CULTURA › MAñANA COMIENZA EL PRIMER ENCUENTRO INTERNACIONAL LITERATURAS AMERICANAS
Del encuentro que se realizará en el Centro Cultural Parque España, en Rosario, participarán Noé Jitrik, César Aira, Alan Pauls, Luis Chitarroni, Aníbal Jarkowski, Alberto Fuguet, Fabrizio Mejía, Ignacio Echevarría y Sergio Ramírez, entre otros.
› Por Silvina Friera
“Si hay cielos y climas propicios a la imaginación, como los de Grecia e Italia, deben contarse entre ellos los del Nuevo Mundo.” Así comenzaba el crítico argentino Juan María Gutiérrez la famosa América poética (1846), antología de la poesía hispanoamericana considerada como el primer proyecto literario de emancipación americanista. En el crepúsculo del siglo XIX, Rubén Darío resumió lo que significó el modernismo por estos pagos: “Tuvimos que ser políglotas y cosmopolitas, y de todos los pueblos nos viene la luz”. Desde las sombras de este relato, se podría objetar que algunas culturas se esmeraron más que otras en construir sus tradiciones, hibridando lo europeo con las cosmogonías, mitos y rituales de sus fértiles raíces indígenas. Muchos cielos y climas –el Modernismo, las vanguardias poéticas de los años ’20 del siglo pasado, los narradores del boom de fines de los ’60– galvanizaron las ansias de autonomía y libertad. Las literaturas nacionales –chilena, cubana, argentina, uruguaya, mexicana, colombiana y peruana, entre otras–, se articularon al compás de la necesidad de diferenciarse entre sí. En sus osamentas textuales conservan la aprehensión y rechazo hacia la literatura española. No se requiere escarbar muy lejos ni muy hondo para dar con esta tensión constitutiva. En 1988, Octavio Paz planteó, con ánimo de polemizar, que la falta de tradición crítica en estas tierras se debía a que en el orbe hispánico las luces habían brillado por su ausencia.
El Bicentenario resulta una excusa propicia para reflexionar sobre la constitución de las literaturas nacionales en América y su proyección hacia el siglo XXI, justamente en momentos en que otra vez, “la madre patria”, a través de su imponente y tentadora industria editorial y sus grandes premios, parece actuar como un contradictorio imperio en el que los nuevos escritores americanos quieren ser reconocidos y al que, simultáneamente, fantasean con conquistar. El ámbito para debatir estas cuestiones será el Primer Encuentro Internacional Literaturas Americanas: 200 Años Después de la Emancipación Política, que arranca mañana en el Centro Cultural Parque España, en Rosario, y que contará con la participación de Noé Jitrik, César Aira, Alan Pauls, Luis Chitarroni y Aníbal Jarkowski; el chileno Alberto Fuguet, el mexicano Fabrizio Mejía, el español Ignacio Echevarría y el nicaragüense Sergio Ramírez, entre otros escritores y críticos del continente.
“El americanismo ligado a la promesa de América como lugar de realización de ciertas utopías tuvo momentos fuertes en el siglo pasado, especialmente desde la Reforma Universitaria de 1918, y encontró una inflexión poderosa en los años posteriores a la Revolución Cubana, en los que, contra toda la evidencia que brindaban las situaciones reales en muchos países, se confiaba en que América latina sería, en un futuro que parecía estar al alcance de la mano, la tierra prometida de una sociedad más justa”, repasa María Teresa Gramuglio, quien inaugurará este Primer Encuentro, organizado por el Programa Bicentenario de la Municipalidad de Rosario y el Centro Cultural Parque España/Aecid. “Me temo que el título de mi conferencia, ‘Los deseos renovados del americanismo’, pueda generar expectativas de esa dimensión. No es así: me refiero al estricto campo de los estudios literarios, para destacar el abandono de las grandes aspiraciones totalizadoras y el trabajo riguroso con procedimientos comparatistas sobre interrelaciones literarias entre diversos países latinoamericanos. Salir del ensimismamiento habitual del estudio de literaturas nacionales encerradas dentro de sus fronteras para proyectarlas sobre el espacio más amplio de otras literaturas, incluidas las europea y estadounidense, sería un modo de realizar eso que llamo deseos renovados del americanismo, algo a lo que muchos de nosotros no estamos dispuestos a renunciar”, aclara la investigadora y docente de la Universidad Nacional de Rosario, autora de numerosos trabajos sobre Leopoldo Lugones, Manuel Gálvez, Juan L. Ortiz y Juan José Saer, entre otros.
