CULTURA › SE PUBLICó EL DICCIONARIO DE JUGUETES ARGENTINOS
Tras una investigación que le llevó una década de trabajo, Daniela Pelegrinelli logró repasar, a través de la historia de los juguetes, la trayectoria de una industria que fue metáfora de un país en busca de su propia madurez.
› Por Facundo García
Casi todos recuerdan el día en que el juguete favorito se rompió, llevándose un trozo de infancia que ya no volvería. O aquellas navidades vividas en contrapicado, cuando se corría hacia el árbol titilante con la convicción de que el deseo más grande cabía en una cajita. Memorias así son las que salió a rescatar Daniela Pelegrinelli en su Diccionario de juguetes argentinos (Ed. El Juguete Ilustrado). Y no se conformó con eso, porque su investigación –que le demandó una década de trabajo– repasa también la trayectoria de una industria que fue metáfora de un país en busca de su propia madurez.
Pelegrinelli es Licenciada en Educación y ha curado varias muestras. Su enfoque tiene que ver con la sociología de la cultura. “Una sociedad se expresa en los juguetes que fabrica y en los juegos que promueve u obtura”, opina. En realidad, se metió en el asunto porque quería investigar ciertos aspectos de la infancia argentina durante el siglo XX, y se encontró con que había enormes vacíos bibliográficos. “Entonces tuve que armar mi corpus, porque en lo que se refiere a los juguetes nacionales no había casi nada escrito”, cuenta.
Lo que redactó no se agota en la pesquisa académica. Son trescientas páginas que vuelven a traer las ronchas que se marcaban en aquel que atajara una pelota Pulpo, el latifundismo que campeaba por los tableros de El Estanciero, el ruido de las bolitas rebotando en las baldosas escolares y tantas otras sensaciones enterradas por el calendario (o la tristeza). La cronología arranca con la apertura de la fábrica de caballitos de madera de Pedro Bellotti, en 1880. El otro límite lo determina el año ’60, con algunos comentarios que llegan incluso hasta el ’65. “Después la industria cambió mucho, y era difícil seguir manteniendo el mismo método para conseguir información”, justifica la especialista.
Para Alejandro Macchiavello, hijo del creador de los célebres autitos Duravit, Pelegrinelli se metió en un territorio que “que nadie había explorado”. En conversación con Página/12, el empresario habló del encuentro que la autora tuvo con Ricardo Alberto, su padre. “El viejo no atiende a nadie, pero se dio cuenta de que Daniela sabía muchísimo. Le pregunté qué tal le había ido en la entrevista y me contestó que ‘la piba sabía más de la empresa que nosotros mismos’. El tiempo que debe de haber dedicado a rastrear archivos y testimonios no tiene nombre”, admitió.
Por supuesto que recopilar datos fue difícil, porque la época de oro de la industria fue allá por los años ’40. Durante el peronismo, por ejemplo, la Fundación Eva Perón repartía juguetes para más de la mitad de los chicos argentinos: de dos a tres millones de piezas para una población infantil que rondaba los 4,5 millones. Después vino una lenta decadencia que terminó de definirse en los ’90, para repuntar con la devaluación. La incógnita era si quedarían testigos vivos de aquellos períodos de gloria. Y sí, quedaban. Cual detective de historieta, Pelegrinelli debió ubicar a los jugueteros relegados para tomar mate con ellos, hacerles preguntas e ir integrando cada retazo de experiencia en el rompecabezas final.
Con un registro humorístico y a la vez preciso, el texto tiene las huellas de haber sido él mismo una especie de juego. Pero un juego encarado “con la seriedad con la que saben jugar los niños”, como le gustaba proponer a Cortázar. La presentación –que se hizo a principios de este mes– estuvo a la altura de esa circunstancia. En lugar de saturarse de académicos y literatos, el salón donde se pautó la charla estaba lleno de fabricantes de juguetes y coleccionistas, que le dieron a la reunión el aura de una convención de Willys Wonkas. Si se paraba la oreja, se oían diálogos sumamente bizarros. “Qué tal, yo soy Manuel, diseñador de juegos de tablero.” O bien “me llamo Carlos, y reparo muñecas”. Aquella noche el escritor Matías Serra Bradford tiró pistas para terminar de trazarle un contorno a la obra. “En este libro –resumió– se muestra un universo de personas que en su momento no vimos ni conocimos.” El poeta Arturo Carrera fue igual de elocuente: “Para mí el lema de este diccionario está escondido en una de sus entradas, donde se afirma que ‘debemos a gente olvidada muchas de las cosas que jamás olvidamos’”.
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