CULTURA › LA DIMENSION DESCONOCIDA, 46 AÑOS DESPUES
La serie, que estuvo al aire entre 1959 y 1964, marcó toda una época en la que casi cualquier innovación que la televisión hiciera en el terreno de la fantasía y la ciencia-ficción iba a ser copia de lo planteado en aquel laboratorio creativo.
› Por Facundo García
Hace cuarenta y seis años se emitía el último episodio de La Dimensión Desconocida (The Twilight Zone). Con el final de la serie –que estuvo al aire entre 1959 y 1964– concluía una época y nacía otra, en la que casi cualquier innovación que se hiciera en el terreno de la fantasía y la ciencia-ficción iba a ser copia de lo planteado en aquel laboratorio creativo. El programa fue una supernova que estalló en decenas de derivaciones, desde Volver al Futuro hasta The Truman show, pasando por los Expedientes Secretos X. Hoy la secuela más célebre es Lost, uno de cuyos creadores, Jeffrey Jacob “J.J.” Abrams, no tiene pruritos en asumir que el viejo clásico de la pantalla chica “fue lo mejor que se hizo en la toda la historia de la TV”.
Las cinco temporadas explorando el lado oculto de la realidad tuvieron una plataforma de despegue puntual: el cerebro de Rod Serling. El petiso fue –junto con Alfred Hitchcock– uno de los pioneros de la televisión “de autor”; y su voz inauguraba cada capítulo sobre el fondo de una melodía histérica que resultaba tan molesta como hipnotizante. Sus palabras iniciales pasarían a la posteridad: “Hay una quinta dimensión más allá de lo que conoce el ser humano. Es una dimensión tan vasta como el cosmos y tan fuera de tiempo como el infinito. Es la zona intermedia entre la luz y la sombra, entre la ciencia y la superstición, y se ubica entre la fosa de los miedos y las cumbres del saber. Es la dimensión de la imaginación. El área que llamamos The Twilight Zone (que en una traducción literal vendría a ser algo así como ‘la zona del crepúsculo’)”.
Detrás de su apariencia sobria, Serling escondía mil monstruos, capaces de asomar cada vez que surgía de súbito en una escena. Entonces inquietaba con su traje negro y su elegancia fumadora, ofreciendo ante las cámaras la introducción a casos que eran siempre distintos y casi siempre fascinantes. Había nacido el día de Navidad de 1924. “Fui un obsequio que llegó sin envolver”, chanceaba. Detrás del chiste, no obstante, había mucho de verdad. Porque el muchacho criado en la pequeña ciudad de Bin-ghamton (estado de Nueva York) fue un regalo del cielo para la audiencia. Y es que al asumir el control total de lo que ocurría en LDD su talento estaba alcanzando el cenit. Su mente estaba en llamas y lo que antes requería cinco o seis meses de preparación le salía en menos de cuarenta horas. En efecto, de los ciento cincuenta y seis episodios que se realizaron, más de noventa salieron del cráneo de ese ex combatiente de la Segunda Guerra que se había vuelto adicto al trabajo y no bajaba de los dos paquetes de cigarrillos por día.
En noviembre del ’59, a días de haber lanzado el proyecto, Serling le contó a la revista TV Guide lo que pretendía hacer. “LDD es una antología dividida en entregas de media hora. Hurga en lo extraño, lo bizarro, lo inesperado. Entra en el terreno de la imaginación pero cuidando el buen gusto de una audiencia que usualmente es menospreciada y considerada idiota. No es de una galería de deformidades y tampoco se encontrará allí nada tan nostálgicamente familiar que permita a los espectadores adivinar los diálogos de los actores”, definió. Se ha dicho que su obra maestra se popularizó en un contexto en el que el mundo parecía irse al tacho; y que la prodigalidad de paradojas y aporías era espejo de las contradicciones que generaba el combo de Guerra Fría, terror atómico, prosperidad económica e injusticias sociales. Sin ser de izquierda, Serling criticó al macartismo y el racismo imperante en Estados Unidos. “Creo que el mal de la actualidad es el prejuicio –repetía–. Es desde allí que salen los otros demonios y se multiplican. En casi todo lo que he escrito hay un rastro de esto: la necesidad del hombre de endilgarles atributos negativos a los demás antes de analizar sus propias fallas.”
Esa postura –que a veces caía en la moralina– no les quitó ni una pizca de frescura a aquellos mediometrajes repletos de noches en las que tipos desesperados corrían por ciudades de medio pelo, atravesando calles adonde iba a derramarse la luz de los semáforos o el combustible de las naves espaciales. “Me di cuenta de que les podía hacer decir a los marcianos cosas que los republicanos y los demócratas no mencionaban”, comentaba el guionista. La narración solía dispararse en un paisaje familiar, para ir enloqueciendo y descolocar en el último segundo, con explicaciones que no por sorpresivas eran menos creíbles. A diferencia de lo que ocurre en la actualidad con quienes escriben para la tele, Serling –que también se embarcó en el film El planeta de los simios– daba la cara antes de difundir cada capítulo. Como si esto fuera poco dos por tres se peleaba con los sponsors. “Nadie puede hacer arte si cada quince minutos aparecen tres conejos vendiendo golosinas”, se quejaba. Cuando se animó al negocio publicitario, se arrepintió y lo consideró uno de sus pecados capitales.
Hay quien opina que LDD construyó un puente entre el consumo de masas y el surrealismo. Otros resaltan su preanuncio de la psicodelia. Por debajo de esos rótulos, los que participaron en los rodajes recuerdan detalles que sitúan el mito en un terreno más pedestre. A muchos fans les sorprenderá saber que debido a que el presupuesto que otorgaba la cadena CBS nunca era suficiente los actores no tenían oportunidad de repetir las tomas. Salían o salían. Y si hacían falta platillos voladores, nadie tenía pudor en pedirlos prestados a otras producciones. Con todo, ninguna de esas carencias impide que revisitar la colección sea una demostración contundente de los niveles de maestría que había alcanzado el arte del blanco y negro a fines de los cincuenta. En 1961, el director de fotografía George T. Clemens llegó a contarle a la revista Variety que su trabajo consistía en “diseñar para aprovechar al máximo lo que se ve en los aparatos más populares”, que eran bastante primitivos. Por lo tanto la insistencia empresarial no consiguió que se contemplara la posibilidad de hacer el paso a color. Fue el propio Clemens el que advirtió a Serling que sin el blanco y negro se perdería la magia. Así fue que los personajes de la serie –por lo general seres un poco fracasados que de pronto encontraban la oportunidad de darle un volantazo a su vida– quedaron inmortalizados en una gama de grises que a través de su perfección los coloca “tan fuera de tiempo como el infinito”.
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