Sáb 11.09.2010
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CULTURA › LA BIBLIOTECA NACIONAL COMIENZA LOS FESTEJOS POR SUS 200 AñOS DE VIDA

“La Biblioteca expresa y encarna la historia del Estado”

El director actual, Horacio González, explica el sentido histórico de una institución que surgió “a la luz de un proyecto de ilustración popular”. En la sede de Agüero y Las Heras habrá, desde hoy y hasta el jueves próximo, debates, charlas y conciertos celebratorios.

› Por Silvina Friera

El hongo –objeto viviente en una dimensión casi antropomórfica– se cierne como una perturbadora amenaza arquitectónica tejida sobre el trasfondo anímico de la avenida Las Heras. Ese edificio inaugurado en la “década infame menemista” –más precisamente en 1992– se inscribe, como parte del itinerario de una institución fundamental, en los débitos y legados políticos y literarios de la Nación Argentina. La Biblioteca Nacional (BN) –que surgió de una noción del peligro, quizá de catástrofe, en septiembre de 1810– mantiene, más allá de las nomenclaturas y espacios que ocupó, un hilo conceptual que construye su conciencia bicentenaria. Como el país. Y festeja –viva y desafiante– sus doscientos años de historia con un puñado de actividades que comenzarán hoy y se extenderán hasta el próximo jueves (ver agenda). Horacio González –su director desde hace seis años– le pone el cuerpo a la celebración, consciente de que la condición de dilema público y cultural de este epicentro de la memoria lectora no puede ni debe agotarse. Tira del frágil ovillo de ensueños bibliotecarios, quimeras literarias y tensiones; y la obliga a dialogar con la mochila de sus propios dilemas irresueltos, empresa en la que el sociólogo y escritor es un “experto” glosador.

“Si en todo país hay una historia de la memoria lectora, esta historia suele coincidir con la de su establecimiento mayor bibliotecario –subraya González en el libro Historia de la Biblioteca Nacional–. Lo que él guarda no son sólo libros, diarios, fotos. Guarda su propio mito. Una memoria de lo que como espacio arquitectónico significa en el interior del corazón literario del país.” Como intelectual elástico y flexible a la hora de pulverizar la arquitectura del sentido común, el escritor y sociólogo convive con un complejo mundo de múltiples significaciones. “La Biblioteca expresa y encarna la historia del Estado; están las tendencias confesionales –más soterradas– y la tradición laica, quizá más explícita, que en distintos períodos se han manifestado de diferentes formas”, repasa el director, ante la consulta de Página/12, el estado de esta textura siempre escurridiza.

“Lo fundamental es la figura del lector, que en principio es más variada; pero en términos de mutaciones no sé si se lee igual la Gazeta de Buenos Ayres de Mariano Moreno que la revista Barcelona. La función del lector no ha cambiado, aunque existe la ilusión de que cambia; en las bibliotecas se habla del ‘lector remoto’, del ‘lector presencial’, pero qué decisión es ésa en el cuerpo de la lectura, dado que es imaginable que se lee siempre del mismo modo. La operación de lectura en relación con el poder simbólico de la escritura es más o menos la misma –plantea–. La lectura de un papiro y de un libro electrónico deber ser siempre la misma.” La vacilación humana escapa a los indicios escritos. Lo sabe González cuando recuerda –en su libro– que lo que se tiene de Moreno como fundador de la entonces denominada Biblioteca Pública revela que “la consistencia de la fugaz papelería poseída es casi equivalente a la vaguedad esencial de todo documento histórico”. La columna fundante está. Y guarda con quitarla que se desmoronan –en serio– los cimientos de la tradición ilustrada y laica. Ese sostén es el artículo titulado “Educación”, publicado el 13 de septiembre de 1810 en la Gazeta de Buenos Aires. Pero sin firma.

