CULTURA › ENTREGAN A LA BIBLIOTECA NACIONAL EL ORIGINAL DE UNA NOVELA INEDITA DE CARLOS CORREAS
Los jóvenes permite descubrir a un autor provocador y radical, que introdujo la temática homosexual en la ficción. Bernardo Carey, Horacio González, Jorge Quiroga y Laura Estrin recordarán hoy al narrador, ensayista y filósofo.
El riesgo de apostar por la intensidad de un mundo de experiencias que merecen ser narradas, con una lengua extrema que dinamita la tradición realista, una centralidad torrencial de voces de la oralidad hasta entonces confinadas en los márgenes y un humor escatológico que perfora todos los límites, está en la cédula de identidad de ese escritor imposible, marginal y a la vez trágico. Carlos Correas fue una especie de eslabón perdido, ahora menos olvidado y más visibilizado, que introdujo la temática homosexual en la ficción. “Nuestras obras deben asustar, crear dolores de cabeza, preocupar, ponerlo todo en cuestión. Es, por supuesto, una literatura del escándalo”, asumía un joven que en 1953 sabía que, por más que se aproximaran tiempos de zozobra, tenía un programa literario de una radicalidad tan deslumbrante que aún sigue planteando incómodas paradojas en los discursos del presente. Los jóvenes, recientemente publicado por Mansalva, incluye la nouvelle inédita que da título al libro, los relatos “La narración de la historia” –sin duda uno de los mayores escándalos literarios, con una causa judicial por “obscenidad” que lo sentenció a seis meses en libertad condicional–, “Las armas tiernas” y “Algo más sobre mi caso”. El original de esta novela inédita de Correas –considerada una de sus primeras narraciones– estuvo en manos del dramaturgo Bernardo Carey hasta hoy, cuando se lo entregará al director de la Biblioteca Nacional, Horacio González, y junto a Jorge Quiroga y a Laura Estrin recordarán al narrador, ensayista y filósofo que supo ganarse el mote de Saint Genet.
“A la una de la mañana el Anchor languidecía –se lee en el comienzo de Los jóvenes–. En el mostrador del bar, varios putitos de calzoncillos anatómicos beben Coca-Cola. Junto al piano bailotean torpemente dos ingleses de porongas lechosas. Los farolitos rojos dan la justa luz para ese pequeño quilombo de pajeros. Mesitas alcahuetas y lustraditas, mozos con aire de perros, espejos estratégicos para que los putitos se deseen de reojo.” Pronto emergerá un aluvión de lenguas indómitas como la “Flor Podrida” –“qué trabajo da ser puto, piensa la Flor, lo mejor sería que uno gozara tanto como si la tuviera adentro pero sin tenerla adentro”–, la “Lagartija Mamadora” y la “Letrina Soñadora” con sus coplas clavando el aguijón de la provocación: “Hojas del árbol caídas,/ juguetes del viento son,/ metete un dedo en el culo/ y verás qué diversión”. La sesión “secreta”, la entrega furtiva del manuscrito –fechado en mayo de 1953–, fue en Caseros 2034, un caserón del barrio de Congreso del tío de Carey, donde a fines de los años ’50 y principio de los ’60 se reunían escritores y gente de teatro: Juan José Sebreli, Oscar Masotta, Correas, Susana Rinaldi, Héctor Gióvine y María Cristina Laurenz, entre otros. “Si mi tío se enteraba de los quilombos que yo hacía ahí, me mataba”, confiesa el dramaturgo, novelista y cuentista a Página/12.
Carey tenía un poco más de veinte años. “Carlitos se iba y de repente sacó el manuscrito y me lo entregó en el dintel de la puerta con vergüenza, como si al mismo tiempo le costara desprenderse de él. Y no me pidió nada. Eso fue lo sorprendente. No me dijo que lo quemara, como deseaba Kafka, ni que lo guardara. Me lo dejó en las manos, como una ofrenda. Yo había manifestado tanta admiración por él que hasta intenté copiar ese estilo barroco, un estilo que en ese momento no andaba con el realismo argentino. Carlitos se debe haber dado cuenta de mi entusiasmo por esa novela magnífica.” Hay gestos que no requieren de una explicación. Después de la tremenda paliza que entrañó el juicio por “La narración de la historia”, recorrido urbano y exploración de un vínculo erótico entre un joven de clase media y un ‘morochito’ marginal –publicado en diciembre de 1959 en la revista académica Centro de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, que dirigía Jorge Lafforgue–, Correas supo que debía replegarse. Aunque continuó escribiendo ficción, optó por un doloroso silencio. Se abstuvo de publicar hasta la década del 80, cuando editó Los reportajes de Félix Chaneton (1984), tres novelas breves de corte autobiográfico.
