CULTURA › OLIVIER BELLAMY Y SU LIBRO MARTHA ARGERICH, EL NIñO Y LOS SORTILEGIOS
El biógrafo francés de la pianista argentina ratificó para sí mismo, después de ocho años de trabajo, que Argerich “es una mujer fascinante, como su música”. Bellamy refuta prejuicios y sostiene que entrar en contacto con su mundo provoca una suerte de “revelación”.
› Por Eduardo Febbro
Desde París
Se puede tener una experiencia mística en un templo budista, en una catedral, o con las manos de una mujer que se deslizan sobre un piano. El acceso a ese don está reservado a muy pocos. Martha Argerich detenta ese poder, único, exquisito, sobrenatural. Sus conciertos son un paso del otro lado de una frontera a la que sólo se accede con su música. Sus seguidores le perdonan todo. Imprevisible, temperamental, bohemia, Argerich ha hecho historia con su música y con sus ausencias en los conciertos de salas llenas que anuló a último momento. Esta pianista argentina es una leyenda mal conocida, o conocida por lo que muchos califican como “excentricidades”. Su biógrafo francés, Olivier Bellamy, corrige esos juicios apurados. En 280 páginas que se leen como una novela de acción, Olivier Bellamy restituye sin concesiones la vida de esta pianista genial que supo preservar la fuerza romántica y la expresión de la emoción máxima por encima de la moda dominante que hizo del piano una proeza técnica sin vibración. Aficionado excelso u oyente casual, nadie puede levantarse igual al día siguiente después de haber escuchado el segundo movimiento del Concierto para piano N° 3, de Beethoven, interpretado por Martha Argerich. Angeles que descienden del cielo con un secreto en los labios. Olivier Bellamy logró que Martha Argerich, que detesta hablar de ella, aceptara que este crítico musical hiciera su biografía. Ocho años de trabajo que empezaron en el 2000. “Fue en su casa de Bruselas, a las seis de la mañana, después de la noche de Año Nuevo.” El resultado es la magnífica biografía que acaba de publicar en Francia Buchet-Chastel: Martha Argerich, L’enfant et les sortilèges (Martha Argerich, el niño y los sortilegios). El título del libro alude a una composición de Ravel e ilustra perfectamente la personalidad doble de Martha Argerich. Bellamy recuerda que en ella viven un niño eterno y un adulto denso. Ambos, asociados, han dado una de las más grandes intérpretes de la historia de la música clásica, que empezó a tocar el piano a los tres años porque un niño la desafió. En esta entrevista con Página/12, Olivier Bellamy recorre la vida de la pianista y penetra el estilo de quien tiene el don de abrir el cielo con las manos.
–Usted describe a Martha Argerich con una doble magnitud: la de una mujer que preservó su infancia y dentro de la cual hay un adulto complejo.
–Martha Argerich supo conservar las cualidades de la infancia, eso que todos buscamos preservar, pero que no llegamos a hacerlo porque la vida es muy difícil en muchos aspectos. Entonces nos comportamos como adultos. Pero Martha Argerich preservó la frescura de la infancia, que es indispensable para su arte. Todos los artistas guardaron una parte de la infancia, pero Argerich fue más lejos que los demás. Argerich tuvo una conciencia de adulto muy temprana. En cuanto empezó a aprender el piano a la edad de tres años, ya tenía una exigencia interior muy, muy grande. Es una paradoja fundamental en su personalidad que vamos a encontrar a lo largo de su vida. Argerich es alguien profundo, inteligente, pero no es razonable. Huye de la realidad. Ella es consciente de eso. Argerich vive de noche, trabaja de noche, se escapa del día porque el día es el momento donde todo el mundo trabaja, donde hay que ser eficaz. Todas esas cosas le son extranjeras. En cambio, de noche está en su centro íntimo.
–Sin embargo, ese aspecto bohemio no le quita nada a la dimensión de su arte. Al contrario, la engrandeció.
–Desde luego, pero el punto de partida es una exigencia muy grande. Ella no busca la eficacia. Lo que busca es alcanzar una suerte de perfección. No se trata de una perfección técnica u objetiva, sino de una perfección íntima. Por esa razón no toca todas las sonatas o todos los conciertos de Beethoven. Sólo toca las obras que siente profundamente. Todos los artistas tienen ese principio, pero muy pocos lo aplican. Martha Argerich supo preservar esa liberad que consiste en tocar sólo las obras que siente en profundidad. A veces la atacaban diciendo que había hecho su carrera con cuatro conciertos: el de Schumann, el concierto en sol de Ravel, los dos primeros conciertos de Beethoven. Pero ella siente que puede ejecutarlos mejor porque es como si hubiese sido ella quien los compuso. Hay otras obras que no siente con tanta profundidad y por ello no las toca. Y también hay otras piezas, como el cuarto concierto de Bethoven frente a las que se siente tan cerca, que le llegan tan hondamente, que no osa abordarlas. Es como cuando estamos enamorados de alguien y no nos animamos a hablarle. Tocar un concierto así en público sería para ella como profanar algo sagrado. Eso es algo difícil de comprender en el mundo de hoy. Pero Martha Argerich supo proteger esa dimensión, esa libertad casi de gitano.
