Dom 15.03.2009
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CULTURA › ENTREVISTA AL ESCRITOR Y FILOSOFO JOSE PABLO FEINMANN

“La política argentina de hoy está llena de odio”

Su nueva novela, Timote, aborda el secuestro y la muerte del general Aramburu. Feinmann cuenta por qué eligió un camino poco convencional para construir a su personaje, al que coloca frente a Fernando Abal Medina. Un libro polémico, que invita al debate.

› Por Silvina Friera

En dos meses y medio de gran intensidad, José Pablo Feinmann escribió su décima novela, Timote (Planeta), sobre el secuestro y la muerte del general Aramburu, ejecutado por Montoneros en junio de 1970. El atajo más fácil habría sido caer en el cliché del militar gorila que se buscó esa muerte al firmar el decreto 4161, que prohibió al peronismo –para algún despistado, de los que todavía abundan, no está mal recordar que después de 1955 no se podía escribir ni pronunciar la palabra Perón–, pero el escritor optó por el camino inverso para construir un Aramburu que, como señala el narrador conjetural de la novela, ante la muerte “nos va a mostrar un rostro sorprendente”. Del otro lado, el de Fernando Abal Medina, el héroe trágico de esta historia. La tentación habría sido crearlo desde un hormigón de certezas sin grietas. Pero Feinmann, apelando a diálogos que por momentos parecen concebidos bajo el método de la mayéutica, le inocula el virus de la duda y genera en el complejo espacio de la ficción lo que se podría llamar el “síndrome Timote” (pequeño pueblo de la provincia de Buenos Aires, cercano a Carlos Tejedor, donde mataron al militar), el “síndrome La Celma” (la estancia de la familia Ramus donde estuvo secuestrado) o si quiere también “el síndrome Pindapoy” (nombre del operativo, por el jugo de naranja, en la jerga de Montoneros). Abal Medina, al acercarse tanto a su víctima, descubre que ese general retirado de 67 años ya no es un gorila acérrimo. En el ’70, creía que había que negociar en serio con el peronismo, que el esquema de excluirlo, de marginarlo del juego político, estaba agotado. Las convicciones del joven montonero se resquebrajan: vacila, pero mata.

En Timote, destinada a ser una de las grandes novelas argentinas sobre el peronismo, se cuenta una tragedia en la que, como advierte el narrador, “todos tienen buenas razones para defender sus actos y, por consiguiente, sus vidas”. Los diálogos entre Abal Medina y Aramburu en la estancia La Celma son las trincheras desde la que se miden estos temibles contendientes. “Se equivocan conmigo –dice Aramburu–. No soy un agente del imperialismo. Onganía, sí. Yo soy un demócrata.” Abal Medina dispara: “Me sorprende encontrarlo a usted tan del lado de la democracia”. La respuesta del militar redobla la apuesta: “Me alegra sorprenderlo. Sorpréndase: soy un general poco común. No soy previsible”. En el estudio del escritor, los libros sobre el peronismo están separados en pilas, cerca de la computadora. Feinmann se acomoda en su silla, estira las piernas y los brazos, dos ejercicios típicos del que está horas encerrado, golpeando con el ímpetu de sus obsesiones el teclado. “La novela apareció inesperadamente porque sigo escribiendo los suplementos sobre el peronismo para Página/12. Cuando llegué al secuestro y la muerte de Aramburu, pensé que el tema estaba muy tratado. No hay ensayo donde no figure, y en realidad el único verosímil que hay es un reportaje a Firmenich en La causa peronista, que queda como la versión sobre el secuestro y la ejecución de Aramburu. Como no había mucho material me dije: ‘¡Qué buen camino despejado para la ficción!’”, cuenta Feinmann en la entrevista con este diario. Después de dos meses de escritura, le mandó el borrador de Timote a Juan Manuel Abal Medina hijo, actual vicejefe de Gabinete. “Me devolvió veinte páginas formidables y eso contribuyó a la novela, porque marcó cosas que le gustaban y que no le gustaban, incongruencias, cómo Aramburu dice esto y hace lo otro. Y esos comentarios me sirvieron mucho”, revela el escritor.

–¿Qué decisiones tomó para que pudiera encontrar la forma de la novela?

–La primera fue narrar en presente porque quería darle un carácter de urgencia. Desde el comienzo me sentí muy cómodo escribiendo en presente. La segunda fue la elección de un narrador atípico, conjetural; como él no tiene una verdad verificable, arriesga todo el tiempo. La gran decisión de esta novela es Aramburu. Supongo que todos esperaban otro Aramburu por mi trayectoria, por esa ubicación en la que siempre me colocan de peronista de izquierda, cuando puedo ser tantas cosas que si quieren darme ésa, bueno, está bien, pero también puedo ser “camporista”. Ultimamente estaba pensando que lo que más me gustaría que me dijeran es “camporista”, o directamente filósofo. En realidad, lo que soy lo soy por Hegel, Marx, Nietzsche, Sartre, Foucault, toda esa mermelada que está en La filosofía y el barro de la historia. Y por mis posiciones personales. Pero se supone que ante los gorilas, estoy en la vereda de enfrente.