–Sarmiento, Echeverría y Alberdi se plantearon cómo escribir en castellano sin ser español. Esta tensión que se prolonga de un modo diferente a doscientos años de la emancipación política, ¿en qué cuestiones, zonas o planteos la percibe como mayor intensidad?
–A doscientos años de la emancipación política, el castellano sigue siendo la lengua en que se escribe la corriente central de las literaturas latinoamericanas. Pero, ¿qué castellano? Ya no es el mismo: ha pasado por todas las transformaciones que el uso introduce en las lenguas. Ha pasado, además, por la máquina de las traducciones, que por otra parte muestra a las claras, sobre todo cuando provienen de Barcelona, la diversidad del castellano en la misma España. Las tensiones hoy son otras; algunas internas, debido a la vitalidad de lenguas y dialectos autóctonos; o externas, como la hibridación del castellano de los migrantes latinoamericanos en países extranjeros. Aun con tantas diferencias, retornan las embestidas al uso del castellano en América, sea proclamando la necesidad de expulsarlo para escribir poesía, sea imaginando una especie de complot (la pasión por las visiones conspirativas es inextinguible) entre editoriales, empresas e instituciones españolas, con apoyo de las universidades estadounidenses, para apropiarse de la lengua castellana en una operación cultural equivalente a las de las políticas imperiales de apropiación de los recursos naturales. Sin embargo, se sabe que, desde el romanticismo, todas las innovaciones de la literatura latinoamericana –el modernismo, las vanguardias, la novela latinoamericana del boom–, se escribieron en castellano. Sería más acertado recordar que todo gran escritor inventa un lenguaje dentro de su propia lengua: eso hicieron tanto James Joyce o Stéphane Mallarmé como Rubén Darío, César Vallejo u Oliverio Girondo. No la expulsa, la reinventa. La del complot me parece una visión muy unilateral, que no contempla el reverso innegable de esas supuestas expropiaciones: la apropiación del castellano que hacemos los latinoamericanos, hasta el punto de convertirlo en un signo de identidad transnacional que revierte sus usos e innovaciones sobre el castellano peninsular. A causa de este trabajo ya dos veces secular, el castellano es hoy una de las grandes lenguas contemporáneas, hablada, leída y entendida, con todas sus variantes, por millones de personas en más de dos continentes.
Menudo problema plantea el asunto de la literatura rioplatense y sus textos clásicos. Especialmente si se tiene en cuenta una de las provocaciones de Fogwill, quien solía proclamar que la literatura argentina se debería extender 250 kilómetros más allá de la costa para llegar hasta Montevideo, porque tenían que entrar Mario Levrero y Felisberto Hernández. El escritor uruguayo Pablo Casacuberta, invitado a la II edición del Festival Internacional de Literatura en Buenos Aires (Filba), criticaba las “buenas intenciones” del escritor argentino. “Con todo respeto, no veo por qué Levrero tiene que integrar la literatura argentina”, cuestionaba Casacuberta. “Yo no preciso convencerme de que Borges era un poco uruguayo para apreciar su relevancia. Lo valoro simplemente por ser Borges. La literatura argentina es enorme, riquísima, llena de proyección universal. No necesita que se le agreguen 250 kilómetros en ninguna dirección, por más nobles que sean los motivos propuestos para ese ensanchamiento. Levrero no era un entusiasta de los sentimientos nacionales y solía decir que detrás del énfasis excesivo en la identidad solían esconderse todo tipo de monstruos ideológicos.”
La uruguaya Hortensia Campanella, directora del Centro Cultural de España en Montevideo y responsable de la edición de las Obras completas de Juan Carlos Onetti, recoge el guante. “No soy partidaria de los nacionalismos extremos ni en la literatura ni en ningún otro campo. Todos conocemos bien las boutades de Fogwill, llenas de afecto hacia lo uruguayo, por otra parte. Pero comparto con Casacuberta que la riqueza de las literaturas nacionales no necesita de ‘extensiones’. Borges pertenece a la literatura argentina aunque sea universalmente admirado, le gustara mucho visitar Montevideo y esté enterrado en Suiza. Onetti y Felisberto pertenecen a la literatura uruguaya aunque ambos hayan trabajado en la Argentina en distintos momentos de sus vidas. ¿Vamos a considerar a Onetti español porque vivió veinte años en Madrid, fue publicado, premiado y homenajeado por los españoles, e incluso se haya contagiado al final de su vida por cierto vocabulario madrileño? Indudablemente que hay zonas de contacto entre las culturas de la Argentina y Uruguay, y eso no debe suscitar malestar, sino aceptarse como un enriquecimiento mutuo.”