Si en las frases de ese texto –como consignaría Paul Groussac, también director de la BN– se percibe un eco antiguo, con la acústica de un Tácito o de un Quintiliano, González no duda en considerarse “un modernizador que escucha el mundo arcaico y quiere relevarlo”. “La verdadera modernización es incluir las formas críticas de la tradición e investigar el mundo arcaico; sentirse herederos de los anteriores proyectos de modernización que ya son arcaicos.” Entre los años ’40 y ’60 del siglo pasado cundió la zozobra identitaria cuando la derecha argentina, con el inefable Gustavo Martínez Zuviría (Hugo Wast) a la cabeza, cuestionó la piedra morenista sobre la que se articuló la institución. “Los documentos de Mayo son inciertos. Moreno no firmó los textos esenciales que escribió, pero ‘Educación’ sólo pudo haber salido de su escritura. Es un documento formidable porque habla de las bibliotecas de una manera desenfadada, revolucionaria; las pone en el fragor de las cosas, en la crisis del mundo. Coloca a la Biblioteca en medio de una guerra y consigue que se comporte de manera revolucionaria –rememora González–. Alistó la Biblioteca como si alistara un ejército libertador en cuanto al reclutamiento de libros. La lista de donantes es la lista de los protagonistas del momento. Belgrano donó muchos libros; Moreno, pocos. La Biblioteca surge a la luz de un proyecto de ilustración popular. Sacás la pieza morenista y se convierte en una pieza confesional. El primer director real, durante diez años, fue Chorroarín, un cura partidario de la revolución. Fue un sacerdote atrevido, desde ciertas ideas políticas, pero muy conservador en materia de bibliotecología.” El flujo de la memoria esquiva la estática aparente de toda cronología. “En estos 200 años los énfasis de la Biblioteca Nacional están vinculados con la ilustración popular en todas sus variantes: nacional popular, liberal y socialista.”

Gran usina que inyecta libros, la BN se ha convertido de la mano de González en una suerte de caudalosa editorial que publica los inhallables del cuerpo editorial argentino. “Son libros no comerciales, como los publicados en la colección ‘Los raros’, que entran en el circuito comercial con distinta suerte. No somos nada frente a Harry Potter, pero somos algo en relación con poder editar el patrimonio argentino”, bromea el director. “El Estado tiene que tener una editorial nacional. En estos momentos la Biblioteca cumple el papel de una editora de la memoria bibliográfica argentina. Una editorial se puede considerar como tal cuando toma los problemas universales que le ha legado la cultura. La edición de El payador, de Lugones, es magnífica; el libro de Borges va a cambiar la orientación de la crítica borgeana porque es un libro sobre libros”, pondera el Borges, libros y lecturas, investigación extraordinaria de dos trabajadores de la BN: Germán Alvarez y Laura Rosato.

¿Que tipo de lector era Borges? González dispara preguntas para hallar en los silencios que deja la interrogación el camino para hilvanar el anverso y reverso de ciertos dilemas. “Borges era un lector salvaje que agregaba lo que el libro ya tenía: frases; era un pescador de perlas, un buceador en profundidad que utilizaba una técnica del saqueo del texto cuando leía. Lo que saqueaba lo colocaba delicadamente con su letrita en la contratapa, al margen, y después reaparecía en su obra una frase voladora que estaba perdida en el cuerpo de un libro –explica el sociólogo–. Esto parece benjaminiano, pero de algún modo, no en vano, se compara a Borges con Benjamin; entonces se redime esa frase burlonamente para hacer borgeana la idea benjaminiana y aparece en la obra de Borges reescrita, con variaciones o como está. De modo tal que era un lector de la literatura universal absolutamente selectivo.”

