Sábado, 3 de julio de 2010 | Hoy
CULTURA › LOS SHOWS DEL JUEVES, LA APARICIóN DE FITO EN MEDELLíN
El III Congreso Iberoamericano vivió su primera noche de fiesta, con una multitud encendida por Jorge Drexler, Silvio Rodríguez y León Gieco. La conferencia de prensa de Fito Páez fue un termómetro para medir su alta popularidad.
Por Eduardo Fabregat
Desde Medellín
Es una figura buscada, deseada, esperada: es el tipo que esta noche cerrará los fastos del III Congreso Iberoamericano de Cultura, un músico de flaca anatomía que responde al nombre de Rodolfo, y que tiene una larga amistad con –valga la rareza– este norte de Su-damérica. Por eso lució tan abarrotada la sala de prensa ante la llegada de Fito Páez, cuando aún los uruguayos y latinos festejaban la locura de Abreu por los pasillos del Mercado Cultural: el interés por lo que el músico argentino tuviera para decir desató una rara electricidad en el Pabellón Blanco de la Plaza Mayor, que hizo tolerar la espera. Y Fito llegó, cruzó el pequeño mar de gente, saludó y sonrió ante la inevitable primera pregunta sobre el Argentina-Alemania de hoy. “Me gusta el fútbol, estamos expectantes, pero en verdad me ponen nervioso otras cosas”, se rió, abriendo un encuentro en el que fue interrogado por pasado, presente y futuro.
Así, Páez habló del especial tono de la música de Rosario (“Lo hablamos alguna vez con el Negro Fontanarrosa, creo que es la falta de paisaje”), e intentó ensayar alguna teoría sobre por qué sus canciones siguen vigentes, “aunque eso debería explicarlo un musicólogo”, apelando a los padres fundadores del rock argentino y su posterior contacto con el tango y el folklore: “Me siento un espectador privilegiado de la música popular contemporánea, la valía o no de lo que hago quedará en el tiempo, y los musicólogos la ubicarán donde vaya. Pero es el tiempo el que pondrá todo en su lugar”. Anunció que su concierto presentará Confiá completo “y que nos vamos a pasar de las dos horas pautadas”; interrogado sobre qué hablarán las canciones en veinte años, señaló que “es un género curioso, que tiene que ver con el canto del chamán y por ello es eterno, quizás el espectáculo lo confundió todo pero hay algo en ellas que nos toca, que nos calienta el corazón”. Y cuando se le preguntó por el debate que atraviesa el Congreso, el poder de la cultura en la transformación social, resaltó el caso de Brasil, “donde hay una ley de protección a las expresiones regionales, que está tan dentro del espíritu de Brasil que ya nadie la discute. Es una idea de alta excelencia, habría que generar entusiasmo en la dirigencia política de todos los países de América para que entiendan el sentido profundo que tiene la expresión de la gente nacida en un lugar, cómo incide en su calidad de vida. En Argentina recién ahora se está generando ese debate, con una ley audiovisual que por supuesto incluye a la música”. Y remató que “me parece algo fundamental defender las especifidades ante la idea delirante de la globalización”. Cuando la charla se ponía realmente jugosa, el comienzo de un show en un escenario cercano puso un final abrupto.
El encuentro con Fito fue uno de los highlights de un día en el que el Pabellón Blanco de Plaza Mayor estalló en la cacofonía de sonidos, palabras y bandas de sonido que emiten los stands del mercado. Pero también de un día con la resaca de los shows de la noche anterior en la “trancada” calle San Juan. Nadie se pone de acuerdo sobre las cifras de asistencia (algunos medios exageran 80 mil, otros bajan a 50 mil; los organizadores se inclinan por 35 mil espectadores, bastante más realista), pero en lo que no hay discusión es en el fervor desatado por Silvio Rodríguez, León Gieco y Jorge Drexler. Un fervor, hay que decirlo, por momentos desbordado.
Es que la noche arrancó tranquila, con Drexler entonando a capella “Al otro lado del río”, y en lucha permanente con el sonido para desgranar canciones tan bellas como “Guitarra y vos”, “La milonga del moro judío”, “Deseo” y “Todo se transforma”. Fueron apenas cuarenta minutos frente a un público que recién empieza a conocerlo, pero dejó una semilla que seguramente dará frutos. La hora de espera antes del cubano calentó un poco los ánimos, pero bastó que Silvio ganara el escenario para que estallara eso que se venía cultivando en años y años de espera. Y él respondió con los clásicos que un público ya arengadísimo, ondeando banderas del Che, obligaba a repasar: “Playa Girón”, “La gota de rocío”, “Sueño con serpientes”, “Pequeña serenata diurna”... cada tema era un estallido, y ese estallido se tradujo en turbulencia: el bajo sonido, la visión de un amplio lugar vacío en la “zona VIP”, condujo a una oleada de presión sobre las vallas que dio resultado. Pero no con ánimo de disturbio sino de disfrute: para cuando el cantor liquidó la faena con “La maza” y “Ojalá”, la multitud no pensaba en arrasar con el sector privilegiado sino en enjugarse las lágrimas.
El fanatismo por Silvio llevó a que hubiera un pequeño éxodo, pero los que quedaron demostraron un fanatismo notable. Y León, como de costumbre, pagó con creces: primero puso su carrera en perspectiva con clásicos tan añejos como “El fantasma de Canterville”, “Todos los caballos blancos”, “La mamá de Jimmy” y “La rata Laly”, después inoculó una tremenda dosis de folklore argentino con “Carito” y “Cachito, el campeón de Corrientes”, revisitó clásicos más enérgicos como “Orozco” y “Los Salieris de Charly” y finalmente dejó claro por qué es tan cantor como militante encendiendo a la multitud con “La memoria”, “La cigarra”, “De igual a igual”, “Bandidos rurales” y “El ángel de la bicicleta”. Cuando retornó para erizar la piel de todos con su “Cinco siglos igual” a capella y el himno “Sólo le pido a Dios”, Medellín se sumergía en una medianoche feliz, en la que el Congreso se había convertido en pura música.
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