Domingo, 23 de diciembre de 2012 | Hoy
CULTURA › RRAA Y PROYECTO SQUATTERS INTERVIENEN EL DISCURSO PUBLICITARIO
Desde el arte o desde el diseño gráfico, interviniendo en el espacio público o a través de la web, funcionan como activistas que proponen una suerte de “contraanuncios”. Se trata de una militancia creativa que se reproduce en muchos países.
Por Emilia Erbetta
En la calle, en los colectivos, en los subtes, en las páginas web, en Facebook, por mensaje de texto, en los baños de los bares y los shoppings, antes de las películas y de los videos de YouTube, en la radio, en las revistas, en las pantallas luminosas que encandilan sobre las avenidas y en los carteles que se arrancan de un tirón: en todos lados, de casi todas las formas posibles, está la publicidad. Contra ese bombardeo se revelaba Oscar Brahim hace más de diez años y por el mismo motivo ahora sale a la calle RRAA, pincel y tachitos de pintura en mano. Contra ese discurso se plantan, más desde el activismo que desde el arte, pero con el diseño gráfico como gomera, Proyecto Squatters en Argentina, Consume hasta morir en España y AdBusters en Canadá.
¿Quién es RRAA? El desenmascarador enmascarado alguna vez estudió en la Escuela Superior de Creativos Publicitarios (la “escuelita”). Cualquier porteño vio alguna de sus intervenciones en la calle, aunque no se acuerde. Hay que hacer memoria o prestar un poco más de atención, porque estar están, y por todos lados. Caras gigantes o no tanto, pintadas con látex acrílico de un celeste o un rosa parejo, con la boca y los ojos descubiertos, en las grandes marquesinas publicitarias de alguna avenida, detrás de la reja que las empresas ponen para proteger los afiches, o en los anuncios más chicos que se superponen en las paredes y se pegotean con la lluvia. “No es contra las empresas en particular, sino con el discurso publicitario en general, que avasalla todo el tiempo”, aclara RRAA. Durante mucho tiempo este artista plástico tuvo ganas de trabajar sobre el soporte publicitario, al que conocía muy bien por su experiencia en algunas agencias. “Me di cuenta de que sin estar en ese sistema, yo podía transmitir mi propia idea, algo más interesante y reflexivo que lo que te impone la publicidad: comprá, consumí, esto es lo mejor. Y encontré la manera de montarme sobre ese caballo de Troya que tiene el sistema publicitario, con esas vallas, con las luces, en los mejores lugares de la Ciudad, para generar un punto de distracción en el ojo del transeúnte”, explica RRAA en la terraza de su casa de Colegiales, mientras esquiva los coletazos de su perro Buda, único acompañante autorizado durante las jornadas de pintura en la calle.
De trabajar en la vía pública dice que es “como dar vuelta una remera, con las costuras y la etiqueta para afuera”, porque permite mostrarle a la gente el detrás de escena, o “como dar vueltas las paredes de un museo y que todas las obras queden a la vista del que pasa, ya sea en un Mercedes-Benz, o en un colectivo o cartoneando”. Acostumbrado a la confusión, RRAA pone los puntos: “No pinto máscaras”. La pátina espesa de pintura que cubre las caras que empapelan la Ciudad no busca ocultar sino develar. “La industria en muchos casos te pone un modelo a seguir, pero esa cara cuando está cubierta por un color pleno puede ser la de cualquiera. De alguna manera es un intento por ponernos todos al mismo plano. Las intervenciones dan lugar para que uno se quede pensando ¿qué onda?, ¿qué habrá querido decir? Y eso ya es algo”, explica el artista que antes de animarse a la calle estuvo diez años transitando el circuito taller-galería-workshops.
RRAA era todavía un chico cuando Oscar Brahim ya recorría la ciudad de Buenos Aires en su taxi, mientras en la Argentina se cocinaba la crisis del 2001. Su trabajo, efímero por definición, quedó registrado en el documental Oscar, que el director Sergio Morkin estrenó en 2004. Ahí se lo puede ver trepado a una escalera de pintor, interviniendo con collage y dibujos los afiches publicitarios que ilustraban las paredes de una ciudad casi preapocalíptica. En su “atelier móvil”, como él mismo definió a ese taxi alquilado, Oscar llevaba retazos de imágenes publicitarias para “jugar en su universo surrealista”. En aquel momento, para Oscar la calle era, lo dice en la película, un “territorio de batallas visuales”, su “gran galería”, y los pasajeros del taxi “potenciales espectadores críticos”. Lo de Brahim era un poco más rudo que lo de RRAA: después de la caída de las Torres Gemelas, por ejemplo, intervino una publicidad de un diario económico que salía en su versión argentina y donde se mostraba a dos hombres leyendo las dos ediciones –la original y la local–. Brahim pasó con su taxi, las relojeó y cuando pudo volvió para convertir a los dos occidentales en dos árabes de turbante y barba larga, figuras muy picantes en el contexto de binladenmanía que se vivía por aquellos años.
El 17 de octubre de 2003 la “guerrilla urbana” Stopub hizo de París una trinchera gigante y durante la madrugada intervino todos los carteles publicitarios del Metro con mensajes anticonsumo. Todo había empezado con unos mensajes de texto y mucho de boca en boca, tras el llamado inicial de un grupo de trabajadores que se movilizaban contra las reformas del estatuto laboral que había anunciado el gobierno francés. El sabotaje publicitario duró unos pocos meses, pero provocó algunas reacciones. El Mouvement Autonome de la Réflexion Critique à L’Usage des Survivants de L’Economie, formado por sociólogos, economistas, filósofos, historiadores, psicólogos y médicos (o Grupo Marcuse, en un guiño al filósofo y sociólogo), por ejemplo, acuñó el concepto de “totalitarismo publicitario”. En su libro De la Miseria Humana en el medio publicitario (Melusina, 2009), explican cómo la publicidad contribuye a justificar el estilo de vida occidental basado en el consumismo y detectan un desplazamiento hacia la propaganda, como resultado de unas condiciones productivas y distributivas que exigen un hiperconsumo. La sociedad globalizada e hiperconsumista, insisten, necesita de una publicidad globalizada, invasiva, totalitaria.
