CULTURA › OPINIóN
› Por Martín Prieto *
En 1888 Juan Valera firmó en Madrid una carta dirigida a Rubén Darío, que acababa de publicar Azul en Chile, que comienza diciendo: “Todo libro que desde América llega a mis manos excita mi interés y despierta mi curiosidad, pero ninguno hasta hoy la ha despertado tan viva como el de usted, apenas comencé a leerlo”. El interés y la curiosidad de Valera eran finalmente satisfechos por un libro de autor americano, publicado en América, que trasuntaba un cosmopolitismo que no se encontraba entonces en “ningún hombre de letras de la Península”. La novedad modernista, entonces, no lo era sólo en América, de donde era oriunda, sino en España también. Este episodio extraordinario en la historia de las literaturas en lengua española es el que cierra –temporariamente– las tempranas polémicas acerca de la fundación, en América, de las literaturas nacionales, inmediatamente después de las revoluciones independentistas, pues sobre esa matriz desafiantemente cosmopolita de Darío se inscriben todos los manifiestos del cosmopolitismo americano de fines del siglo XIX y de las primeras décadas del siglo XX: el más famoso, “El escritor argentino y la tradición”, de Jorge Luis Borges. Sin embargo, en los años ’60, dos fenómenos de orígenes independientes –la aparición de dos avasallantes generaciones de novelistas hispanoamericanos y el impulso en España de una política editorial dispuesta a recuperar el mercado hispanoamericano– volvieron a convertir a la vieja metrópolis, de una manera no lineal, en un nuevo centro de legitimación de las literaturas americanas.
A partir de 2000, la caída del PBI en casi todos los países latinoamericanos, y el entonces esplendente crecimiento del español –en ese momento ubicado por encima de casi todas las potencias históricas europeas– generó un nuevo impulso migratorio de las viejas colonias a España y buena parte de la literatura americana también su mudó a España. Atraídos por los grandes premios, los encuentros, las editoriales, los suplementos culturales de los diarios, muy rápidamente los escritores de América se familiarizaron con España. Algunos, inclusive, se fueron a vivir allá. Pero esta vez, al revés de lo que sucedió en los años del boom, los nuevos escritores americanos no contribuyen a crear un mercado, sino que se suman a uno completamente consolidado, son sus beneficiarios y por lo tanto se someten a sus leyes. Entre ellas, la declinación, por parte de los autores americanos dispuestos a integrarse al mercado mundial –al que hasta hoy sólo accederán a través de España–, de los presupuestos de sus respectivas tradiciones nacionales –presentes sobre todo en temas, personajes y lenguaje– a favor de una literatura lo menos nacional posible, de un español neutro, desmarcado, y de temas o asuntos que podrían suceder en cualquier parte del mundo o que, siendo nacionales, han tenido la suficiente circulación y repercusión internacional como para ser propios ya de la aldea global. Estos pueden ser desde la aggiornada serie de los dictadores latinoamericanos hasta la guerra de Malvinas, pasando, claro está, por las recesiones económicas de principios de siglo, que fueron, por otra parte, las que dieron origen al renovado vínculo entre las literaturas americanas y española, convirtiéndose de este modo en singulares autoficciones del fenómeno.
* Escritor, director del Primer Encuentro Internacional Literaturas Americanas.
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