Campanella no anda con chiquitas a la hora de polemizar. “Aunque acabo de reconocer zonas de contacto, no hablo de literatura rioplatense”, corrige esta amable dama. “Hay zonas de contacto en la literatura urbana; pero no encuentro relaciones entre la obra de Héctor Tizón y la de Rafael Courtoisie, por ejemplo.” El crítico Nicolás Rosa dijo en una conferencia que aquello que se nombra como literatura argentina o literatura uruguaya no era otra cosa que la literatura rioplatense o de las dos orillas del Río de la Plata. Si entonces la afirmación provocó malestar, más allá de un territorio común de temas o tonos, de ciertas inflexiones compartidas, la nomenclatura “literatura rioplatense” continúa clavando, más o menos soterradamente, su aguijón de incomodidad. ¿Cómo dialogan las generaciones sucesivas de escritores uruguayos y argentinos con esta suerte de “santísima trinidad” conformada por Borges, Arlt y Onetti? “Luego de cierta ola de mimesis por parte de las nuevas generaciones, creo que hoy en día se los lee y admira como clásicos que son”, sintetiza Campanella.
Lenguas en conflicto –lenguas y dialectos de la literatura americana– será otro de los ejes del debate. El jesuita y antropólogo español Bartomeu Melià cuenta que gracias a una publicación reciente de Unicef y Aecid, Atlas sociolingüístico de pueblos indígenas en América Latina (2009), se puede tener un panorama bastante exacto y detallado de las lenguas y su situación actual. “Hay 522 pueblos-naciones indígenas en nuestros 21 países. Se usan y hablan 420 lenguas indígenas; sólo en Brasil son habladas hoy 218 lenguas originarias, en México 67, en la Argentina 30, en Paraguay 20. El quechua se habla en 6 países andinos. La población indígena en Bolivia alcanza el 62 por ciento del total”, recuerda el especialista las principales cifras de ese panorama. “Es cierto que la casi totalidad de Estados latinoamericanos desconoce la realidad de sus propios países y sus políticas siguen siendo una amalgama de ignorancia y desprecio al respecto”. Autor de numerosos estudios de etnohistoria guaraní y etnolingüística –resultado de sus trabajos de campo en los pueblos guaraníes del Paraguay, Brasil y Bolivia–, Melià cree que los pueblos indígenas poco pueden esperar del Estado. “Pero se están fortaleciendo muchos de ellos al apreciar su lengua, hablarla, robustecerla mediante el registro de sus propias tradiciones y enseñanza en sus escuelas, que dicho sea, han sido y son todavía la mayor amenaza a las cultura de esos pueblos”, advierte el autor de Elogio de la lengua guaraní. “Muchos países de América latina que no sobresalimos por nuestro interés en aprender otra lengua, exigimos de los indígenas que sean bilingües o incluso abandonen su lengua. Ahí está uno de los mayores conflictos”, anticipa el antropólogo.
En este presente en que se pondera un capitalismo globalizado con algunas lenguas estandarizadas como mascarón de proa comunicacional, ¿cómo se multiplica conciencias sobre la importancia que tienen las lenguas más débiles o frágiles? “No hay lenguas débiles ni frágiles; hay, sí, pueblos indígenas a quienes se les ha despojado de sus territorios, se les han deforestado sus selvas y enajenado sus recursos naturales”, responde Melià. “Aun así, no conozco un pueblo indígena que no esté abierto a aprender otra lengua para relacionarse con los demás; no se oponen al bilingüismo, y muchos son trilingües y cuatrilingües; pero se pueden contar con los dedos de una mano los ‘nacionales’ que aprenden una lengua indígena. ¿Somos incapaces?” El formidable interrogante que arroja el antropólogo español es un cross a la mandíbula de unos cuantos políglotas que no tienen en la punta de sus lenguas ni un par de palabras en guaraní, quechua o aymara. “En muchos aspectos el sistema de un Estado plurinacional y plurilingüe ha venido para quedarse definitivamente”, confirma Melià sobre la experiencia que promueve Evo Morales en Bolivia. “Queda la rémora de siglos de opresión ideológica que ha querido desconocer la realidad lingüística. Es cierto que hay problemas, porque falta práctica en el desarrollo del nuevo plan; hay exageraciones, por lo que oigo, y reivindicaciones tal vez apresuradas. El establecimiento de autonomías socioculturales y políticas parece una salida. El camino está abierto. La conquista colonial sólo es consumada cuando se ha conquistado la lengua; por eso muchos pueblos indígenas inician su política y su lucha por el mantenimiento y desarrollo de su lengua. No todos, por desgracia.”
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