CULTURA › OPINIóN
› Por Noé Jitrik *
La primera biblioteca que frecuenté era una humildísima de pueblo. Yo era muy joven y apenas sabía leer, pero supe pronto que allí algo me estaba esperando; supongo que mi destino. No era heroica la situación respecto de los atractivos mundanos, pero el orden de las respuestas que encontré para mi avidez de diferencia colmó muchos atardeceres y llenó mi cabeza de proezas sin fin. Los libros encerrados no estaban en anaqueles ni en misteriosas galerías como las que le hicieron pensar a Borges que una biblioteca era un remedo del universo, donde todo palpitaba y, oculto, emitía rayos fulgurantes que lo iluminaban. No podía imaginar buscando libros en la mía, que llegaría a atravesar a lo largo de mi vida con místico respeto tantas otras que por inabordables me parecían mágicas. Primero las de barrio y luego las enormes, monumentales, la de Filosofía y Letras, donde conocí la incinerada de Alejandría, de remota memoria, la imponente de París, la de la calle México, llena de resonancias, la de la ciudad de México, la de Salamanca, de papeles intocables, la de Montevideo, la de Santiago, hasta llegar en un largo peregrinaje a la de la calle Agüero, a la que siempre me acerco en tensión porque algo siempre pasa en ella, y que las resume para mí a todas porque es la que más entiendo. La que me resulta más íntima y hasta cierto punto más dramática pues está atravesada por una historia que, siendo la propia, es también la otra, la grande, que es la que incesantemente estoy tratando de entender. Y que está ahí, brindándose en su espléndida vejez, en esos 200 años que para otras bibliotecas no eran nada porque el libro, que es su razón de ser, era soberano, no estaba amenazado, y para la nuestra es diferente, el libro es otra cosa o puede llegar a ser otra cosa y el saber, que los libros proporcionaban, empieza también a ser otra cosa. Como el país, como el mundo.
Es milagroso que haya atravesado zonas de riesgo y haya salido indemne. La vejez no es un mérito, tampoco lo es el caudal, aunque sea grande: lo es seguramente la memoria que alberga y su modo de ser espejo de una cultura. Lo prueba su madurez, todo lo que pasa por ella y en ella, y que es como si su caudal se proyectara hacia el exterior iluminándolo, con sus recuperaciones, su población, la protección que nos brinda y el orgullo que nos proporciona.
Lo que celebramos ahora es un sueño de Mariano Moreno. Cuando tantas ilusiones de grandeza caducaron, cuando tantos mitos se disolvieron y tantos cadáveres ensombrecieron un futuro pensable, ese sueño está ahí, cada vez más real, más lo propio de lo que pudimos y podemos hacer, más de lo que somos.
* Escritor.
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