Lo mismo sostiene Proyecto Squatters, el movimiento contrapublicitario argentino que comparte consignas con los españoles de Consume Hasta Morir y los canadienses de AdBusters, todas experiencias afines al nuevo tipo de activismo que creció al calor de los movimientos antiglobalización primero y de la crisis económica global después (AdBusters nació en 1989, pero tuvo gran protagonismo en el Occupy Wall Street de 2011). Con más cosas en común que diferencias, los tres trabajan en la construcción de un corpus teórico y en campañas anticonsumo que viralizan a través de la web y en el caso de los canadienses con una publicación propia. En Argentina, los Squa-tters apuntan también contra el modelo de agronegocios, con transgénicos y agrotóxicos. “Lo que proponemos desde Squatters es pensar la publicidad desde el punto de vista sociopolítico. Preguntarnos qué es esto que nos rodea desde que nacemos hasta que nos morimos y lo tenemos naturalizado”, explica Julián Pellegrini, psicólogo y converso: él también estudió en la Escuela de Creativos Publicitarios y tuvo un breve paso por la industria. Squatters propone una militancia creativa para responder al monólogo del poder. “No se puede evitar la publicidad, entonces al modificarla, podés transformar ese mensaje del poder en un vehículo para transmitir otros valores. La contrapublicidad es una de las nuevas formas de intervenir políticamente en la realidad”, apunta Pellegrini, responsable del sitio web y la página de Facebook que acopia y difunde los “contraanuncios” que producen ellos y que reciben de colaboradores amigos del proyecto. En uno, por ejemplo, está Lio Messi con camiseta de fútbol y el texto parodia la emblemática publicidad de una tarjeta de crédito: “Salario mensual de un taiwanés por coser pelotas: 30 dólares. Salario mensual de Messi por descoserlas: un millón de dólares. Que entiendas que de esto se trata el capitalismo, no tiene precio”.
Los “squatters” son los okupas de Europa: grupos que usan las casas que habitan para llevar adelante proyectos culturales y comunitarios. Como ellos, Pellegrini también quería colarse en un espacio –en este caso el publicitario– y resignificarlo. “Cuando volví de un viaje a Europa en 2008 vi que había una necesidad por sistematizar las experiencias contrapublicitarias, porque acá había cosas sueltas que se perdían. La idea es acumular y tener una copia de las distintas técnicas de intervenciones para que a quien le interese pueda ir a buscar distintas herramientas”, explica. En Internet o en la calle, el objetivo de las intervenciones siempre es “reciclar el espacio simbólico”, para contrarrestar el avance del discurso publicitario, que “va marcando los bordes de un paradigma dentro del cual pensamos la realidad y a nosotros mismos. En ese sentido el trabajo de producción de la subjetividad es muy sutil y efectivo. Porque no se hace con un anuncio. La publicidad vende ciertos valores, estilos de vida, estereotipos e inunda nuestro medio y lo vamos consumiendo queramos o no. Todos pensamos que a nosotros no nos influye, pero no hay que pensarlo como si fuera una competencia entre las marcas para venderte una u otra cosa –aclara Pellegrini–, sino como un bloque ideológico compacto que dice seguí consumiendo”. Una de las salidas que los Squatters encontraron para rebalsar los bordes del paradigma fue el Taller de Educación para el consumo de medios que dictaron por primera vez en 2010 en una escuela porteña a padres, alumnos y docentes y que en 2012 reeditaron en el Club de Arte.
La publicidad como se la conoce hoy se delineó en el período de entreguerras y se consolidó en la década del ’50. Después de todo, Mad Men lo muestra muy bien: la producción crecía y para ubicar los productos había que apelar a las estructuras motivacionales de los consumidores. Por eso en el primer capítulo de la primera temporada de la serie, Don Draper quiere saber por qué alguien elige una marca de cigarrillos sobre otra. La escena transcurre en un bar neoyorquino de principios de los ‘50. La industria publicitaria cambió cuando comenzó a apuntar a los motivos inconscientes del consumidor, inspirada en las teorías psicoanalíticas que venían agitando el avispero desde hacía algunas décadas. “Nada se gana con el hecho de desconocer que la publicidad es capaz de hechizarnos de las maneras más diversas”, advierte el politólogo y analista del discurso Yannis Stavrakakis en el capítulo que dedica al consumismo y la publicidad en su libro La izquierda lacaniana (Fondo de Cultura Económica, 2010), donde detecta algunos de los errores en los que incurren los “críticos radicales de la publicidad”. El problema, señala el griego, está en pensar la publicidad como un “lavado de cerebro”, una máquina de producir falsos deseos para garantizar la explotación capitalista. “El hincapié en el tema de verdad/falsedad constituye uno de los impedimentos más grandes para entender el funcionamiento de la publicidad, el modo en que ésta se construye y vende sus mitologías deseables y el modo en que toda esta organización del deseo garantiza la reproducción de la economía de mercado y el capitalismo”, apunta el griego y avanza: “Es sumamente revelador que incluso quienes cuestionan el status de la economía de mercado y la publicidad se muestren incapaces de organizar sus deseos de forma alternativa: el discurso publicitario goza de una legitimación pasiva que incrementa su fuerza hegemónica”.
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