–¿Qué le pasó con Aramburu?

–Cuando me encontré con el plan que estaba elaborando para incorporar al peronismo, ese plan me interesó. Además, tenía que elevar a los dos personajes para que pudieran tener los diálogos que tienen. No sé si Aramburu y Fernando fueron así, no me importa tampoco; creo que a partir de ahora van a ser como están en la novela. En el relato que hizo Firmenich para La causa peronista, Aramburu aparece como un tipo que acepta la muerte con gran dignidad. Si este tipo aceptó, según el relato de su enemigo Firmenich, la muerte con tanta dignidad, en la novela no sólo va a aceptar con dignidad su muerte, sino que la va a discutir. Creo que lo más potente de la novela son los diálogos entre estos dos católicos, Fernando y Aramburu, y de ahí que el otro protagonista de la novela sea la presencia de Dios, que mira y que no mira, que juzga y que no juzga; el temor de Dios que Aramburu le tira encima a Fernando cuando le dice “mi sangre va a caer en vos”. Estos diálogos le dan densidad a la novela.

–¿Cómo elaboró el personaje de Fernando Abal Medina?

–Me llevó mucho trabajo, pero dado que tenía 23 años cuando lo mató a Aramburu decidí hacer una especie de “endemoniado dostoievskiano”, un personaje trágico, con la sombra de Dios encima, con mucho catolicismo, con mucho fervor revolucionario y una certeza absoluta: matar a Aramburu. Después hay un personaje, Firmenich, que se nota que el autor le tiene bronca. Una de las grandes desgracias de Montoneros fue la pérdida de Fernando y del que lo iba a suceder, el Negro Sabino Navarro. Cuando Firmenich heredó la organización, Montoneros se transformó en la “orga”. Firmenich es un personaje que no me agrada para nada.

–El narrador se pregunta, en un tono de reproche, qué sabían esos jóvenes de clase media alta sobre peronismo. ¿Usted les cuestiona lo mismo a los Montoneros?

–No. Esa pregunta la lanza el narrador, supongo que para abrir algunas puntas problemáticas. Lo que esos jóvenes sabían de peronismo es lo que habían escuchado decir a sus padres durante quince años. Por eso Fernando tiene una respuesta formidable frente a Aramburu, cuando éste le dice que puede contarle cosas abominables de Perón. Fernando le responde que creció escuchando cosas abominables sobre Perón. “Me eduqué así, ustedes me hicieron, soy un invento de la Argentina gorila.” Desde el ’55 hasta el ’70, el país había vivido en la ilegalidad institucional con el peronismo proscripto. Una torpeza increíble. Lanusse, pese a sus rabietas y al odio que le tenía al peronismo, se dio cuenta de algo muy profundo: que si Perón volvía, se iba a desgastar. Que la manera de matarlo era traerlo y que se pusiera al frente. La idea era que Perón viniera para terminar con la guerrilla, eso es bastante evidente. No entiendo por qué volvió Perón, porque si lo hizo para cumplir ese triste papel debió quedarse allá y manejar la cosa desde España. Pero según contaba Jorge Antonio, Perón le decía, con esa megalomanía infernal que tenía: “No se preocupe, Jorge, yo agarro un vaso de agua, un micrófono, les hablo a los muchachos y los mando a sus casas”. Jorge Antonio le decía: “Mire, usted no los conoce, no le va a resultar tan fácil” (risas). Hay una frase que dice Perón en su primer regreso: “Me voy porque si Dios baja a la tierra todos los días algún idiota va a terminar por faltarle el respeto” (risas). Al final, vino, bajó a la tierra... y chau, se acabó.

–Es evidente que hace diez o veinte años, un Aramburu como el que presenta en esta novela habría sido incorrecto y muchos peronistas lo habrían cuestionado.

–Sí, claro, porque es dejar bien a un militar que prohibió al peronismo y fusiló a peronistas. Pero en la novela subrayo al Aramburu del ’70 que está negociando con el peronismo, incluso se dijo que tuvo una reunión en París con Perón. Es posible que Aramburu haya estado en esa negociación porque después Lanusse le cede el poder a Perón, pero Lanusse durante la dictadura tiene una actitud notable: “Detenciones, no secuestros”, les dice a los militares, o sea que no eran militares matarifes, carniceros. No eran Videla. Lanusse no era un alumno de la escuela francesa ni de la Escuela de las Américas; era un tipo imponente y tremendamente gorila que odiaba mucho a Perón.