–En su estilo también hay componentes paradójicos: una potencia colosal, perfección técnica, imaginación, espontaneidad de niño. El resultado es una experiencia única, casi mística. Quien asiste a uno de sus conciertos sale con la impresión de haber conocido un mundo oculto, potente, puro.
–Sí, es algo misterioso y muy difícil de analizar. Es un genio, su caso sobrepasa el simple talento. En primer lugar, tiene una sonoridad única, maravillosa, su sonoridad es como su físico. Cuando uno de sus profesores la escuchó por primera vez escribió en un cuaderno: “Martha Argerich no considera la belleza del sonido como primordial”. Pero a Martha Argerich no le hacía falta eso porque ya tenía la sonoridad más bella del mundo, una belleza natural, implícita. Lo más asombroso es la intuición que Argerich tiene del estilo de cada compositor. A los 17 años, cuando dio sus primeros conciertos en Alemania, los críticos estaban fascinados. Se preguntaban cómo una joven de 17 años podía entender tan bien las obras de los compositores. Su comprensión no era distinta a la de los grandes pianistas del pasado, Kempf, Serkin, etc. Argerich tiene también una virtuosidad fuera de lo común. Es como la Maradona de la música. Su mano se posa sobre el piano y sin que se denote nada de intelectual o de reflexivo la música fluye. Martha Argerich considera los pianos como seres vivos. “Cuando los pianos no me quieren, no los toco”, suele decir. A veces también dice que hay pianos muy antipáticos. Eso quiere decir que Argerich considera los pianos como personas y con las obras de arte le ocurre lo mismo. Por eso sólo toca las obras con las que siente que tiene un lazo directo, como un amigo, permanece en su centro íntimo a pesar del ruido y del furor, de la tecnología, y a pesar también de que sea una persona muy vulnerable a todo lo que viene del mundo exterior. Cuando toca el piano uno tiene la impresión de que se consume, se quema, y ese fuego alcanza al espectador.
–Su vida parece tener una dimensión tan densa y romanesca como su estilo musical. No hay concesiones y es capaz de interrumpir un concierto en público e incluso no asistir a la representación. Es rigurosa y cambiante.
–No calcula, vive sin hacer proyectos, no hace planes. En su vida todo le ocurre sin cálculo, sin anticipación, sin previsión. Cuando era joven se acordaba tres días antes de que tenía un concierto muy importante. Vive día a día. Para ella Europa es la cuna de su repertorio. Varias veces me contó que cuando llegó a Europa se sentía muy emocionada por estar en el lugar donde Schumann o Beethoven habían compuesto sus obras. Martha Argerich deja algo fantástico, y, sin embargo, para ella eso no es nada. Nunca mira hacia atrás, siempre mira hacia adelante. Es hoy y ahora. Nunca buscó construir nada, pero es un monumento. En la música clásica ella aportó algo esencial en una época donde se iba hacia más objetividad, más tecnicidad. Argerich conservó el romanticismo, cierta locura, la superación de sí mismo. Pero no se trata de superarse sólo para establecer una marca técnica, no, es un ir más allá de todo en la emoción. Cada concierto es único.
–Su biografía cuenta de alguna manera dos historias: la de Martha Argerich y la de la biografía misma. Usted se consagró en cuerpo y alma a ese trabajo y las páginas del libro dejan entrever, de tanto en tanto, la dificultad.
–Es como un doctor con un animal salvaje. Me exigió mucha paciencia, pero acercarse a alguien tan extraordinario como Martha Argerich no tiene precio. No es fácil todos los días; Marcha Argerich tiene un temperamento difícil de aprehender, cambiante. Pero al mismo tiempo es una persona adorable y paradójicamente transparente. Uno le perdona todo. Yo quería que mi trabajo estuviera a la altura del personaje, no quería que fuera una biografía simple, basada en un par de compilaciones y artículos o conversaciones. Ella también quería que yo la conociera bien y me dio esa oportunidad. Me hicieron falta ocho años para hacer esta biografía. Me ocurrió muchas veces que luego de escucharla tocar no me podía dormir. Martha Argerich nos pone en un estado muy particular, es algo cercano al amor, algo profundo, uno tiene la impresión de que ella nos transforma. Hay en ella algo tan puro que de alguna manera también nos fuerza a ser puros. Es un trastorno profundo, una revelación. Es una mujer fascinante, como su música.
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