DANZA › CRONICA DE UNA NOCHE EN EL MUNDIAL DE BAILE
Los bailarines afrontan el campeonato con felicidad y dedicación militante. Colombianos, italianos, venezolanos y japoneses, entre otros, compiten con los créditos locales por la gloria tanguera.
› Por Karina Micheletto
Domingo previo al feriado, se va la tardecita y avanza la noche, inevitable. Es el día y la hora de los suicidas, hace un frío de perros y –tenía razón el pronóstico– todo puede ser peor: se larga una lluviecita fina que hace su aporte a la molestia general del invierno. Rumbo a la Rural, donde se desarrolla la quinta edición del Campeonato Mundial de Baile de Tango, circulan las preguntas y las apuestas: ¿Quién podría salir de su casa por propia voluntad, aquí y ahora, dadas las circunstancias? Una vez adentro del predio ferial, todas las apuestas se revelan erradas. Resulta que el espacio de la Rural está lleno. Y no sólo eso: las personas que lo llenan parecen poseídas por algún espíritu festivo importado de otras latitudes y de otros climas. Felices, sin más. Bienvenidos al fascinante, fanático y furibundo mundo de los bailarines de tango.
Aquí todos parecen convencidos de algo, entusiasmados por alguna causa superior. Militantes de una causa a la que es posible ofrecer el pecho. Son los encamisados. Algunos van y vienen con paso ligero, portando cierta excitación en el apuro. Llevan peinados tirantes y están vestidos como padrinos y madrinas de bodas; o bien dejan colgar de sus brazos sacos enfundados, o arrastran valijitas con ruedas. Son los concursantes del Campeonato, que se preparan para medir sus pasos en la categoría “tango salón”, es decir, la que respeta las estrictas normas de la milonga tradicional: abrazo que nunca se desarma, pasos al piso, recorrido de la pista en el sentido contrario a las agujas del reloj.
En el Pabellón Ocre de la Rural, el conductor anuncia que la que sigue es la ronda número 13, y que los bailarines tendrán que demostrar lo que saben al ritmo de “Corazón no le hagas caso”, por la orquesta de Caló, “Cachirulo”, por la orquesta de Aníbal Troilo, y “Negracha”, por la típica contemporánea Unitango. Cada ronda de participantes (suben diez parejas por ronda) bailará dos temas de dos orquestas históricas, y uno de alguna formación nueva. Todos bien marcados y bailables: D’Arienzo, Di Sarli, Pugliese, el primer Troilo: el festín musical del milonguero. El público se renueva, pero las gradas y sillas permanecen con ocupación casi plena. Un grupito de colombianos levanta su bandera cada vez que ingresa a la pista un compatriota. También se lucen participantes italianos, venezolanos, panameños o japoneses, además de los créditos locales.
Cada tanto, de entre el público brota algún grito que tiene la música única del aliento tanguero: “¡Bien, Octavio!”, “¡No le afloje, Laura!”. Son gritos agudos, arrastrados con tempo propio, gritados con una fervorosa forma endógena, irrepetible en otros ámbitos. Parecen venir de tiempos lejanos, como los gritos que todavía hoy se escuchan en el hipódromo. La noche avanza y las rondas de participantes revelan las numerosas posibilidades del tango. Hay “figuritas” de lo más pintadas, “maripositas”, “muñequitas”, señoritas que parecen salidas de la RAI, o de algún teatro de revistas, jovencitas gráciles, etéreas. También abuelas encantadoras, y robustas señoras de sólidas rodillas. Entre los caballeros, el abanico es igualmente amplio, y cubre tres generaciones. Eso sí: ese aplomo elegante y suficiente, esa contundente presencia tanguera que el bailarín porta desde que ingresa a la pista, es un recurso que sólo parece adquirirse con los años.
Como puede suceder –no siempre, ni casi siempre, pero a veces–, la pinta puede ser lo de menos. Así es como nunca falta el gordito cortito que se transforma en firme candidato al batacazo. Pronto comienzan las apuestas entre el público: “¡Ojo a la 139!”, “¡Atenti con la 146!”, pero el veredicto es patrimonio del jurado. Allí están los especialistas, serios y reconcentrados, sobre una tarima que les permite una visión global. Tienen que juzgar la técnica, la cadencia, el compás, la rítmica; pero también esos aspectos intangibles que tienen que ver con las formas del abrazo, la elegancia, el estilo al caminar y la conexión de la pareja. En el pabellón contiguo, se extiende la feria de productos que todos los años muestra hasta dónde puede crecer ese mundo aparte en que se ha convertido el tango. Aunque hay algún espacio sin cubrir (los puesteros se quejan porque desde el Festival de Tango, en marzo pasado, hasta este Campeonato, los precios de los stands subieron ostensiblemente) el mercado del tango avanza a paso marcado, y sorprende. Además del merchandising más clásico, lo que más creció es la lección de baile en DVD, con el correspondiente aval de la escuela o bailarín famoso responsable. También se pueden comprar joyitas como el vinilo original de Piazzolla en el 46 a 30 pesos, algunos buenos libros sobre el género en el stand de Corregidor y CD del tango más actual en stands como el de Epsa. El que busca también encuentra lo que vende el ingenio criollo cuando no descansa: Learn spanish through tango!, anuncia un libro de tapa fileteada y colorida. “¡Este libro es su pasaporte para ingresar con elegancia en las mágicas palabras del español y del tango!”, promete en inglés el anuncio. Un transeúnte local concluye: “Y bue... Mientras sea con honestidad...”.
Se hace evidente que para el bailarín profesional el mundo del tango es mucho más grande que para el recién llegado al género. Donde un ser humano normal ve simples “zapatos” o “camisas”, un bailarín de tango encuentra una multitud de posibilidades fascinantes. Así, hay que estar atento a la base del tamango: cromo para parquet, goma para baldosa, suela para cemento. O al cuello de la camisa: está el clásico, el mao, el italiano, el palomita, el palomón... Y cada uno, aseguran, define un estilo. En el rubro vestimenta, se destaca el stand del mismísimo Juan Carlos Copes, que hace un año patentó su apellido y fabrica todo para el bailarín y la bailarina. La marca Copes exhibe su prenda estrella: las camisas body Copes, que continúan hasta cubrir el calzoncillo, con prendedura entre las piernas, en forma de body o, como apunta un criollo de ley, por las verijas. Así, el bailarín puede dibujar sus cortes y quebradas con la tranquilidad de saber que no se le saldrá la camisa afuera del pantalón. Y todo sin perder la elegancia.
Para bajar tanta emoción, el visitante incauto enfila hacia el último stand del recorrido, que ofrece copas de vino. Allí descubre que el costo por copa oscila los 10 pesos, es decir, unos 2 pesos el sorbo. El precio es más apto para turistas con cambio a favor que para milongueros locales advenedizos. El bailarín novato se lleva una lección: el mundo del baile del tango es cada vez más largo y ancho, pero, como dice la propaganda, para ingresar hay que tener tarjeta de crédito.
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