–¿Qué recuerdos tiene del impacto que tuvo en el país la muerte de Aramburu?

–En las villas, en los barrios industriales y pobres, hubo fiestas después de la muerte de Aramburu. Yo no me alegré, me conmocionó y preocupó muchísimo esa muerte. Estoy constituido para estar contra la violencia. Es algo que no lo puedo aceptar.

–¿Se sintió un sapo de otro pozo en ese contexto de los ’70 por el hecho de no haber festejado la muerte de Aramburu?

–Sí, pero no vas a encontrar en ningún escrito mío de los ’70 una justificación de la violencia. La violencia tenía que estar unida al movimiento de masas, no como vanguardia, a lo sumo como acompañamiento, y contra gobiernos dictatoriales. En democracia no puede haber violencia. Yo fui de los tipos que cuando llegó el 11 de marzo de 1973 dijeron: “Se acabó, no hay más violencia, toda la violencia está injustificada”. Cuando mataron a Rucci, recontraputeé a amigos que tenía en Montoneros. Me acuerdo que estaba en una reunión política con gente de la JUP (la Juventud Universitaria Peronista), porque era profesor de la facultad, discutiendo sobre la muerte de Rucci, hasta que apareció uno y dijo: “Fuimos nosotros”. “¿Cómo fuimos nosotros? –le dije–. Yo no lo maté a Rucci y no lo hubiera matado, así que el fuimos nosotros guardátelo.” Y ahí mandé todo a la mierda.

–¿Por qué Montoneros estaba tan seducido por la violencia?

–La juventud peronista estaba seducida por la violencia. En el acto en Atlanta del 22 de agosto de 1973, los peronistas que estaban en la bandeja izquierda de la cancha empezaron a cantar: “Rucci, traidor, a vos te va a pasar lo que le pasó a Vandor”. Firmenich estaba dando un discurso, hablaba bien, lo imitaba a Perón, se acercaba al micrófono y retrocedía. Cuando escuchó todo eso, los dejó seguir un rato. Hasta que se acercó de nuevo al micrófono y dijo: “Estamos en eso”. ¡No te imaginás el alarido de alegría! Esto es algo que nadie lo tiene. Así, claramente, dijo: lo vamos a matar. Antes del 11 de marzo, la violencia era la vanguardia, el lugar más arriesgado de la lucha, los que ponían los muertos, y por eso Montoneros cuando vuelve Perón quiere hacer un trueque de sangre por poder. ¡Pero no estamos hablando de literatura! Siempre termino siendo el peronólogo. Después lo van a ver a (César) Aira, que habla de literatura, y resulta que el escritor es él.

–Pero el tema de su novela hace que sea imposible no hablar de peronismo y política...

–Ya lo sé, pero quiero ser de esos escritores que hablan de literatura todo el tiempo, a ver si alguna vez me ponen en algún canon. Publiqué diez novelas, pero la academia no me da pelota...

–¿Por qué el peronismo es tan literario?

–El peronismo es un gran relato trágico porque creo en que en algún punto todos tienen razón. En el sentido en que Hegel dice que la tragedia no es lo bueno contra lo malo, lo justo contra lo injusto, sino lo justo contra lo justo. En el suplemento sobre el peronismo, pienso hacer un análisis de todas las verdades que había en 1973, que son fascinantes, porque esas verdades colisionan y Perón ya no las puede controlar. Perón se jactaba de controlar el desorden, pero lo controlaba desde Madrid. Cuando Dios baja a tierra, él es una contradicción más, entre tantas otras. Ahí ya hay, como diría Foucault, magníficamente basado en Nietzsche, cientos de verdades que colisionan.

Los recuerdos también colisionan. Feinmann confiesa que a los 26 años, cuando terminó de leer todo Marx, se juntó con unos amigos y les dijo: “Ya me leí todo Hegel, todo Marx, ¿dónde está el proletariado británico aquí?”. La respuesta llegó como una chicana: “Acá no hay proletariado británico, acá están los negros peronistas”, le respondieron. “Bueno, hagamos algo con los negros peronistas. Y entramos y tratamos de meter las ideas de izquierda. Pero era inevitable aggiornarlas a un nacionalismo de izquierda, a una izquierda nacional y popular. Nosotros nos pusimos una máscara y Perón se puso otra para nosotros. Perón fue todo lo socialista que pudo ser y nosotros fuimos todo lo peronistas que pudimos ser”, se sincera el escritor. De pronto Feinmann ve algo, se para, saca un libro de una de las pilas y grita: “¡No lo vas a poder creer, esta es la primera edición de Conducción Política de 1951! Fijate que está leído y subrayado como habré leído sólo a Hegel y a Sartre. Mirá esto –dice y muestra las anotaciones al margen–. ¿Te das cuenta? Leía a Perón, como leía a Hegel”.

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