“Intimidado, traté de merituarme para lograr alguna institucionalidad y licitud –admitía Correas en una entrevista con Jorge Quiroga–. Me enclaustré para estudiar filosofía y terminar la carrera, pues yo debía recibirme y ser profesor. Este debía ser el lado oficial de mi vida, por el que me haría perdonar aquella ‘aberración’, aunque yo, astutamente, me reservaría un lado ‘destructivo’, no por la bobería de helarle la sangre a burgués alguno, sino para sacar de este último lado una máxima fuerza literaria.” Egresó de la carrera de Filosofía en 1966, se desempeñó como profesor de Filosofía Moderna y Contemporánea en la Universidad de Buenos Aires y La Plata. En 1974, tras ser cesanteado por razones políticas de sus cargos, se dedicó a la docencia particular, a la traducción y a la escritura de los ensayos sobre Kafka y Roberto Arlt. Recién en 1985 regresó a los claustros como docente del CBC en la UBA; y en 1991 publicó su emblemático La operación Masotta. Correas afila su aparato crítico y el deliberado estilo confesional para ahondar en su vínculo intelectual, amoroso y político con el psicoanalista Oscar Masotta. Antes de suicidarse el 17 de diciembre de 2000 –se cortó las venas y se tiró por la ventana del diminuto departamento donde se había hundido en la miseria, la soledad y el alcohol–, publicó Ensayos de tolerancia (1999). Póstumamente se editarían El deseo en Hegel y Sartre (2002), Un trabajo en San Roque (2005), volumen de narrativa; y el ensayo La manía argentina (2011), donde destroza con una ironía exquisita la figura y los textos del filósofo Víctor Massuh.
“Escribió tal vez como vivió –plantea Laura Estrin–. Mezcló muy bien esas dos experiencias y trazó una línea muy poco seguida en nuestra literatura nacional. Correas, con lo que Arlt llama sinceridad, consiguió ser él mismo su propio riesgo. Y eso a veces es insoportable, y eso es la literatura, inhumana, resabio romántico, también en Correas.” La escritora y crítica subraya “la sostenida línea lírica” que aparece en las frases de Los jóvenes. “Me gusta que todos los personajes sean él. Me gusta que frente a ‘nuestro tiempo sin carácter’ –como aseguraba Kierkegaard–, él tenía uno y por eso era insufrible, intratable, pasaba por loco, irrecuperable: un ser perdido para las formas y las ‘buenas maneras’. Un autor que no pactó con los géneros ni con las formas en que escribía, no le pedía permiso un pie a otro para caminar, pero sufría seguramente por la verdad que trasponía nítidamente y eso lo volvía justo, futuro.” El autor de La operación Masotta –subraya Estrin– comprendía que “los que no salvan distancias, los que no respetan registros y niveles de análisis están perdidos”. “Por eso una vez escribió: ‘Ellos clasifican, yo sobro por todos lados’. Pero no quiero confundirme, no hago un ditirambo de un probable perfil maldito que él podía tener, porque los que le hacen esa fama no sé si lo leen, y siempre me pregunto qué se lee cuando uno se topa con estos autores fatales que no sirven más que para ver más y sufrir más.”
El original de la novela tiene las tapas “primorosamente gastadas”, revela Carey. “Carlitos trabajaba en River Plate. No en el estadio de fútbol, sino en una oficina administrativa por la calle Hipólito Yrigoyen –aclara el dramaturgo–. En la retiración de la tapa está el sello de River. El manuscrito está tipeado en una máquina de escribir de cinta azul. Al dorso de las hojas hay agregados y correcciones en lápiz. El original tiene muchas tachaduras; es la primera y única versión de esta novela por la cual él temía ya no el escándalo, sino la cárcel.” Estrin advierte que el mundo que retrató el escritor en sus ficciones es una “escena violentísima” en la que sólo hablando del placer y del goce de los hombres habla de otras cosas. “Correas desde siempre vio que el mundo que nos rodea es una ‘sociedad de caras’ y ‘una comunidad de estatuas líderes’. Correas no se pintó dulce el dolor, pero coloreó como pocos en la literatura argentina lo común de todos los días escribiendo: ‘Amanece sobre cangrejales grises. Esto parece una renovación; qué porquería. Todos los días deberían tener el mismo nombre’...”
* La entrega del original se realizará a las 19 en la sala Borges. Lorenzo Quinteros y Patricia Durán leerán fragmentos de la obra teatral Correas, de Bernardo Carey.
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