía Quarks, que dirige Blanza Rizzo, sorprendieron gratamente con FYZ y Sin Colores, respectivamente. La primera, una experiencia lúdica de cuerpos puestos al servicio del espacio: líneas rectas, diagonales, cubos y cruces inspiraron una coreografía dinámica y divertida, creada por el conjunto de los intérpretes. La segunda, otra creación colectiva resultante de una investigación sobre la improvisación en espacios no convencionales, puso a dos seres –una suerte de ruiseñores como el de Igor Stravinsky y Stepan Mitousov– a relacionarse en un mundo mágico que tuvo como marco escenográfico el bosque del Jardín Botánico. Por último, otro imperdible: el regreso de DDV, Diario de viaje para público acostado en escena, de Susana Szperling, que puso a los intérpretes a bailar sobre las cabezas de los espectadores, modificando la relación entre el actor/bailarín y el público. Una colchoneta y un merecido viaje sensorial y de relajación para quienes no quisieron perderse ni una de las 30 obras que coparon los escenarios porteños durante esta semana y media de pura danza contemporánea.
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