Memoria y civilización

Se intuye que con González habrá segundas y terceras rondas de preguntas para hilar más fino el tapiz de pensamientos dramáticos de la cultura. ¿Qué condiciones definen a un lector? Como acostumbra, la respuesta no tarda en asomar. “Su selectividad, su memoria y la asombrosa capacidad de almacenar que disputa con la computadora”, responde para calentar motores. “Siempre habrá un Borges en la cultura que dispute la memoria con los megabytes. Borges tenía gigabytes en condiciones de disputar las memorias artificiales. Y agrego de mi cosecha –dice con un tono entre picaresco y levemente compadrito–: mientras haya un hombre que dispute la memoria humana a la artificial, habrá civilización”. Director de la BN durante 18 años –período que coincide con los años de lucha del peronismo proscripto–, el autor de Historia universal de la infamia, según González, dirigió la Biblioteca bajo el imperativo de su estilo: con su mera presencia. “Borges postula que el mundo puede ser catalogable como un ideal de bibliotecario –destaca el actual director–. Pero sigue más allá de ese ideal y declara que hay una última pieza que resiste siempre a la catalogación, y esa pieza no catalogable sostiene todo el edificio, algo que no se piensa en la bibliotecología. Borges es un pensamiento de las bibliotecas, de la idea del catálogo, pero al mismo tiempo un pensamiento de resistencia al catálogo.”

Hubo un tiempo –los primeros años de la década del ’60– en que el joven González cruzó el umbral de la calle México 564, uno de los puntos de la ciudad donde estuvo la BN. “Me llamaban la atención esos alambrecitos en el mostrador del que colgaban los números que te indicaban los libros a retirar, después de un largo tiempo de espera. La recuerdo con mucho cariño, para mí era un modelo. Todavía existe ese edificio; están los anaqueles vacíos. Siempre queda pendiente qué hacer con esas estanterías históricas. Allí estuvieron Borges, Groussac, Martínez Zuviría, todo el cuerpo de ideas contradictorias de un país”, recapitula el director del Bicentenario que comenzó a fatigar los vericuetos del edificio de la calle Agüero –como vicedirector con Elvio Vitali– hace más de seis años. “Es mucho tiempo, un milagro de supervivencia en una institución muy movediza –admite–. Y merece la fama que tiene porque es un lugar complicado. No se puede decir que no haya problemas presupuestarios. Hay una disputa por el presupuesto como en todas las instituciones públicas.” Ahora la BNA tiene más de 45 millones anuales, pero cuando González pisó por primera vez el suelo resbaladizo de ese inquietante hongo, apenas arañaba los 7 millones. “Era muy poco, no se podía resistir con ese presupuesto que aumentaba el conflicto.”

Hay preguntas más cruciales que otras. En estos tiempos de espasmos tecnológicos los lectores se animan a poner la ñata en el vidrio empañado del futuro para tratar de conjeturar si perdurarán el libro y las bibliotecas tal cual como se las conocen. Ese intento no está exento de cierto peso melodramático o tufillo apocalíptico. “Sin duda el hilo conductor de las bibliotecas es la lectura y la lengua convertidas en libros que estén a disposición de la consulta en forma catalogada –propone González–. Una biblioteca es la máxima hipótesis del ordenamiento de una cultura con las condiciones que Borges introdujo: la pregunta por la imposibilidad del ordenamiento final.”

No sabe el actual director si resulta conveniente colocarse en la encrucijada de anticipar un “aporte histórico” en el aquí y ahora, en tiempo presente. “Me siento asociado involuntariamente a la polémica porque desde que estoy aquí viví polémicas, como la que tuve con Horacio Tarcus, que fue muy profunda –repasa González mientras ensaya un balance prematuro–. En estos últimos años se vivió una fuerte politización de la vida pública en el que las instituciones son desafiadas en sus sedimentos menos interrogables. Los sedimentos de una institución siempre tienen que seguir para darle continuidad. Pero ahora todos los sedimentos están desafiados; es una época en que el país se está replanteando y la Biblioteca Nacional también se replantea como institución: qué tecnologías va a tener, cómo va a resolver la cuestión entre los distintos tipos de software. El mundo del software provoca viejas polémicas políticas sobre la autonomía, la soberanía y las libertades. La teoría política se ha subido a los usos de Internet y a la disposición de los softwares. La nueva tarea política se discute ahí; son los mismos conceptos de autonomía y propiedad de la revolución francesa –libertad, fraternidad e igualdad–, pero colocados en lenguaje de revolución técnica. Las bibliotecas son las sedes naturales de ese debate. No pueden no ser polémicas. De todas maneras, un momento de objetividad y de sedimentación tiene que haber porque si no habría que reponer cotidianamente los cimientos. Y un plebiscito diario es difícil.”

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